jueves, 24 de septiembre de 2015

Cansados y cansos

        Aunque a primera vista puedan parecer sinónimos, no lo son. Uno alude a lo físico; el otro a lo moral. De quien aquí se habla entraba en la categoría de los cansos.
        Entré en el bar y me dirigí a la barra en busca de prensa, bebida y compañía. El camarero me advirtió con la vista de su presencia, añadiendo que ya llevaba más de dos horas de mesa en mesa, también buscando compañía en quien descargar su vida.
        A tenor de las circunstancias, me salí a fumar con el periódico en la mano. Intento meritorio pero baldío, porque antes de llegar a la tercera página lo tenía enfrente, sonriendo, mirando con cara de enternecer al lucero del alba.
        Empezó con aquello de que ya sabía que no le gustaba meterse en la vida de nadie, lo que era verdad, habida cuenta de que siempre hablaba de sí mismo, de lo que le pasaba, de lo que le habían hecho, de lo que podía haber sido… Y siguió y siguió, sin importarle si le atendía o no. Lo suyo era contar, como si el interlocutor fuera su confesor laico sin derecho a consejo ni absolución.
        Se le aguantaba como se podía, según como era cada cual y dios le daba a entender. El forzado interlocutor, amarrado a su duro banco, argumentaba lo que se le ocurría, esgrimía excusas de todo tipo con escaso éxito, imploraba ayuda visual al resto de la parroquia, que se mantenía al pairo, velas arriadas, con una pierna en posición de salida por si se cansaba del desventurado al que le había tocado la mala suerte. Un día, unos; al siguiente, otros. A quien le caía, al falto de previsión, al lento de reflejos.
        En realidad, no era mala persona, tan solo canso. Y en los cansos había y hay categorías, como en todo. Éste no era ni listo ni tonto. Algo así como mediopensador, es decir, que tampoco es que se diferenciaba mucho de la mayoría, del común. Pensador a su modo y manera, a lo que saliera, sin excesiva reflexión, un tanto a lo joderse, o sea, también como casi todo el personal.
        Su acento, su idiosincrasia, radicaba en el estilo, en la manera de contar y acompañarse con gestos y miradas. Un corte propio, inimitable, que lo convertía en canso a más no poder, depredador de voluntades, dañino.
        Dejaba huella. Soportado una vez, se le temía, se le veía desde lejos, se le presentía, y uno se escapaba si podía, lo que no siempre era el caso, y entonces…

                              Juan Manuel Campo Vidondo
      


       



martes, 22 de septiembre de 2015

Anuncios deportivos

         Pegaba un inaguantable calor de verano, de modo que, en cuanto terminé de hacer cuatro recados, me metí en el bar a tomar una recuperadora cerveza.
        En la barra, se desparramaban los periódicos habituales, o sea, dos regionales y dos deportivos. El resto de la prensa nacional no tenía cabida. Bastantes problemas había ya en la Comunidad Foral como para añadir fuego al calor reinante.
        Con absoluta desgana, más que otra cosa por no hablar con nadie, cogí uno de los deportivos. En la parte inferior derecha de la portada, debajo de un enorme titular con la foto de una vedette futbolística, un anuncio se interesaba por los problemas de erección de los lectores, destacando la eyaculación precoz.
        Ofrecía tratamientos de última tecnología y prometía un cien por cien de confidencialidad. Un número de teléfono reclamaba una llamada urgente, apoyándose en que el sexo era vida. La academia en cuestión, de sugestivo nombre inglés, se calificaba a sí misma como líder mundial en salud sexual masculina.
        El anuncio se completaba con una atractiva señora o señorita, que se cubría con recato y mirada picarona sus desnudos pechos.
        Después de ojearlo con la atención requerida, cogí el periódico y lo enseñé al vecino de barra. Éste lo miró, sonrió, levantó la vista, volvió a sonreír y me preguntó si eso era lo que me pasaba a mí. Al interesarse por la frecuencia, apuré la cerveza y, sin transición, lo enseñé al parroquiano de al lado, el cual me dijo, sin apenas mirarlo, que si estaba ante un problema de tocarle los cojones o de qué. Me resumió el asunto con que él tenía problemas de todo menos de eso.
        En vista que el cariz de la improvisada encuesta se volvía preocupante, decidí no continuar, no fuera a ser que saliera trasquilado. No sería la primera vez.
        Otro día de menos calor lo intentaré con un artículo que acabo de leer sobre el hermafroditismo de los caracoles. ¡Malo será!


                      Juan Manuel Campo Vidondo



















miércoles, 16 de septiembre de 2015

Candidato para alcalde

        Larra se pasmaba de la extraña fatalidad por la que el hombre anhela siempre lo que no tiene. Un deseo innato de amar y ser amado que no le impide que, gozado el bien que desea, ya maldice del amor y sus espinas.
        Articulaba que quien no tiene barba la quiere y, cuando le sale, maldice al barbero y la navaja. Le choca la mujer del prójimo, se esfuerza y la consigue. Desde entonces teme que el marido se entere y reclame reparación. Gana lo que gana de sueldo y, aunque le llega, quiere más porque su sacrosanta libertad no permite ser torpedeada…
        Así le pasa a un conocido mío, al que no le gusta mandar, pero le repatea las tripas que le ordenen, de modo que destripa a su jefe para que lo pongan a él en su lugar. Despotrica contra alguaciles, concejales y dependientes municipales no porque quiera hacer su trabajo, sino porque cree que él dispondría mejor como alcalde. Sin embargo, no tiene intención de presentarse a las elecciones porque estaría en boca de todos y eso indignaría su dignidad.
        Cree con sinceridad que trabajaría a satisfacción tanto festejos como cultura, pasando por medio ambiente y comunes, sin olvidar urbanismo, hacienda y el resto de las áreas municipales. Pero le da pereza. Ha de hacer tantas cosas (trabajo, familia, vermut, partida de cartas…) que no sabría qué dejar, porque en todas es necesario y reclaman su presencia. Un pequeño empujón quizás resolviera su conflicto de ansiedad. Yo se lo daría, pero no me atrevo, no vaya a ser que, después, me eche en cara los sinsabores de la Alcaldía.
        Entretanto, esparce y aventa sus ideas en la plaza, en el bar, en la tienda… donde quiera que haya alguien que tenga a bien escucharle. A lo gratis, sin contraprestaciones, porque le sale, porque es como es.
        En la plaza de toros ejerce de aficionado entendido; ante una calle con el pavimento abierto se convierte en perito de obras públicas; en los conciertos desgrana sus saberes musicales; en cualquier momento y lugar requiere a los municipales comunicando alborotos, infracciones de tráfico y anomalías sobre seguridad ciudadana… De todo habla y opina con sana crítica constructiva, sin ánimo de enojar a los responsables, sólo aportando su punto de vista por si resultara oportuno.
        En ocasiones, no muchas, se enfada porque no le hacen caso, porque los oyentes hacen como que sí, pero es que no. Estas eventuales contrariedades y decepciones por la escasa repercusión de sus atinadas observaciones le hacen su mella, hieren su amor propio y sentido ciudadano, pero se recupera pronto y sigue a lo suyo.
        Así da gusto. Gente con criterio y ganas de hacer pueblo. Con un pequeño arreón, igual en las próximas elecciones nos llevamos una sorpresa.


                     Juan Manuel Campo Vidondo     





jueves, 10 de septiembre de 2015

¿Le hago caso al médico?

        El médico me dijo que hiciera lo que me diera la gana, que ya era mayorcito. En su opinión, debería cuidarme porque el rey de bastos planeaba en silencio, esperando su oportunidad como otras veces.
        Pensé que igual tenía razón, que no siempre iba a contar con la suerte, que, quizás, convenía hacerle caso. Me vino a la cabeza aquello de Hemingway de que un hombre debe saber cuando se acerca el momento de dejar el tabaco, el alcohol, la vida, o los tres, por orden o juntos.
        En el fondo, no podía quejarme. El tiempo me había tratado con cortesía. Había sido mucho más clemente en su devastación conmigo que con la mayoría de quienes conocía, en especial de las mujeres, que, además, se lamentaban de su falta de misericordia. Un amigo me había comentado al respecto que no le daban ninguna pena, que aguantasen como él, que siempre había sido feo y mal considerado por ellas, que ninguna valía más de un billete o una noche en vela. En mi caso, he de reconocer que no me preocupaban más allá de lo razonable. Lo que me ocupaba era seguir vivo el mayor tiempo posible y, claro, en las mejores condiciones.
        Aunque sentía nostalgia de mi juventud, había descubierto que el otoño tranquilizaba, que aún mantenía dudas sobre muchas de las cosas que me rodeaban, y eso me hacía sentirme joven. Odiaba la certeza y la comparaba con un virus maligno que contagiaba de escepticismo y desesperanza. Estaba harto de las alusiones a la experiencia como madre de la ciencia y me parecían meras tapaderas de la ignorancia.
        De algún sitio de mi memoria saqué que el boletín de enganche de la Legión Extranjera se dirigía a los que la existencia había decepcionado, a los que vivían sin horizontes, y les prometía honor y provecho a cambio de convertirse en novios de la muerte.
        Aquello me convenció de lo contrario y cerré el círculo de mi confianza en la ciencia prometiéndome que haría caso al médico. Procuraría vivir en las mejores condiciones todo cuanto me diera mi carga genética, aunque sólo fuera para tocar los cojones a algún mal nacido de los que se especializaban en tocarlos a los demás y vivir a sus costas. Tajo no iba a faltar. Que esperase Hemingway.

                                   

                                Juan Manuel Campo Vidondo







jueves, 3 de septiembre de 2015

Daños colaterales de las vacaciones.

        Iba yo distraído como de costumbre, cavilando menudencias, mirando al suelo sin rumbo fijo, como otras tantas mañanas o tardes, saludando a conocidos si me daba cuenta de su presencia y los distinguía sin gafas, que las circunstancias de la edad imponen limitaciones no queridas.
        En tal situación anímica, recibí una brutal palmada sobre mi hombro y me volví para conocer al autor de tan efusivo saludo, ya que no lo interpreté como agresión pura y simple.
        Resultó ser un amigo de los de toda la vida, que acababa de venir de vacaciones. Me invitó al bar y no pude negarme. En la barra, me contó el viaje de ida, el de vuelta y la estancia entera, sin prisa, con detalle. Mi papel se limitaba a mirarlo y sonreír con movimientos afirmativos de cabeza.
        Pasaba el tiempo y nadie nos interrumpía. Las miradas furtivas al reloj y los intentos de disculpa esgrimiendo obligaciones que cumplir no funcionaban. Seguía su narración sin vacilaciones, incluso con entusiasmos momentáneos. Me hacía guiños de complicidad, alababa un monumento, criticaba una costumbre, elogiaba una comida… En conjunto, me recomendaba el viaje como al amigo que yo era.
        Pidió otra ronda a su cuenta para completar el relato, volviendo sobre lo dicho para enfatizar aspectos que consideraba interesantes o creía que no habían quedado suficientemente claros. Más de una hora después, cuando bien le pareció, argumentó que se alegraba de verme, pero tenía obligaciones y debía marcharse. Ya terminaría en otro momento.
        A esas alturas, ya me daba lo mismo que se fuera como que no. Me había acostumbrado al ambiente, al sonsonete de su voz, al acomodo de mi mano en la barbilla que el nuevo golpe que me encajó para despedirse desajustó.
        Me encaminé hacia casa con el único propósito de que se me despejara la cabeza en compañía de una querida soledad. Me sentaría en el sillón, de esos que dan vueltas sobre su eje, como mi amigo, y, si era preciso, me tomaría un paracetamol.
        No tenía intención de marcharme de vacaciones, porque ya a mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido. Pero decidí que sí me iría, aunque fuera en octubre o noviembre. Y a la vuelta, al que le tocase se iba a enterar de lo que es el poder adquisitivo. Palabra.

                            
                       Juan Manuel Campo Vidondo