Uno de esos escasos días de calor que en este verano
pasado han sido, decidí, un tanto a la ligera, darme una vuelta a eso del
mediodía por el canal del Arga. Creí que los árboles darían sombra y
suavizarían la temperatura, pero me equivoqué. La calorina era de justicia.
Iba pensando
en mi imprudencia, al tiempo que calculaba dónde me volvería para casa o para
el bar, cuando sentí que una bicicleta se acercaba por la espalda. Me aparté a
un lado, por si acaso, pero no hizo falta. A mi derecha apareció un hombre
pedaleando lo justo para que la bicicleta de posguerra no se parara.
Una colilla
de puro peleón pegada a los labios, sin humo, destacaba en una cara sana,
bronceada a lo agrario. Vestía con corrección de escasos medios económicos y
aparentaba unos setenta y pico años. El bochorno no parecía afectarle o lo
disimulaba muy bien. Saludó sin detenerse, poniéndose a mi par, con respeto,
hasta con una leve inclinación de cabeza, y me interpeló:
- ¿Voy bien para Funes?
- Todo derecho. No tiene pierde –
respondí.
- ¿Está seguro? – insistió.
- Desde luego. No puede equivocarse
– le reiteré.
Aceleró un
poco, no mucho, saludó con el brazo levantado sin mirarme y se fue perdiendo
camino adelante. El tabaco no parecía afectarle ni a la educación ni a la
salud. Me pregunté qué comería y si sería políticamente correcto. Al minuto,
esta última la deseché por estúpida.
Volví a
verlo hace pocos días. Pese a la muda, lo reconocí al instante. En esta ocasión
venía de frente y tampoco se paró. Sonrió muy ligeramente y saludó despegando
una mano del manillar. Volví a hacerme preguntas tales como si se molestaría en
ir a votar en las elecciones que se avecinan. ¿Usted qué cree, querido lector?
Juan Manuel Campo Vidondo