Era viernes, día de pocas visitas, de modo que el
pasillo de espera estaba casi vacío. Me tocaba revisión del trasplante y
aguardaba mi hora con la puntualidad que caracteriza a la clínica.
Casi en la puerta de entrada a la
consulta de Hepatología, sentado en uno de los sillones, una persona de raza
negra, vestido con un traje del mismo color del que destacaba una reluciente
camisa blanca, miraba la pantalla. Aparentaba unos sesenta años y se le notaba
tranquilo, serio, con poderío. A su lado, una mujer con un elegante y sencillo
conjunto se entretenía hojeando una revista.
Al poco, llegaron otras dos personas de
la misma etnia, con vestimentas africanas, y besaron a los que aguardaban con
mucha delicadeza y respeto. Permanecieron de pie, un poco apartados. Un par de
minutos después, se presentó una chica muy guapa y con aires de dignidad
natural, ataviada con unos vaqueros y una camisa de seda, que besó a los cuatro
ya presentes acompañándose de una ligerísima reverencia.
Se pusieron a hablar en voz baja,
apenas audible, en una lengua que me sonaba a castellano, pero que no llegaba a
entender. Debía extrañarme, aunque pensé que lo mismo me pasaba con muchos de
los nativos de por aquí, que hablaban y tampoco los entendía.
Lo que sí sentí fue señorío, un señorío
en el que yo me encontraba en el estrato inferior. Aquel grupo, en particular
el hombre del traje, emanaba distancia, separación, poder. La forma de
mirar cuanto les rodeaba expresaba
dominio, sin teatro, natural, salía de dentro, como correspondía.
De la sala de consulta salieron dos
enfermeras y llamaron al que debía ser el jefe, que no se
había movido de su asiento desde que me fijé en él, el cual las acompañó
seguido por la mujer del conjunto. Las otras tres personas se marcharon pasillo
adelante y, de inmediato, se presentó otro africano, fornido, que se plantó al
lado de la puerta de entrada a la consulta. Sacó su móvil y se puso a hablar, en claro castellano, de
facturaciones, maderas, Malabo y otras palabras que no capté. Cuando terminó,
se puso a toquitear el móvil y así estuvo durante la media hora que duró la
visita.
Al salir, iban acompañados por un médico
que yo conocía y se fueron sonriendo, charlando amablemente, como si fueran
viejos conocidos. Cuando se montaron en el ascensor, el médico y las enfermeras
regresaron a la consulta.
Al minuto, las tres letras y los dos
números que me identificaban aparecieron en la pantalla: era mi turno. Me
trataron como siempre, con amabilidad, cortesía y eficacia, como a un igual que
no sabía cuidarse su hígado. Así daba gusto.
Juan Manuel Campo
Vidondo