jueves, 16 de abril de 2015

Señorío

        Era viernes, día de pocas visitas, de modo que el pasillo de espera estaba casi vacío. Me tocaba revisión del trasplante y aguardaba mi hora con la puntualidad que caracteriza a la clínica.
        Casi en la puerta de entrada a la consulta de Hepatología, sentado en uno de los sillones, una persona de raza negra, vestido con un traje del mismo color del que destacaba una reluciente camisa blanca, miraba la pantalla. Aparentaba unos sesenta años y se le notaba tranquilo, serio, con poderío. A su lado, una mujer con un elegante y sencillo conjunto se entretenía hojeando una revista.
        Al poco, llegaron otras dos personas de la misma etnia, con vestimentas africanas, y besaron a los que aguardaban con mucha delicadeza y respeto. Permanecieron de pie, un poco apartados. Un par de minutos después, se presentó una chica muy guapa y con aires de dignidad natural, ataviada con unos vaqueros y una camisa de seda, que besó a los cuatro ya presentes acompañándose de una ligerísima reverencia.
        Se pusieron a hablar en voz baja, apenas audible, en una lengua que me sonaba a castellano, pero que no llegaba a entender. Debía extrañarme, aunque pensé que lo mismo me pasaba con muchos de los nativos de por aquí, que hablaban y tampoco los entendía.
        Lo que sí sentí fue señorío, un señorío en el que yo me encontraba en el estrato inferior. Aquel grupo, en particular el hombre del traje, emanaba distancia, separación, poder. La forma de mirar  cuanto les rodeaba expresaba dominio, sin teatro, natural, salía de dentro, como correspondía.
        De la sala de consulta salieron dos enfermeras y llamaron al que debía ser el jefe, que no se había movido de su asiento desde que me fijé en él, el cual las acompañó seguido por la mujer del conjunto. Las otras tres personas se marcharon pasillo adelante y, de inmediato, se presentó otro africano, fornido, que se plantó al lado de la puerta de entrada a la consulta. Sacó su móvil  y se puso a hablar, en claro castellano, de facturaciones, maderas, Malabo y otras palabras que no capté. Cuando terminó, se puso a toquitear el móvil y así estuvo durante la media hora que duró la visita.
        Al salir, iban acompañados por un médico que yo conocía y se fueron sonriendo, charlando amablemente, como si fueran viejos conocidos. Cuando se montaron en el ascensor, el médico y las enfermeras regresaron a la consulta.
        Al minuto, las tres letras y los dos números que me identificaban aparecieron en la pantalla: era mi turno. Me trataron como siempre, con amabilidad, cortesía y eficacia, como a un igual que no sabía cuidarse su hígado. Así daba gusto.
       
                                Juan Manuel Campo Vidondo










lunes, 6 de abril de 2015

Adiós al tabaco

        El lunes pasado tomé la decisión, la buena, la definitiva, la que serviría para toda la vida. Sin dudar, convencido de que podía terminar con mi esclavitud, me embarqué rumbo a Pamplona con otros dos colegas tan rabiosos como yo por abandonar el tabaco. Lo teníamos claro, los tres. Íbamos a probar con hipnosis. Otros métodos no nos habían funcionado, así que, previo pago de 195 euros, lo dejaríamos de una puta vez.
        Terminada la sesión, después de fumar conscientemente el último cigarrillo, salimos con la idea  que esta vez sí, que ésta era de verdad de la buena, contentos de militar ya en las filas de los ex fumadores y, de tan contentos que estábamos, poco nos faltó para fumarnos un cigarro a nuestra futura salud.
         Ese lunes acabó bien; el martes, un poco peor pero bien; el miércoles, la ansiedad empezaba a ganar terreno; el jueves, la cara del estanquero y la imagen del paquete se mezclaban y jugaban seductoras; el viernes, las órdenes hipnóticas comenzaban a batirse en retirada.
        Mis dos compañeros de viaje me llamaron por teléfono para comunicarme que habían vuelto y, de paso, preguntarme qué tal lo llevaba, para alegrarse de que yo también había caído. Pero no. Ahí seguía, luchando, sin comprar y sin pedir, dando paseos sin consuelo.
        Cada noche me dejaba bien a la vista cinco euros en un cenicero para reforzarme la voluntad. Me dotaba de argumentos como que tenía un cáncer terminal al que sólo vencería si dejaba de fumar. Me acordaba de mi hígado recién trasplantado. Apelaba a mi avaricia recordando el pago de los euros de la hipnosis. Llamaba a mi orgullo para que mis amigos no me llamaran tonto…
        El caso era que cada vez tenía más ganas de fumar. Pero, una semana después, aún no sé cómo, todavía aguantaba. A las dos semanas, me mantengo. El estanquero me mira de reojo cuando me ve pasar delante de la puerta. El caudal del cenicero aumenta. ¿Hasta cuándo?


                              Juan Manuel Campo Vidondo