lunes, 31 de agosto de 2015

Talentos desperdiciados

        Aprovechando que me sobraba tiempo para coger el autobús de vuelta al pueblo, decidí darme un voltio por la oficina del paro, no por nada especial, sino por ver, por curiosidad, por matar el rato.
        Allí había gente de todo tipo y pelaje: hombres y mujeres, viejos y jóvenes, blancos y negros, tostados y aceitunados, amarillos… De pie o sentados, miraban una pantalla en la que aparecían letras y números. Un guarda de seguridad con pintas de intelectual, pelo blanco, largo y abundante, gafas con mirada penetrante, ejercía su autoridad con ánimo atento, dispuesto, resolvedor de dudas y problemas.
        Entre sus facultades se anotaba la de doctorado en etimología y uso del castellano. Una señora le preguntó qué tecla debía pulsar para que la máquina le proporcionara un ticket con número para su consulta.
-      Es para renovar – le dijo.
-      Renovar ¿qué? Una casa, por ejemplo, se renueva. ¿Eso es lo que quiere? – inquirió sin visos de burla.
-      ¡No, no! Lo que quiero es una tarjeta nueva, de alta en el paro – contestó.
-      ¡Ah! Entonces, pulse en Tarjetas – aclaró.
        Así lo hizo y salió por la ranura el ticket correspondiente. La señora sonrió al guarda y éste le devolvió el cumplido.
        Al minuto escaso, una joven le preguntó no sé qué. El segurata le dio todo tipo de explicaciones, pero no se daba la connivencia adecuada, de modo que, modulando el tono y el timbre, le interpeló:
-      Haga el favor de escucharme, señorita. Que no es lo mismo escuchar que oír. ¿Me sigue?
-      Ya le entiendo, pero mi problema es que veo muy mal y no sé cómo pulsar el botón – respondió con cara compungida.
-      ¡Haberlo dicho antes, mujer! Vuelva a decirme qué quería – apoyándole una mano en el hombro.
        Sorprendido y encantado por semejantes muestras de comprensión y amabilidad, al rato yo mismo le pregunté:
-      Usted perdone: ¿hay baño?
-      Sí. Baño hay – me contestó beatífico.
-      Es para mear – puntualicé.
-      ¡Ah! Ahora le entiendo. Vaya al fondo, a la izquierda. Es la puerta donde pone Archivo – indicándome la dirección con el dedo.
        Mientras cumplía mis necesidades fisiológicas, pensé que así daba gusto. Llegaba uno a confiar en la humanidad. Una pena esto de tanto talento desperdiciado.


                             Juan Manuel Campo Vidondo





sábado, 22 de agosto de 2015

Bares y periódicos

        Ya me había cansado de andar y el calor pegaba a modo, así que en cuanto llegué al pueblo me metí en el primer bar que encontré. Pedí una cerveza bien fría y miré por dónde paraba el periódico.
        Un señor con gafas, sentado a una mesa con una botella de agua, lo leía con calma. Malo, me dije, los que beben agua no suelen tener prisa. Y así era: pasaba las hojas con parsimonia, acompañándose de minúsculos sorbos del botellín.
        La camarera lo llamó por su nombre y le preguntó si le apetecían cuatro olivas. Contestó, sin mirarla, que no, que había almorzado. Al parecer, esperaba a alguien porque al tiempo de pasar las hojas miraba hacia la puerta. Mientras tanto, la cerveza, casi sin gas, apagada, sin vida, me entretenía la espera.
        Un buen rato después, el parroquiano llegó, por fin, a la última página, recompuso el periódico, lo dobló, y lo apartó un poco hacia un lado. Apurando el último trago, sin dejar de mirar por si aparecía en escena algún otro potencial lector, me dirigí hacia la mesa con la sana intención de pedírselo con educación. Sin embargo, metió la mano en su bolso, sacó un bolígrafo, volvió a abrir el periódico, buscó la página de pasatiempos y se puso a resolver el crucigrama.
        Con rabia contenida, contrariedad mal disimulada y amagos de ansiedad, volví sobre mis pasos hasta la barra y  pedí otra cerveza en un tono que no admitía dudas sobre mi estado de ánimo.
        Al minuto, apareció un paisano que saludó amistosamente al empedernido lector, de modo que pensé esperanzado que lo cerraría y se pondría a hablar con él. El recién llegado pidió en la barra, se sentó al lado, y, cuando ya me disponía a abalanzarme sobre el diario, noté con desesperación que se ponía a corregir los errores que cometía el supuesto amigo.
        Mi paciencia se agotó de repente. Abandoné. Me marché. Hasta pensé en llegarme a la librería y comprarlo. Recordé que en otro bar de otro pueblo había leído un cartel que decía: Este establecimiento compra la prensa diaria para que nuestros clientes la ojeen o la lean dentro del bar. Si alguien necesita un estudio más profundo del periódico, rogamos lo comunique a la dirección…
        Pensé en proponer al dueño del bar que colocara uno similar, en lugar bien visible, para conocimiento y recordatorio de la parroquia. Sabíamos que la consumición traía aparejados derechos de uso, y se daba por descontado que tales atribuciones fueran ejercidas con tiento, sin intención de acaparar, con un ojo puesto en el vecino. 
        Trataba de convencerme de la validez de mis razones, pese a que algo me decía que lo que me jodía era que lo leyeran en el tiempo que yo me había reservado para mí mismo. En el fondo, me había quedado sin leerlo por llegar tarde y porque no quería comprarlo. Poco más de un euro hubiera resuelto el problema y el cabreo, pero… ¿Avaricia? ¿Egoísmo? ¿Qué se joda el prójimo? ¿La condición humana? ¿La crisis? ¿De todo un poco?
                        
                       Juan Manuel Campo Vidondo

         

lunes, 17 de agosto de 2015

De lo más natural

        Miré por la ventana para ver qué día hacía. Giré la cabeza describiendo un semicírculo que no llegué a completar porque la vista se me quedó fija en la acera de enfrente.
        Una pareja de latinos, que venía andando con parsimonia, se paró para echar una ojeada a las barquillas que el tendero había dejado pegadas a la pared. Tras un recorrido de los productos, perceptible por el movimiento de cuellos y cabezas, el hombre hizo un gesto de atención, al tiempo que señalaba un saco de patatas con su mano derecha. Sin más indicaciones, la mujer se inclinó hacia él, lo agarró con las dos manos y se lo echó al hombro. Mientras tanto, el varón entró en la tienda, pagó y salió al momento.
        Los dos se encaminaron calle abajo: la mujer, con el saco; el hombre se conformaba con llevar  una bolsa de plástico vacía. Sin prisas, como de paseo, campechanos ambos, familiar donde cabe. Una escena espontánea, llana y sencilla, en absoluto forzada, que parecía responder a una lógica  interna y propia. Ninguno habló. Todo resultó natural. Hasta a mí me lo pareció.
        Se lo contaría a una de mis amigas feministas para que me diera su punto de vista y, claro, su valoración. Según qué me dijera, le plantearía lo mismo a otra amiga ecuatoriana. Pensé incluso en hacer una encuesta informal e indagar con una marroquí, una eslava y una senegalesa. El conocimiento no entiende de límites.
                         
                           Juan Manuel Campo Vidondo
                


lunes, 10 de agosto de 2015

Pedro se ha muerto

        Pedro se ha muerto. La muerte se lo ha llevado. Pérez-Reverte, en La tabla de Flandes, se dirige a la muerte como Silenciosa amiga y Última compañera. No sé de dónde saca estos apelativos, pero, sin dudar, son mentira. La muerte no se merece tales denominaciones.
        Los que aún vivimos estamos en nuestro derecho de cuestionar tanto los sustantivos de amiga y compañera como los adjetivos de silenciosa y última. Por mi parte, resuelvo que tan solo última es verdadera y que las demás son un mero artificio, un juego con palabras.
        La muerte no es ni amiga, ni compañera ni silenciosa. Al contrario, es traicionera, desleal e inoportuna. Causa desgarro si se la ve venir. Irrumpe en nuestras vidas siempre a destiempo. Nadie la llama, aparece por su cuenta, sin ningún riesgo. Nunca trae regalos ni esperanza, sino dolor y miedo. Se lleva todo lo que pilla a su paso como si fuera un derecho de conquista. No respeta lo más querido, lo único verdaderamente nuestro, la vida.
        La muerte no nos trajo al mundo, pero nos arranca de él, queramos o no. Nunca pregunta. No acepta pactos ni prórrogas. Exige la rendición incondicional. ¿De dónde se saca tal derecho?
        Si pudiera, me gustaría decirle que  no es de este mundo, que nadie le ha otorgado ningún título para considerar la vida como si le perteneciera, así que lo que procede es que nos deje en paz. Que se meta con los suyos.  Que viva y deje vivir. ¿No puede vivir sin matar? Si al menos se llevara solo a quienes no tienen fuerzas, a los que no quieren seguir viviendo, a quienes han abandonado proyectos e ilusiones, aún la miraría con buenos ojos. Pero no se conforma con eso y arrampla con todo, sin distinguir, sin justicia.
        Juega con ventaja, con todos los triunfos en la mano, y disfruta sabiendo que no puede perder. No se apiada de las miradas angustiosas que le piden una partida de igual a igual. Desprecia la vida, humilla a los jugadores. ¿Qué poder malvado la ha creado? ¿Para qué nos arrastra sin ofrecernos nada a cambio?
        Ni entiendo su existencia ni, aún menos, su sentido. ¿Cómo puede surgir de la muerte vida? ¿Cómo de la nada puede salir algo? ¿Quién puede hacer algo de la nada?
        Sólo una tumba debería haber en los cementerios: la suya. Y su epitafio sería: Bien muerta estás, Muerte.
        Pedro, lo único que me consuela es decirte que hasta que yo muera, hasta que desaparezca el último de los que te hemos conocido y querido, no habrás muerto. Seguirás viviendo en nuestros recuerdos.
        Mariví ya se encargará de contarte cómo ha quedado el soto de Santa Eulalia y si las orquestas siguen tocando en la plaza Los sitios de Zaragoza.
        Buena suerte, compañero.


                       Juan Manuel Campo Vidondo
                       Unión Peraltesa de Izquierdas






domingo, 9 de agosto de 2015

El problema es el problema

        Paseaba sin rumbo fijo por las calles del pueblo haciendo caso a las recomendaciones de la médico, cuando vi una barquilla con cerezas de buen color y mejor precio.
        Decidí comprar un puñado y me encaminé a la puerta de la tienda, pero una correa unía a un perro enano, feo y gruñón (en la calle) con su supuesta dueña (en la tienda), vestida con impecable bata a lunares multicolores. Pegada al mostrador, pagaba los artículos que había comprado; sin embargo, alguna discrepancia con el encargado alargaba la operación de caja, de modo que la estirada correa obstaculizaba la entrada y salida de los clientes, habida cuenta que el perrucho no se movía y ladraba de muy mal genio. Como no tenía prisa, esperé en la acera.
        Un cliente, jubilado tiempo ha, quería salir, pero la dichosa correíta se le atravesaba en diagonal a media altura de sus piernas. Pasó una por encima, momento en el que el chucho cambió de lugar, y la correa con él, impidiendo que la pierna retrasada siguiera a la primera.
        Con una bolsa de plástico en cada mano, se quedó a horcajadas, con la correa entre las piernas a modo de caballito, sin saber hacia dónde moverse, un remo en la tienda y el otro en la calle, las cintas de la cortina por la cara y el perro ladrando cada vez más fuerte, hasta que la señora dio por terminada su operación de pago.
        Tirando de su carrito con una mano y con la otra maniobrando la correa, miró al jubilado como increpándole si iba a dejar de jugar a los caballitos, que ya no tenía años, y se dirigió al cuadrúpedo tal que si fuera su nieto:
-      ¡Hala! ¡Vamos a ver si llegamos a casa! ¡Si este señor soluciona el problema y deja de molestar, claro!
        Ante la interpelación, el pensionista, en un alarde de equitación, consiguió desmontar, miró alternativamente al perro y a la señora de la bata, y, mirando al cielo en gesto de súplica y resignación, acertó a decir:
-      ¡El problema es el problema!
        Una vez pronunciada la sentencia, se dirigió al bar de al lado, se metió en él y desapareció de mi vista.
        La clientela de la tienda interpretó la frase como dios dio a entender a cada uno. Como siempre. Como correspondía.



                            Juan Manuel Campo Vidondo






miércoles, 5 de agosto de 2015

La muela

        Dolía, ya lo creo que dolía, desde que me había despertado, y antes de dormirme también. No podía hacer el avestruz. Una cosa es hacerse el tonto y otra hacerlo de verdad. Se imponía una decisión brutal, heroica, de las de recordar. Cogí el teléfono y llamé a la dentista. Le expliqué qué me pasaba y me contestó con dulzura que me presentara a la voz de ya.
        Aunque no dudé, me até una liza a los atributos sexuales, a través de un agujero en el bolsillo del pantalón, por si acaso flaqueaba. A buen paso me presenté en un boleo en la consulta. La enfermera me recibió con una sonrisa exquisita, me señaló un sillón y me comunicó que en cinco minutos me haría pasar. Aguanté como los hombres, echando lo que hay que echar, con dos cojones, apretando los puños y los dientes.
        Apareció con una mascarilla tapándole la cara. Unos ojos brillantes me invitaron a seguirla. Me senté en el sillón, lo tumbó y me dijo: Ábreme grande. No sin temor, obedecí y noté un pinchazo agudo: Aguantá. Te estoy poniendo anestesia. Por tres veces repitió la operación, pero la muela no terminaba de dormirse. Así no puedo trabajar. Tomate estos medicamentos y regresá en unos días.
        Aliviado pese a todo, salí rápido por si cambiaba de idea. Ya en la calle, un amigo me paró y me preguntó por la cara hinchada. Se lo expliqué, pero no se lo creyó. Su diagnóstico fue que aquello era un flemón, la muela estaba infectada y mejor sería que me viera otro dentista. Aún no me había repuesto de la sorpresa por los conocimientos que me demostraba mi compadre, cuando se acercó otro conocido, al que mi amigo le contó el caso y coincidió por completo en las medidas a tomar, excepto en el nuevo dentista, ya que él conocía otro mucho mejor y más barato.
        Concluidas las valoraciones, se despidieron argumentando que llevaban prisa, no sin volver a aconsejarme, cada uno por su lado, que les hiciera caso, que las muelas eran una cosa muy seria y no se podían dejar en manos de cualquiera.
        No sé si me quedé con la boca abierta o cerrada ante tanta sabiduría desperdiciada, dado que mi amigo trabajaba como funcionario del Ayuntamiento y el conocido ejercía de camionero.
        Llegué a la conclusión de que este país desperdiciaba talentos a patadas, que así no se podía progresar en condiciones. 

                        Juan Manuel Campo Vidondo