lunes, 26 de enero de 2015

¡Más mimbre! ¡Esto es la guerra!

        El secretario general de UGT, Javier Lecumberri, afirmaba en una entrevista, publicada a mitades de agosto del pasado año, que la recuperación económica no había llegado y no todo valía para crear empleo.
        Seguía desgranando esas dos ideas, reiterando que lo que llamaban recuperación estaba creando un empleo muy precario, que una de las consecuencias más terribles de la crisis era que intentaban convencer de que todo valía, y que no se podía ir a una sociedad dual de grandes ricos y muchos pobres.
        Aterrizando en nuestro territorio foral, de los casi 50.000 desempleados, 17.000 no tenían ningún tipo de prestación y el empleo que se creaba lo era a tiempo parcial y temporal. Continuaba: No podemos competir en empleos baratos ni precarios porque siempre va a haber zonas de Europa o del mundo con condiciones más precarias y más baratas que nosotros. En consecuencia, había que apostar por el sector industrial, el agroalimentario, la industria biomédica, los servicios y el turismo.
        Terminaba poniendo en solfa la reforma fiscal, ya que desviaba la carga de los impuestos a los indirectos que paga todo pichichi, y criticaba que la lucha contra el fraude fiscal no fuera uno de los objetivos prioritarios. Para ejemplificar, ponía a Koxka como modelo de la nueva economía global y sin escrúpulos, en la que cada vez es más importante contar con medios que pongan unas reglas de juego y que sean capaces de arbitrar situaciones.
         Programa completo: justo, equilibrado, social, progresista… No le faltaba de nada. Me parecía un buen cesto. Ahí estábamos y necesitábamos salir. Pero, para mi desgracia, fruto sin ninguna duda de mi racionado talento, no veía las mimbres. Me puse a pensar y no se me ocurrían más que bobadas tales como el recorrido foral a la pata coja, la travesía del Ebro en patinete, la recreación de batallas navales en Yesa o la importación de brujas de las gallegas, potenciar el queso de choto, diseñar un cross de la trashumancia con el abad de La Oliva en plan pastor, crear un enclave natural del defraudador contumaz en los sotos del Arga y Aragón, reedificación de los castillos destruidos por los castellanos, recreación de un Tribunal de la Inquisición en Viana para abrasar a los políticamente incorrectos…, iniciativas que pensaba mejorarían nuestra oferta para turistas e inversores perspicaces.
        Exprimiendo al límite mis potencialidades, añadí que se intentasen otra vez las prospecciones petrolíferas en Marcilla y resucitar el Kimbo Texas, pintar las Bardenas con murales de colores según la estación, construir un ramal del TAV por la línea que nunca se hizo de Marcilla a Estella, hacer encierros de reses bravas enjaezadas con material antidisturbios en los cuernos, confeccionar un ranking de patronos y patronas y andar en peregrinación televisada a la ermita del ganador/a, concursos de degustación de melones y calabazas que no faltan en ningún pueblo ni ciudad, elegir democráticamente a los consejeros menos valorados del Gobierno y hacer una competición trimestral de tirachinas… Hasta ahí llegué. No me dio para más.
        Sin embargo, estoy convencido de que los lectores, mejor dotados intelectualmente, podrán contribuir con menos esfuerzo que el que yo me tomé. En el fondo, y en la forma, nos la jugamos todos, de modo que no está de más que cada cual  arrime su hombro para el bien común. Nada de cortarse, sino de animarse, escribir y mandar la mimbre a quien corresponda. Si son dos, mejor que una. Imaginación, un poco de imaginación, tal y como  se reclamaba en el año 68 del siglo pasado. No se olviden que, pese a todo, los sindicatos son todavía de lo poco que nos queda.
        Seis meses después, el planteamiento sigue vigente. ¿Hasta cuando?



                         Juan Manuel Campo Vidondo
                        


domingo, 18 de enero de 2015

¿Por qué nos engañan?

        Política y mentira van de la mano, así de sencillo. El gobierno lo demuestra a cada declaración. Incluso parece que existe cierta competencia entre sus miembros para ver quién la echa más gorda. Suele decirse que en la guerra la primera víctima es la verdad, de manera que en la política, es decir, la guerra pacífica, pasa lo mismo.
        ¿Dónde queda aquello de los clásicos de que la política era un arte noble? Que se justifique como un arte de lo posible no lleva aparejadas ni la trampa ni el embuste, a no ser que sus protagonistas asimilen poder con oscuridad y, en consecuencia, partan de la desconfianza como modelo básico de conducta.
        Visto lo visto, no cabe duda que no confían en los ciudadanos, en nosotros. Somos como seres de otra categoría que servimos para que se nos utilice, para justificar decisiones. Nos dicen que siempre hacen las cosas por nuestro bien, pensando en nuestro bienestar. Sin embargo, cuando miramos alrededor no vemos nada de lo que han alardeado.
        ¡Esto va bien! ¡No se puede de otra manera! ¡Confiad en nosotros! ¡Tened paciencia! Nos meten las consignas por activa y por pasiva, queriendo y sin querer, de día y de noche, en festivo y laborable, solos y acompañados, de cualquier forma y en cualquier medio. Nos machacan que estábamos en crisis y nos han sacado de ella. ¿Quién se lo cree? ¡Que levante la mano!
        ¿Hasta cuándo? ¿Hasta dónde? ¿Cuál es el límite de elasticidad? ¿Por qué nos dicen que somos mayores de edad si nos tratan como a críos? ¿Inventaron este sistema democrático para engañarnos mejor? ¿Cuánto hemos de aguantar  quienes creemos que la política es una actividad cultural, social, humana? ¿Hemos de dejarnos retroceder hasta el estado de naturaleza en el que la supremacía en todo es del más fuerte?
        No sé contestar estas preguntas, pero sí sé que nos engañan porque casi siempre les ha salido bien, porque no contestamos, porque no respondemos como debiéramos, porque les resulta barato y fácil y cómodo. Si supieran que las consecuencias se iban a poner en su contra, se lo pensarían. Si creyesen que la nariz les podría sangrar, nos tendrían en mayor consideración.
        No lo hacen porque no nos consideran suficiente enemigo. El auténtico adversario puede responder: la amenaza del contraataque está siempre presente y por eso calculan el ataque. Saben, como decía Cicerón, que el que ataca no debe extrañarse de la respuesta, pero esto sólo sirve para quienes se tienen por iguales. Para los inferiores se diseña el engaño, la mentira, la trampa, la disuasión marrullera, y, llegado el caso, la fuerza, pura y dura, para que no se olvide quién manda y quién obedece. Juegan con el miedo y el egoísmo y les sale bien. Si no hay contestación, no cambiarán. ¿Para qué?
        Siempre ha sido así. ¿Por qué iban a dejar de engañarnos? Saben que no todos pueden vivir bien, que el bienestar de unos se basa en el malestar de los otros. La riqueza es escasa y no alcanza para todo el mundo, así que la distribuyen a su modo y manera.
        A nosotros nos toca preguntarnos ¿qué hacer? Ya otros se lo plantearon en la historia y se respondieron de distintas formas, ninguna basada en la individualidad. Eso les corresponde a los que mandan, a los que saben, a los que velan por nosotros, a los fuertes.
                                  Juan Manuel Campo Vidondo
                 

viernes, 9 de enero de 2015

El día después

        ¿Qué se puede pensar, y decir, y escribir el día después? ¿Sirve de algo preguntarse por las razones de semejante infamia? ¿Para qué aventurar consecuencias que están por ver? ¿Consuela plantear posibles remedios? No sé responder. Sólo me atrevo a decir que siento dolor y rabia, mucho dolor y más rabia.
        La fuerza, lo más primitivo e irracional de la especie, ha vuelto a imponerse sobre la razón, la cultura y la civilización. Ha golpeado sin piedad en el corazón de nuestro sistema de convivencia, el que tantos siglos y sufrimientos ha costado construir luchando contra la incultura, la barbarie y la sinrazón. Ha atacado lo más específicamente humano: enfrentarse a la vida con humor, con una sonrisa. Ningún otro animal es capaz de hacerlo.
        Y ha elegido a Francia como escenario, el país de la acogida, de los exiliados, de la libertad. Ha escogido París, la ciudad que destruyó el absolutismo y que dio a una nación los principios básicos para alcanzar la felicidad de sus ciudadanos, no de sus súbditos: la libertad, la igualdad y la fraternidad.
        Lobos solitarios, dicen; guerra santa, proclaman; martirio como meta suprema, defienden; símbolos religiosos intocables, categorizan. No hay que confundir libertad de expresión con provocación, dictan sus jefes, capacitados para decidir sobre la vida y la muerte. Por el contrario, nosotros, pobres y débiles demócratas, infieles a fuerza de racionales, creemos que el único límite a la libertad de expresión es el código penal.
        Tantos siglos de guerras religiosas, de imposiciones sin clemencia de las creencias propias, habían servido de vacuna para fortalecer un organismo que confiaba en sí mismo, sin necesidad de recurrir a lo sobrenatural. ¿Debemos renunciar y volver a esos tiempos?
        La respuesta ha de ser no. No y mil veces no. La democracia no es débil, como piensan sus enemigos, y tiene el derecho y el deber de protegerse contra quienes la atacan, con sus fuerzas, con sus armas propias. Si algo ha generado este sistema de convivencia, ha sido leyes. Usémoslas y sintámonos orgullosos de hacerlo.
        Los momentos de crisis sirven para fortalecer o para hundir. De nosotros depende una u otra salida. Que cada uno crea en lo que quiera, pero que quede claro que a la palabra se le combate con la palabra y que la vida es un bien absoluto. Nada justifica la muerte del otro, del diferente, ni siquiera la creencia de que eso lleva a una vida mejor.
        ¿Homo homini lupus? No. Dura lex, sed lex.



                                  Juan Manuel Campo Vidondo