No me cuadra, presidente
Hace pocos días me encontré por
casualidad con una vieja amiga a la que hacía años le había perdido la pista.
Después del reconocimiento inicial y la sorpresa mutua, intenté hilar
conversación con esas frases que nos salen como de encargo.
- ¿Qué tal te va? – fue casi la
primera.
- Pues ya ves, no me puedo quejar.
Aún vivo, que no es poco – me respondió.
Mi cabeza se fue a lo de la salud,
porque, según mis cálculos, se acercaba ya a los sesenta y son años como para
que pase de todo. Me adivinó el pensamiento y me dijo que no, que no iba por
ahí, que aún se encontraba casi intacta, y, la verdad, es que presentaba un
buen ver digno de segunda consideración.
Sin prisas, se puso a contarme que
trabajaba a media jornada por una reestructuración laboral de su empresa y le
pagaban unos 400 euros. Lo justo para sobrevivir. Se había separado hacía años,
pero no era eso lo malo, sino que en el piso de siempre comían, cenaban,
gastaban luz, se duchaban, encendían la calefacción y afrontaban el resto de
necesidades que vienen aparejadas con la vida, ella y dos hijas, una con novio
y la otra sin pareja.
A esas alturas del monólogo, yo no
sabía si continuar la charla de pie o invitarla a café con leche, a comer, o a
acompañarla a El Corte Inglés.
Sonrió, dándose cuenta de mi azoramiento, mientras me comentaba que le habían
ofrecido trabajar una hora y media más al día, sábados incluidos, o sea,
treinta y seis mensuales, por unos doscientos euros. Con eso y algún que otro trabajillo ocasional de las hijas podían ir
tirando, mal que bien o bien que mal, a gustos.
Me puse a echar cuentas y me perdí, me
avergoncé de mi mismo, juré y perjuré contra los corruptos y contra quien me
dio la gana, me acordé de los teóricos del neoliberalismo económico y de parte
de sus familias, y comencé a sentir acidez de estómago. También me acordé del
presidente y de su gobierno. Para contrarrestarlo, pensé que al menos podía
pasarse por el sistema sanitario de la Seguridad Social y me consolé por hacer
algo.
También me vinieron a las mientes las
declaraciones de aquella empresaria, que venía a decir que prefería mujeres por
encima de cuarenta y cinco años y menos de veinticinco para trabajar en su fábrica. Entraba en el
segmento, así que se le podía mandar una carta y, si colaba, colaba. De paso,
se podía apuntar el tanto de una mujer menos en las listas del paro y de que
ella cumplía con lo que declaraba. Se lo dije a mi amiga, pero no me hizo mucho
caso.
Aún me contó más cosas, pero ésas no
las digo porque no vienen a cuento. El caso es que se me amargó el día y me fui
a pasear para cansarme y no ver a nadie, incluido a mí mismo. Por mucho que lo
intenté, no me olvidaba del discurso de Navidad del presidente, del que él mismo
había dicho que no era triunfalista sino realista. A cada paso, le daba vueltas
y llegaba a la misma conclusión: No me cuadra, presidente.
Juan Manuel Campo
Vidondo