Aunque a primera vista puedan
parecer sinónimos, no lo son. Uno alude a lo físico; el otro a lo moral. De
quien aquí se habla entraba en la categoría de los cansos.
Entré en el bar y me dirigí a la barra
en busca de prensa, bebida y compañía. El camarero me advirtió con la vista de
su presencia, añadiendo que ya llevaba más de dos horas de mesa en mesa,
también buscando compañía en quien descargar su vida.
A tenor de las circunstancias, me salí
a fumar con el periódico en la mano. Intento meritorio pero baldío, porque
antes de llegar a la tercera página lo tenía enfrente, sonriendo, mirando con
cara de enternecer al lucero del alba.
Empezó con aquello de que ya sabía que
no le gustaba meterse en la vida de nadie, lo que era verdad, habida cuenta de
que siempre hablaba de sí mismo, de lo que le pasaba, de lo que le habían
hecho, de lo que podía haber sido… Y siguió y siguió, sin importarle si le
atendía o no. Lo suyo era contar, como si el interlocutor fuera su confesor
laico sin derecho a consejo ni absolución.
Se le aguantaba como se podía, según
como era cada cual y dios le daba a entender. El forzado interlocutor, amarrado
a su duro banco, argumentaba lo que se le ocurría, esgrimía excusas de todo
tipo con escaso éxito, imploraba ayuda visual al resto de la parroquia, que se
mantenía al pairo, velas arriadas, con una pierna en posición de salida por si
se cansaba del desventurado al que le había tocado la mala suerte. Un día,
unos; al siguiente, otros. A quien le caía, al falto de previsión, al lento de
reflejos.
En realidad, no era mala persona, tan
solo canso. Y en los cansos había y hay categorías, como en todo. Éste no era
ni listo ni tonto. Algo así como mediopensador, es decir, que tampoco es que se
diferenciaba mucho de la mayoría, del común. Pensador a su modo y manera, a lo
que saliera, sin excesiva reflexión, un tanto a lo joderse, o sea, también como
casi todo el personal.
Su acento, su idiosincrasia, radicaba
en el estilo, en la manera de contar y acompañarse con gestos y miradas. Un
corte propio, inimitable, que lo convertía en canso a más no poder, depredador
de voluntades, dañino.
Dejaba huella. Soportado una vez, se le
temía, se le veía desde lejos, se le presentía, y uno se escapaba si podía, lo
que no siempre era el caso, y entonces…
Juan Manuel Campo
Vidondo