Mi sobrina critica
que sea tan blando. Dice que busco palabras de doble sentido, irónicas, lo que
equivale, según ella, a echarle sólo sacarina al café amargo. Con un cierto
esfuerzo, como para compensar, afirma que no es que estén tan mal, pero sí que
llegan como adormecidas, sin pasión, romas. Como le he ido tomando cierto
cariño, he decidido hacer una prueba. Ya veremos la opinión del respetable.
En éste de
los políticos no voy a pasar por alto calificaciones del tipo de mamarrachos, payasos, cerdos, canelos,
sinvergüenzas, pocilgueros. Como contraposición, situaré los de hombres de bien, dignos, esforzados,
trabajadores, íntegros… o sea, los que Machado tenía como buenos en el buen
sentido de la palabra.
Dejo claro,
pues, que desprecio a quienes desprecian, a los tenores huecos, a los
pedantotes, a los chulos, a los barriobajeros, aprovechados, prepotentes y
otras especies sub, de modo que se entenderá mejor, a tenor de la tesis de mi
inquieta sobrina.
Sin embargo,
he de reconocer que, desde el Bachillerato Superior, he arrastrado un cierto
complejo de inferioridad porque me fui por Letras, lo que equivalía a admitir
que entendía menos que los de Ciencias. El paso del tiempo ha ido restañando
cicatrices que, a mis años, apenas noto. Siempre queda algo, pero no mucho,
apenas relevante.
Ingenuo como
soy, confío en quienes son y demuestran ser más listos que yo y me sacan de mis
errores. Por ejemplo, muchos políticos que, aunque no estudian carrera propia
ni se presentan a oposiciones, se les ve a las claras su agudeza. Por eso
deciden y piensan por mí, por nosotros. Es verdad que hay, o había, una carrera
que se llamaba Ciencias Políticas, pero no la estudiaban porque ya se sabían el temario.
Que no
tengan estudios universitarios importa poco, ya que para ellos lo fundamental
no es saber, sino tomar decisiones, hacer como que saben y pensar a lo grande,
a lo estadista que dicen, no a estilo tropa. Yo me doblego: donde manda capitán
no manda marinero, y lo que la Naturaleza no da Salamanca no lo presta.
Pese a todo, mi torpe cabezonería me
inclina a pensar que no todos son iguales, que hay diferencias, por la misma
razón que los hombres y las mujeres también son distintos entre sí, y que unos
piensan más en sí mismos y otros en los demás, que unos son más honrados que
otros.
Sólo los que
votan a quienes mandan dicen que no merece la pena cambiar, que para qué te vas
a molestar, que no hay más que ver la tele, que si no hacen más marranadas es
porque no pueden, que ahí está lo de las tarjetas, los expedientes de
regulación de empleo, los falsos cursillos. En resumen, que lo mejor es que nos
quedemos en casa, cada uno con lo nuestro, que esto es así desde que el mundo
es mundo y no lo cambia ni Dios.
Para mí, esto
de que todos somos iguales y que si no hacemos más barbaridades es porque no
podemos, nada de nada. Yo no soy corrupto, ni mi hija tampoco. Mucha gente goza
de mi confianza y yo de la suya. Otros caen en las antípodas y nunca entrarán
en mi círculo, entre otras razones porque no me da la gana.
Se me
ocurren otras ideas, pero me las guardo para otro día, para cuando venga del
psiquiatra de mirarme cómo va mi complejo. En tanto, iré tirando de ésas expresiones contundentes que a ella
tanto le gustan. Ahora bien, como salga mal, te quedas sin paga hasta San Blas.
¡Por éstas!
Juan Manuel Campo Vidondo