viernes, 27 de febrero de 2015

Este mes, el gas.

        Lo intento pero no hay manera. Todos los días me levanto con el firme propósito de no enfadarme ni conmigo ni con lo que me rodea, pero no lo consigo. Debe ser falta de rodaje, de entrenamiento, de aguante, de capacidad de sufrimiento, de educación, de todo junto o de yo qué sé. El caso es que no hay tu tía.
        Si no es el periódico, es la televisión, o, si no, la vecina del primero o el compañero de barra. Unos       días son los griegos; otros, los de Podemos; algunos, Montoro o De Guindos; últimamente, Osasuna. La cosa es que, a diario, leo, veo, oigo o me cuentan algo que me desazona, que me pone de los nervios o de mala leche.
        Mi médica de cabecera me aconseja con buenas palabras que me tranquilice, que me cuide el sistema nervioso central y el simpático, que así no se va a ningún sitio, que, si no soy capaz de tomarme las cosas con calma, se me resentirá el hígado; que pasee, que me canse, que no fume y que no beba. De trabajar no me dice nada.
        Pues bien, ya llevaba dos días que no leía el periódico y en la tele no veía más que dibujos animados y documentales, pero hoy he tenido que sacar dinero para cumplir el mes y he visto lo que me habían cobrado del gas. He debido poner mala cara porque el del banco me ha preguntado si me pasaba algo, si estaba todo bien.
        Ya en casa, me he puesto a echar cuentas y, resumiendo, me ha resultado que mi piso de 50 metros cuadrados me cuesta calentarlo casi mil pesetas al día, que el precio del petróleo había bajado pero mi factura del gas había subido y mi pensión apenas se había movido. En conclusión, que era más pobre que el mes pasado, pero menos, seguramente, que el siguiente. Es decir, que, como tantas veces, los números no cuadraban, pero no era cuestión de cabrearse pensando en el hígado.
        Así que le he echado resignación y me he puesto la tele. No he tenido suerte porque me ha salido el presidente hablando del estado de la nación y pavoneándose de que íbamos encarrilados. A mi pesar, le he dado la razón. Ya lo creo que vamos encarrilados, más que el tren.
        Como alternativa, he pensado empadronarme en Melilla, que hace menos frío y también es país, pero lo he desechado pensando en el gasto del aire acondicionado. No se me ha ocurrido otra cosa.
      




                                 Juan Manuel Campo Vidondo        

miércoles, 18 de febrero de 2015

¿Podemos con la democracia?

        Podemos por aquí; Podemos por allí; Podemos por acá; Podemos por allá. Todo el mundo que se precie habla de Podemos: para alabar, para criticar, para ensalzar, para denostar, para no hablar del tiempo, para cambiar de conversación, para matar el rato, para todo lo que se tercie.
        Se les trata de ingenuos e incautos. ¡Qué van a enseñar ésos! ¡Ya cambiarán! ¡Mira cómo les va a los griegos! ¡A mis años! Los demócratas de toda la vida, los reconvertidos y arrepentidos, los que se las saben todas, los miran decididamente mal. No pueden ni verlos. No les caen bien ni los que llevan coletas, ni los de gafas, que, para más INRI, son maestros. ¡Que se vayan a la escuela y se metan en sus cosas! ¡Listos, que son unos listos! ¡A mí no me la dan! Pasan de pedagogía y didáctica. Se saben la lección de carretilla.
        La república hizo escuelas porque el país estaba para lo que estaba y daba para lo que daba. Sin embargo, la democracia monárquica no ha hecho tarea pedagógica, tiene los deberes por hacer, y ahora resulta que vienen maestros para enseñar y no nos gustan que nos enseñen. No deja de ser un problema, porque no se puede enseñar a los enseñados.
        Pese a quien pese, la democracia tiene que ser enseñada porque no es natural. Lo natural es el dominio de los fuertes, el clan familiar y la tribu, creerse uno el centro, el prejuicio, el grito, el puñetazo, la ignorancia y la descalificación de porque sí.
        La mejor, casi la única, manera de enseñar la democracia es el ejemplo, y buena parte de los dirigentes políticos han hecho lo contrario, han incumplido las normas que ellos aprobaban. Los políticos no suelen ser de letras, sino de acción, de determinaciones contundentes, poco amigos de intelectuales y disquisiciones. Les gusta recordar que los primogénitos eran quienes heredaban las propiedades y los que venían detrás estudiaban, si podían y valían. La esencia del poder nunca ha estado en el saber.
         A muchos, la escuela democrática no les ha dado más que una capa de barniz, más gruesa o más delgada, según, la suficiente como para andar por casa. Para la mayoría, la democracia fue un traje nuevo, un regalo, no una conquista, y no se han preocupado ni poco ni mucho de transmitir los valores democráticos a las generaciones posteriores, así que éstas no tienen elementos comparativos.
        En conjunto, pues, no estamos entrenados y así no se puede competir, de modo que la pregunta es pertinente: ¿Podemos con la democracia?





                                  Juan Manuel Campo Vidondo
               


miércoles, 11 de febrero de 2015

A todo hay quien gana

        En este país nuestro las encuestas gustan mucho, hasta de más, y no pocas conversaciones acaban esgrimiéndolas como supremos argumentos. Se hacen de todo, en todo tiempo y por cualquier motivo.
        Gusta que le pregunten a uno y, luego, decir a los amigos que le han encuestado, porque, como son anónimas, no se enteran del protagonismo del amigo, que siente no aparecer con nombre y apellidos para poder enorgullecerse: Ese soy yo.
        A finales de cada año abundan y hasta cansan y aburren por exceso, pero me interesó una que trataba sobre la felicidad, esa situación propia y particular en la que cada cual siente que las circunstancias de su vida, y el conjunto resultante, son como las desea, o, por defecto, como la falta de sucesos desagradables, lo que en sí mismo no es poco. Sin embargo, conforme avanzaba en su lectura, el campo se restringía y terminaba limitándose a la felicidad en el trabajo, a la económica. Madame Bovary no pintaba nada. Ana Karenina era rusa y Julieta una adolescente de otro tiempo. Lo decisivo en la felicidad venía de la mano de meras ecuaciones de equivalencia entre la  riqueza  y la felicidad, por un lado, y la  pobreza con la  infelicidad, por el otro.
        Las conclusiones venían a decir que éramos un país famoso por la simpatía de los nativos y la aparente felicidad que nos caracterizaba, pero, a tenor de las respuestas, nos encontrábamos ante un tópico más. El 91% consideraba que ni había tenido ni tenía éxito en su profesión y el 88% que no disfrutaba con su trabajo. El 67% no había dado con la felicidad y sólo el 22% se sentía feliz. Para rematar, apenas el 12% creía que contaba con las herramientas suficientes para ser feliz con sus propios medios, y el 84% pensaba que la felicidad dependía del entorno y no de ellas.
        Sorprendido, me pregunté si la encuesta sería fiable y, de ser así, a quién había que echarle la culpa. De todo el paisanaje es sabido que somos un país especialista en otorgar los favores de la culpa a cualquiera que no sea uno mismo. Aquí no se libra ni el apuntador, desde el alcalde a la vecina del segundo, pasando por el encargado de sección y el médico que no acierta, hasta terminar en el maestro armero y el Peñón de Gibraltar.
        ¿Quién conoce a alguien que se autoproclame feliz? A lo mucho, oímos que Vamos tirando… Aún vivo, que no es poco… Pues ya ves, no me puedo quejar…, para, a renglón seguido, saltar con: ¿Te has enterado de Pepito? Sí, chico, cáncer terminal… ¿Sabías que García ha cerrado el taller? Cuestión de pagos a proveedores… Como te lo digo, la mujer de Andresito se le ha ido con el butanero…
        No seremos felices, puede, pero el que no se consuela es porque no quiere. Siempre hay quien está peor y, si no, que les pregunten a los del Congo, por decir algo, ¿verdad?
        Mientras tanto, los que mandan, los que deben ser felices porque son ricos o por lo menos no son pobres, disfrutan con el espectáculo, que, además, les sale casi gratis.
         A todo hay quien gana, ¿verdad?



                                 Juan Manuel Campo Vidondo
       


               

domingo, 1 de febrero de 2015

¿Se vivía mejor antes?

        Con esto de la crisis las conversaciones dan para todo y para todos. No faltan las que dan vueltas en torno a dónde se vive bien y dónde no, si antes se vivía mejor o peor, en qué consiste lo de vivir bien o mal… Ni que decir tiene que los puntos de vista no pretenden objetividad sino pasar el rato más o menos a gusto, contar historietas, repasar recuerdos y comprobar con disgusto el paso del tiempo.
        De mis tiempos de infancia y juventud me acuerdo en especial del cine. En general, gustaban mucho los carteles y las carteleras que anunciaban y daban publicidad a las películas. Las fichas de clasificación moral en la puerta de la iglesia nos prevenían del contenido: 1 para las aptas para todos los públicos, 2 para adultos, 3 para personas formadas, 3R con reparos, 4 gravemente peligrosa.
        Dos locales, Gran cinema Azkoyen y Salón Novedades, ofrecían tres o cuatro sesiones: matinée, infantil, tarde y noche. Se veían, se comentaban, se catalogaban actores y actrices. Si la película gustaba, se prestaba atención y había silencio; si no, se hablaba, se gritaba o se hacían bromas.
        Las sesiones de mañana e infantil daban para todo: para patear el suelo, para reírse del acomodador, para cantar, para gritar, para jugar con los amigos, para intentar ligar, para pegarse, para poner la mano en el foco, para echarse ventosidades... Los autores de las gamberradas e interrupciones tenían más o menos suerte en salir impunes o denunciados. Los había que se libraban siempre y otros que cargaban con las culpas. La oscuridad amparaba a unos más que a otros y la linterna del acomodador no llegaba a todos los lados. Unos se escondían y disimulaban mejor y a otros los pillaban hicieran lo que hicieran.
        Claro que tampoco había que ponérselo difícil al acomodador y responsable del orden, como uno que salió de la sala, fue a los servicios y, allí, se puso a tirar petardos. Cuando lo encontraron aún estaba riéndose de la que había montado. El alguacil Molina redactó el parte y el alcalde, Alfredo García, le impuso 100 pesetas de multa, que su padre pagó a la semana siguiente.
        El Ayuntamiento, pues, cobró, y es de suponer que el autor también. No eran años de crisis, pero el dinero no sobraba.
        La verdad es que no sé decidirme sobre el asunto, o sea, si antes mejor que ahora o al revés, así que me declaro en situación de recibir lecciones de cualquier ciudadano que se precie, menos de los políticos que yo me sé, de ésos que presumen de cómo estamos ahora y cómo estábamos antes.

                                
                                Juan Manuel Campo Vidondo