jueves, 15 de diciembre de 2016

Leyendo Don Quijote

        No hace mucho, en una de estas tardes tontas, decidí volver a leer Don Quijote de la Mancha en una edición prologada por Andrés Trapiello. En ese preámbulo nos avisa con una cita de Nietzsche: Por más que me maltrate la vida, jamás levantaré un falso testimonio contra ella.
        Trapiello fue estudiante de Literatura en la universidad de Valladolid en los setenta franquistas. También yo estudiaba en la misma universidad, en la misma clase, donde el entonces profesor Víctor García de la Concha tuvo a bien concederme un sobresaliente de fin de curso porque le demostré que el Quijote era yo.
        Así que, pasado el tiempo, pensé que no estaría de más ver qué pasaba con la relectura, si seguía siendo don Quijote o había cambiado. Veríamos qué me atraía, qué me chocaba y qué me disgustaba. Cuando don Quijote era yo, tenía toda la vida por delante, pensaba que podía andar cualquier camino. Casi medio siglo después, no sabía muy bien cómo me había tratado la vida y, lo que es más importante, cómo la he tratado yo a ella.
        Desde las primeras páginas, el protagonista es un personaje que no ha asimilado bien las lecturas que ha hecho, un descerebrado que no ha trabajado en su vida, que pretende hacerse famoso a fuerza de aventuras propias de héroes. Se mete donde no le llaman porque lo confunde todo, porque su contacto con la realidad es un hilo tenue, demasiado sutil, propio de paranoicos.
        Las palizas que recibe las tiene bien merecidas. Se cree con el derecho de decirle a quien le parezca lo que tiene que hacer, al estilo de los profetas y predicadores visionarios, de modo que, como lo que pretende está tan fuera de razón, se producen situaciones que mueven a la risa, que, seguramente, es lo que buscaba Cervantes. Sin humor, no hay Quijote que valga. Si lo que pretendía era ridiculizar los libros de caballería, a fe que lo consigue, ya que no puede haber caballero más tonto, más melón y más insensato.
        Por si fuera poco, el hidalgo exige respeto por definición de clase, por posición en el mundo. A su pobre escudero le recuerda que los amos son como los padres, es decir, que la camaradería y la confianza tienen unos límites que no deben ser sobrepasados. Él puede dar una ínsula porque así lo quiere, pero que no se le exija. Lo mismo rige para el salario y todo lo demás. Nada de nada, salvo lo que se quiera otorgar.
        ¿Idealismo y realismo? Don Quijote no cuenta en su haber sino con ideas mal acomodadas, lecturas mal digeridas. Su cabeza no da para cambiar de un sistema injusto a otro más justo. No busca más que la fama, que le reconozcan su valor, su esfuerzo, su individualidad. A los demás que los zurzan, que no se lo merecen. Su ideal es el de los iluminados, el que bien le parece en cada momento. Es egoísta hasta decir basta. Siempre quiere tener razón. El resto es un hatajo de tontos. Sólo a sí mismo se reconoce como justicia y ley, hasta el punto que ni siquiera reconoce la del rey. ¿A quién se le ocurre liberar a los galeotes? En el fondo y en la forma, ¿a quién se le ocurre pensar como al hidalgo manchego?
        Cuando he cerrado el libro, he concluido que no soy él, o sea, que no soy como antes, lo que en definitiva no supone sino un cambio a peor, porque en este mundo que me toca vivir ahora, en este moderno siglo XXI, lo que no faltan son motivos para desfacer entuertos, que los hay por todas partes, y bien gordos.



                             Juan Manuel Campo Vidondo    







jueves, 1 de diciembre de 2016

Agua

        Cada dos por tres aparece en los medios de comunicación enjundiosos artículos a favor y en contra del Canal de Navarra.
        Por un lado, se defiende que el agua es vida, que es riqueza biológica y económica, que el binomio Itoiz-Canal da solución a las necesidades de agua de Navarra, de manera especial a la Ribera, que favorece el equilibrio territorial, propicia el impulso industrial y garantiza la producción agrícola, que es, en definitiva, un bien estratégico.
        Por otro lado, se argumenta que se ha hecho de forma ilegal e injusta, sin información ni participación pública, manipulando las leyes, sin planificación democrática ni estudios de viabilidad económica, medioambiental y social, despilfarrando dinero público para beneficio privado. Se ha dicho que es la mayor barbaridad cometida en nuestro territorio contra el medio ambiente y las personas, que es una falta de decencia decir que sin el agua la Ribera sufrirá una catástrofe.
        Por los pagos por donde me muevo, que son Peralta y sus alrededores, lo que oigo es que las lavadoras, lavavajillas, calentadores, y todo lo que utilice agua de red, tienen cal hasta en los intestinos, igual que las personas humanas. Oigo que nos cuesta una pasta gansa cambiarlos de tanto en tanto, porque se obturan y no funcionan. Lo mismo le pasa a las cisternas del retrete y se dice que, a este paso, no vamos a poder desaguar ni la mierda de nuestros fatigados sistemas digestivos. También se oye que se va a pedir al Centro de Salud que haga una estadística de las enfermedades gastrointestinales y las compare con otras zonas de esta desvertebrada Navarra.
        A mí se me ocurre que, si viene el agua a peso, no nos hará falta impulsarla con electricidad y podremos ahorrar algo, que tal y como van los tiempos no es para tomárselo a risa. Eso si al ministro o consejero correspondiente no se le ocurre ponerle algún impuesto especial, como el que el ministro Soria le colocó al Sol. Todo se andará.



                              Juan Manuel Campo Vidondo





lunes, 7 de noviembre de 2016

Difama, que algo queda

Estoy medianamente harto del discurso político de la derecha. Parece que se han cansado de que los acusen, semana tras semana, de corrupción y ahora pasan al ataque. Y eso que son incansables, porque no dejan de sorprendernos con nuevos casos, si a estas alturas eso es posible.

        Ahora se han empeñado en demostrar que aquí somos todos iguales, que el que no la hace igual es porque no puede, no tiene oportunidad o no es lo bastante listo. Así que en cuanto surge un nuevo Bárcenas, o Gurtel, o Taula, o Acuamed, o Adif, o Correa, o Pujol, o Barberá, o González, o Castedo, o Fabra, o las decenas de otros que me dejo porque mi memoria tiene un límite y no sé ni calcular los millones que suman entre todos, aparece el portavoz de turno para lanzar que si el asistente de Echenique, la investigación de Errejón, los trabajos de Monedero, la trama venezolana, la irregular financiación electoral de IU o el piso de Espinar.

        Da igual que sea verdad o mentira, que suponga veinte euros o veinte millones, que se suspendan las causas o que no. Lo que importa es contrarrestar, igualar, o difamar, que algo queda. Saben que el paisanaje no se va a parar a reflexionar, que está encantado con que todos los políticos sean iguales. Así, se desinteresan de la política y la dejan para el que sabe, o sea, para ellos, para los de siempre, para las profesionales, los expertos en mandar y que se obedezca.

        ¿Qué es eso de advenedizos? Nada de tocar pelo. Cada uno a lo suyo. ¿Maestros en política? ¿Desde cuándo? ¡Habrase visto! Los maestros, a la escuela. ¿Hasta dónde vamos a llegar?


                      Juan Manuel Campo Vidondo






miércoles, 19 de octubre de 2016

Por la libertad se vive en los pueblos

        El bar tenía, y tiene, dos puertas de entrada y salida para los parroquianos. Una da a una calle normal, o sea, de las que la calzada es para el tráfico rodado y la acera para los peatones, con aparcamiento a los dos lados, de modo que la circulación se realiza en un sentido porque no hay sitio para dos. De una esquina hasta la otra, coches y camionetas se pegan a los bordillos y no dejan espacios libres. Aparca el que tiene suerte.
        La otra puerta da a una calle cerrada que termina en una pared de ladrillo que la limita y separa de una huerta enorme que las normas urbanísticas permiten en mitad del pueblo. También de continuo se llena de vehículos aparcados.
        Así pues, los parroquianos ven limitadas sus opciones de aparcamiento, pero lo que se quiere es estacionar cerca, porque no se tiene todo el tiempo del mundo, y para tomarse un vino o echar una partida al mus no se necesita todo el día, de manera que el centro de la calle se usa igualmente como espacio de aparcamiento.
        Es meridiano que haciéndolo así los que ya estaban aparcados no pueden salir en caso de que quieran porque simplemente no tienen por donde salir. Esto que en una ciudad supondría sus problemas, en este caso se soluciona con relaciones de buena vecindad, de ésas que dicen que por la libertad se vive en los pueblos. Así, cualquier día de cualquier mes del año, sin necesidad de fiestas ni acontecimientos especiales, sino tan solo contando con las buenas costumbres de los parroquianos, fieles a sí mismos y a sus rutinas, un forano puede asistir a diálogos de este tipo, dichos en el tono de voz adecuado para que se entere el interesado y el resto de la concurrencia:
-      ¡A ver si me quitas el coche, que me voy a ir ya!
-      ¿No puedes esperar, o qué? ¿No ves que estoy envidando?
-      ¿De quién es esa furgoneta blanca que se va a caer de vieja?
-      ¡O sacas tu tastarro de donde está o te lo paso por encima!
        Que se sea municipal en ejercicio, panadero jubilado o en trance, obrero en activo, lavandero, camionero o funcionario, carnicero o pintor, da lo mismo. No se reconocen clases, ni estatus ni jerarquías. Tampoco se conocen las riñas serias por este lado. Sólo de vez en cuando alguna palabra un poco salida de tono. Poca cosa. Pelillos a la mar. El impuesto de circulación implica el derecho de aparcamiento, ¿o no? Y el derecho de ciudadanía implica la libre expresión, ¿o no?

    
                         Juan Manuel Campo Vidondo 







lunes, 12 de septiembre de 2016

El crucigrama

        Todos los días me lo encontraba hecho, completamente terminado, sin rectificaciones ni errores, ni siquiera un mínimo cambio de masculino a femenino. El crucigrama del periódico aparecía resuelto un día sí y otro también, de manera que me quedaba a dos velas, a buscar otro pasatiempo.
        El autor de semejante desaguisado era un parroquiano sin connotaciones especiales, sin aspecto de dominar el vocabulario que se precisa, pero es sabido que las apariencias engañan y que de donde menos se espera puede saltar la liebre, pero no dejaba de mosquearme semejante demostración de sinonimia.
        De siempre he tenido tendencia a confiar en la gente y en su buena fe, sin embargo aquello era demasiado. Todos los días sumaban muchos días, más de la cuenta, se saltaba las medias estadísticas entre los humanos.
        Escamado, pues, decidí quitarle las soluciones, a ver qué pasaba, a ver si era verdad, a ver si estaba equivocado. No alimentaba mala sangre, tan solo se trataba de una comprobación íntima, únicamente para mí. Sin que nadie me viera, recorté el cuadradito al final de la hoja aprovechando que no había nadie en el bar a esa hora de la mañana. Después de tomarme el café, me marché y dejé que pasaran las horas no sin cierta impaciencia.
        Volví por la noche, poco antes de que cerraran, cogí el periódico ya suficientemente manoseado y lo abrí por la página de pasatiempos. ¡Había casillas en blanco! No me alegré ni tampoco me desilusioné. La verdad era que aquello exigía una segunda ratificación. Nuestro parroquiano podía haber tenido un mal día en el trabajo, dolerle la cabeza, andar despistado por asuntos amorosos, o vaya usted a saber, de modo que se merecía la famosa presunción de inocencia. Además, no había indagado en averiguación del ladrón del solucionarlo, lo que parecía hablar en su favor.
        En consecuencia, dejé pasar unos cuantos días, en los que el crucigrama volvió a aparecer impecablemente resuelto, intachable, inmaculado, y repetí la operación de recorte. Al volver a la noche, he de reconocer que sentía un poco de nerviosismo mientras buscaba la página, que se presentó ante mis ojos clara como la luz del sol.
        ¿Lo había solucionado? ¿Usted qué cree, querido lector?


                              Juan Manuel Campo Vidondo










martes, 23 de agosto de 2016

El jeroglífico

        Me estaba volviendo tarumba. Todo el día dándole vueltas desde el punto de la mañana. No había manera de descifrarlo. Dos miserables letras minúsculas se dibujaban como la clave para desentrañar qué le había pasado a Pedro por no irse de viaje.
        Al mediodía volví al bar e interrogué con la mirada al camarero como para ver si lo había resuelto o al menos me proporcionaba una pista, un indicio, un mínimo resquicio por donde meterle mano. Me la devolvió con más pena que otra cosa, así que, sin palabras, deduje que estábamos como al principio, es decir, anclados, o más bien varados y encallados.
        A la hora de tomar el café seguía en las mismas, sin el más mínimo avance. Durante la siesta se me habían aparecido en duermevela el código Da Vinci, la piedra Rosetta de Champolión, una inscripción escrita en ibero, una asamblea de logia masónica, las tablas de la Ley recién bajadas del monte Sinaí, una película con un niño autista que había entrado sin problemas en el sistema informático ultra secreto del Pentágono, el libro del Pérez Reverte que trataba sobre el meridiano de los jesuitas, el misterio de la Santísima Trinidad y el de los aprobados en septiembre de la ESO, el día que tuve el primer ligue… y otras imágenes que no me acordaba, pero ninguna me había dado luz, ni de candil, ni de gas, ni de nada. A oscuras del todo.
        Derrotado y humillado, abandoné la búsqueda con esa sensación que da la vergüenza propia, el orgullo herido, la ruptura de la autoestima, el complejo de Edipo y toda la teoría freudiana. Así eran el mundo y la vida: unas veces se ganaba y otras se aprendía, o no. Me resigne, pues, que es el sentimiento más común entre los tontos y ciertos creyentes.
        En ésas, apareció un parroquiano que cogió el periódico, encaró el jeroglífico y lo resolvió en un santiamén. Visto y no visto. La solución aparecía clara, evidente, tan sencilla y obvia que aún me sentí más disminuido. Encima me preguntó si creía que estaba bien. No sabía bien si envidiarlo, odiarlo o machacarlo, pero, no sé de dónde me salió, le invité al café que se acababa de tomar, lo que me agradeció con cierta sorpresa. Me preguntó si se debía a algo especial y le contesté algo muy vago e incoherente sobre el talento y los genes que el camarero entendió a la primera. ¡Cruz!



                          Juan Manuel Campo Vidondo










lunes, 8 de agosto de 2016

Por no comprar el periódico

        Nada tiene un servidor contra el uso del periódico en el bar como elemento de información, distracción y entretenimiento. Al contrario, habida cuenta que entra dentro de mis costumbres el tenerlo como un derecho aparejado al pago de tomar un vino a mi salud. Hasta ahí, pues, nada que objetar, pero la extralimitación de tal derecho, es decir, su abuso es algo que me puede, que me enerva.
        Es lo que pasa con esos individuos que lo cogen de la barra como si fuera suyo, como si lo hubieran comprado, se lo llevan a su territorio y se ponen a darle vueltas y más vueltas. Leen los titulares y el resto de las noticias, se detienen en las fotos, llegan hasta la página de la programación de la televisión y se dedican a ver, cadena por cadena, señalando con el dedo, lo que echan por la noche.
        En ocasiones, no contentos con eso y con haber sobrepasado con amplitud los veinte minutos que obligan por cortesía a leer el periódico en voz alta, les da por volver a mojarse el dedo con la lengua y pasar las hojas hacia atrás, imagino que para leer lo que antes no han leído con suficiente detenimiento.
        Todo eso y más se soporta  con estoicismo y hasta con cierta actitud de benevolencia, porque el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Pero es moneda corriente que el uso lleva al abuso, con lo que el umbral de elasticidad se acerca peligrosamente al de ruptura y finalmente pasa lo que tiene que pasar, o sea, que se rompe.
        Esto es lo que ocurrió el otro día, cuando, después de tomarme dos vinos esperando mi turno, el usuario, que llevaba su media hora cumplida, sacó un bolígrafo de su bolsillo y se puso a hacer el crucigrama. Mis manos se crisparon sobre el vaso, que no estalló de auténtica casualidad. Recordé los ejercicios espirituales de mi juventud, al tiempo que me daba ánimos para la paciencia y el supremo control.
        En ésas estaba, cuando con toda la familiaridad del mundo se me dirigió y me preguntó:

-      ¿Historiador griego que termina en doto?

        Sobreponiéndome, sugerí:
-      ¿Herodoto?
-      No puede ser. Le faltan letras – advirtió con una sonrisa.
-      Es que lleva hache al principio – contesté.
-      ¡Ah! Ahora sí.

        Sin darme las gracias, volvió a sentarse con el periódico y reanudó sus tareas. Dudé en tomarme un tercer vino, pero lo deseché por aquello de que el alcohol alimenta la agresividad, y me marché con el firme propósito de comprar todos los días el periódico. El sistema nervioso tiene un precio, me dije. Por poco más de un euro podía resolver el problema.


                      Juan Manuel Campo Vidondo
       
       





viernes, 29 de julio de 2016

No estamos solos

        El Gran Wyoming ha escrito un libro en el que dice que no estamos solos en la lucha contra los que fabrican desigualdades y falsean la democracia, si bien nos previene que no es fácil porque el listón delictivo está muy alto, es decir, que hay mucho tajo, mucha tela que cortar.
        Parte de una idea ya conocida, cual es la doctrina del shock, que viene a significar que sembrando miedo entre la población se crea, se interioriza una indefensión que permite actuar al neoliberalismo con impunidad para privatizar, arrasar conquistas sociales y todo lo que se ponga por delante del mero individualismo. En resumen, que creando miedo se crea inhibición, desesperanza y, en consecuencia, inmunidad.
        Contra este estado, propone la doctrina del choco, que vendría a consistir en crear ilusión, alegría, cuestionar el poder, ponerlo patas arriba, reírse de él, en suma empoderar a la gente. De modo que, si la sociedad genera violencia o sumisión, de lo que se trata es de generar ludismo y creatividad.
        Pasa a hacer historia, recalcando que la Transición despolitizó a la sociedad, que se hizo de arriba hacia abajo con la amenaza y el miedo sobre la mesa. Ahora, lo que nos toca sería hacer autocrítica como sociedad, porque, simple y llanamente, nos hemos dejado engañar, y llegar a la conclusión de que, si no hacemos política, la harán en nuestro nombre.
        Según él, este sistema que fomenta la desigualdad lo que trata es de demostrar que todas las ilusiones de la izquierda no tenían sentido y que ha llegado el tiempo del sentido común, del que ha regido el mundo desde que es mundo. Se acabó el tiempo de los advenedizos y los intrusos. Los señores del dinero han vuelto a recuperar el terreno perdido.
        Ante esta situación, se plantea la eterna pregunta de ¿qué hacer?, y no responde con genialidades, sino con actitudes elementales, de andar por casa, al alcance de cualquiera: reivindicar el sí se puede, la idea de que el miedo ha de cambiar de bando, el uso del nosotros como forma de pensar y entender el mundo en sustitución del yo.
        Invita a reflexionar sobre la idea de que el miedo ha sido la gran arma del poder desde siempre, de manera que la primera condición para ser libres es perder el miedo. Plantearse de continuo ¿qué hacemos?, ¿qué estamos haciendo?, politizar el espacio público que deliberadamente se ha despolitizado, asumir la convicción de que la vida política se da en cada ámbito de decisión, de toma de palabra.
        Insiste una y otra vez en que la gente tenemos que espabilar y exigir calidad de vida, calidad de igualdad, calidad de sociedad del bienestar, calidad de dignidad, que no podemos dormir mientras nuestras camas están ardiendo, que pedir más libertad, más posibilidades, mejor reparto de la riqueza no son ideas del pasado ni utopías de psicópatas.
        La lectura del libro me dejó un eco de soledad y sentí que necesitamos nuestros poetas, nuestros artistas, nuestros filósofos. ¿Dónde están?


                                 Juan Manuel Campo Vidondo
                       



jueves, 14 de julio de 2016

Prometo mi voto

        Lo prometo y me comprometo. Por la memoria de mi santa madre, que en paz descanse.
        La proposición es sencilla: al partido o agrupación que se comprometa a poner una oficina en la que se me atienda personalmente las reclamaciones del gas, electricidad y teléfono, al estilo de las organizaciones de consumidores y usuarios, pero en plan político, le prometo mi voto, si no puede ser en estas elecciones en las siguientes.
        Esto viene a cuento de que el otro día me contó un amigo que de buenas a primeras le llegó una factura de gas de casi setecientos euros y que por poco palma del sofocón que le dio. En cuanto se recuperó, cogió el teléfono, llamó a la compañía en cuestión y una máquina que hablaba empezó a envolverlo con instrucciones: que si era o no cliente, que para qué llamaba, que tocase un numerito u otro según lo que quería… De tanto tocar botoncitos, se equivocó y la conexión se interrumpió.
        Tras desahogarse con unos cuantos improperios que alarmaron a la vecina del tercero, volvió a intentarlo tomando aire, inspirando y expirando con lentitud y profundidad al tiempo que daba órdenes mentales a su sistema nervioso para que se comportara a la altura de las circunstancias, que setecientos euros eran muchos euros.
        La máquina habladora se comportó como en la llamada anterior, sin inmutarse, dando las mismas instrucciones, respetando los tiempos. Cuando no hablaba, ponía una musiquilla que se suponía relajante. La cosa iba bien y ya casi había llegado al punto en que se iba a poner al teléfono un operario de verdad, de los de carne y hueso, pero en ese momento sonó el timbre del portero automático, se sobresaltó y debió toquitear la tecla que no era, habida cuenta que la conversación se reinició desde el principio.
         Dispuesto a no desanimarse así como así, sacó el paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo, aspirando y expirando a voluntad y satisfacción, viendo cómo las volutas de humo se movían por el aire. Dudó en acompañarlo con un Campari, pero el reloj le dijo que era temprano, demasiado temprano, y, además, aún tenía que coger el coche para ir a trabajar, de modo que no era plan.
        Terminado el cigarrillo, volvió a teclear el móvil por tercera vez con decisión y apostura, animándose con frases del tipo aquí estoy porque he venido, me llamo tal a mucha honra, peor lo pasé en el oral de las oposiciones y otras similares, si bien no pudo evitar un cosquilleo general por todo el cuerpo cuando pulsó el último botón. Sin embargo, ya se sabe que a la tercera va la vencida, la cosa fue bien, llegó sin problemas hasta el empleado personalizado, que lo atendió con amabilidad y, tras pedirle una buena batería de datos, le prometió que le comunicarían la resolución con prontitud.
        No obstante, de eso ya había pasado casi un mes y aún no había recibido nada de nada, ni que sí ni que no, ni a favor ni en contra, de forma y manera que anda llamando cada dos por tres a su sucursal bancaria para ver si le han cobrado. Un sinvivir.
        Me hago cargo de la desazón de mi amigo y no quiero que me pase a mí, que uno ya va cumpliendo años, está trasplantado de hígado, y expuesto a todo tipo de achaques propios de la edad, como para añadir sustos innecesarios que aumenten las tensiones coronarias, del páncreas, o del aparato urinario, que para el caso tanto da.
        Ya sé que los partidos hacen bien en preocuparse de la deuda pública, de los gastos necesarios y recortables, de la presión fiscal, de las pensiones y de mil cosas más, pero les agradecería que tuvieran en cuenta esas pequeñas cosas que nos pasan a los ciudadanos normales, que no pasarán a los libros de historia, pero que nos dan sustos de muerte y songratos evitables.
        No se me escapa que esto de los pactos está duro y crudo, pero digo yo que en este asunto, así a bote pronto, no sería difícil llegar a un acuerdo. ¿O sí?
        Reitero que mi voto lo tienen garantizado y, por descontado hablaré con mis amigos en el mismo sentido.
        Salud.
    

                              Juan Manuel Campo Vidondo
       

                        

lunes, 20 de junio de 2016

Diccionario Sampedro

        José Luis Sampedro es uno de esos hombres que cuando escriben parece que dicen ideas tan sencillas y evidentes que nos resultan hasta demasiado obvias, como que ya las sabíamos, que no hacía falta que nos las repitieran.
        Es uno de esos que defienden que las áreas de la ciencia son múltiples, pero el conocimiento es uno. Es de los que piensan que la vida es un conjunto unitario en el que se mezclan y confunden la economía y la música, la muerte y la vida, el arte y la barbarie, el miedo y la felicidad. Unifica sin aparentes problemas la libertad con los límites y la palabra con las fronteras, el compromiso con la utopía y el dinero con la democracia.
        Cuando yo estudiaba el Bachillerato, nos dividían en Ciencias y Letras. Los de Ciencias eran más listos y los de Letras, descontando a los que iban para abogados, nos conformábamos con apechugar lo que se podía en el escalón inferior. Sin embargo, para Sampedro arte y ciencia vienen a ser lo mismo. Para él nada es ajeno a la vida y nuestra misión en ella es simplemente vivir, vivir como unidad diferenciada y, al mismo tiempo, globalizada.
        Sampedro se me presenta como uno de los autores que hay que leer. Haciéndolo, nos encontramos con perlas como que uno está siempre comprometido; si se compromete porque se compromete y si no porque no se compromete. Ante una cuestión determinada o te mojas o no te mojas. O estás en la lista o estás entre los que no quieren estar en la lista.
        O que cuando reflexionemos sobre nuestro siglo XX no nos parecerá lo más grave las fechorías de los malvados, sino el escandaloso silencio de las buenas personas.
        O que el tiempo no es oro, el tiempo es vida. Y reducir el tiempo a dinero es reducir la vida a dinero. Vivimos en una sociedad que da valor a lo que tiene precio en el mercado y no valora lo que no lo tiene: es confundir una economía de mercado con una sociedad de mercado.
        Nos obliga a pensar que cuando se habla de libertad siempre hay que preguntarse: ¿libertad para quién? La libertad no es lo mismo para unos que para otros. Para el poderoso es hacer lo que le dé la gana con los demás. Para el pobre, que le dejen vivir su propia vida sin reventar a nadie.
        Nos plantea que la libertad es como la cometa: vuela porque está atada. Y ese sentido del límite es uno de los valores que ha perdido esta sociedad. En la educación el no es fundamental. El fuerte quiere libertad para hacer lo que le parezca, mientras el débil quiere normas protectoras. La inmensa mayoría de las relaciones son relaciones de poder. El mercado no es la libertad: no hay sino ir al mercado sin un céntimo y comprobar dónde está la libertad de elección.
        Nos habla de que lo que más domina a la gente es el miedo y se trata de que cambie de bando, que lo tengan ellos. El sistema se ha vuelto ingobernable, pero la gente se aferra a él porque teme el cambio.
        A los que ya vamos cumpliendo años nos llama a no preocuparnos por la muerte, porque cuando estamos ella no está, y cuando ella está nosotros ya no estamos. Defiende que una vejez digna es una vejez que no mendiga, que se mantiene en su sitio, que se recluye en su soledad sin resquemores ni resentimientos. Sabe que la tragedia de la edad avanzada es que hablar de los amigos es como repasar una agenda de muertos. Por eso nos anima a vivir. Nuestra misión es vivir y nada más, vivir con imaginación y placer, que es a lo que más miedo tiene el dogma.
        Cada una de esas ideas es sugerente en sí misma, pero Sampedro se enfadaría si las copiáramos sin más. Nuestra misión es agitarlas, batirlas, mezclarlas y tomarlas a nuestra medida y para nuestra salud. Por mi parte, pienso hacer la prueba. Usted, querido lector, haga lo que bien le parezca, que para eso es su vida.


                              Juan Manuel Campo Vidondo




                    

lunes, 6 de junio de 2016

Licenciados en ciencias de bar

        No se exigen requisitos especiales para conseguir la licenciatura, incluso el doctorado, en esta materia de conocimiento, salvo, claro está, demostrar una cierta asiduidad y ser cumplidor con lo que se tome. Tampoco se precisa matrícula, ni libros de texto, ni fotocopias, ni los materiales complementarios habituales en otras áreas.
        Voluntad, ganas de participar y espíritu público. Con esas tres actitudes se puede pontificar de todo cuanto se oiga, se publique o se le ocurra a uno mismo: política local, regional y nacional, deportes, obras públicas, educación, sanidad, toros, medio ambiente… Nada queda fuera del ámbito opinable, aunque disertar sobre las capacidades y competencias de los pilotos espaciales y conductores de submarinos es terreno altamente especializado y no se atreve cualquiera. En estos días, se lleva mucho el asunto de elecciones y el de  corrupciones diversas, adornados con adjetivos descalificativos de amplia gama.
        La competencia se va adquiriendo con los años, se decanta como el posillo del café, se agudiza con el vino y la cerveza y brilla con luz propia con el gin tonic y los cubatas.
        Se requiere mayoría de edad, y también conviene un cierto dominio de las cuatro reglas, algo de geografía y gramática, mucho decir perdona cuando se interrumpe al otro, y alguna que otra invitación en la barra caso de disputa enconada. Poco más. A ser posible, manejo de Internet con móvil, para aclarar etimologías de palabras, distancias entre ciudades, medidas de lo que sea y, en definitiva, cualquier concepto que surja y no quede suficientemente claro para todos los intervinientes. Pese a todo, no es imprescindible.
        El número de ponentes y componentes de cada foro es variable, pero no se recomienda que pase de cinco o seis porque los discursos se interfieren y terminan resultando poco claros y hasta confusos. Esto, sin embargo, no invalida que cualquiera de los presentes se incorpore al mismo, habida cuenta que el bar es de todos y confiere derechos de uso.
        No obstante, debe señalarse que el advenedizo ocasional puede tener suerte o no, es decir, ser admitido como uno más o ser tratado despectivamente, lo que lleva casi inevitablemente a conclusiones no deseadas.
        En ocasiones, la rigurosidad en los planteamientos deja que desear e intenta compensarse con firmeza, apostura y argumentos de autoridad. Lamentablemente, aunque no habitual, pueden saltar a la palestra advocaciones ad hominem, siempre desagradables en sí mismas y por cuanto conllevan de malas caras y despistar el asunto central del debate.
        Hay que señalar que se aprende más si las ponencias tienen lugar en día de fiesta y con preferencia de las tardes a las mañanas. La experiencia demuestra que en tales circunstancias las ideas aparecen con mayor fluidez y consistencia.
        El tono, timbre y dicción de los protagonistas tiene su importancia en el desarrollo de los temas. Así, por ejemplo, la voz débil y aflautada suele convencer menos que las graves y sonoras.
        Con lo dicho, y con decir aquí estoy porque he venido, a triunfar. No hay más que verlo. Pásese por el que tenga más a mano y lo comprobará por sí mismo. No tenga miedo a que le suspendan. La cátedra acostumbra a ser generosa, por lo menos al principio. Caso de ser tímido, ejerza de oyente. Tiempo no le faltará para ejercitar con derecho. Como he leído por algún lado, es la vida misma con la que se encontrará, sin ensayos, a pelo. De hecho, las variantes son pocas y más de forma que de fondo.
        ¡Ánimo y suerte!
                        

                      Juan Manuel Campo Vidondo       



                     

domingo, 15 de mayo de 2016

En el bar

        Voltaire decía que el asunto de la historia es la vida misma, las costumbres y el espíritu de las naciones y los pueblos.
        ¿Puede dudarse que en los bares se desenvuelve y vive la historia? Los decretos, las leyes, la micro economía , el sentimiento de la vida, las esperanzas y los miedos, aparecen en los vasos de vino, en las partidas de cartas, en los comentarios a la televisión, en las conversaciones en voz alta, a grito pelado, y en las confidenciales susurradas al oído.
        En el bar la filosofía se hace carne, se humaniza; la política social queda interpretada al nivel de cada parroquiano; los efectos de la gran economía se notan en las consumiciones; los números de las estadísticas respiran.
        Es el espacio donde suelen escasear las ideas, donde dominan las creencias y las lealtades, lo mismo a un equipo de fútbol que a un partido político, donde lo sentimental se impone a lo racional.
        La vida, influenciada y perturbada por la política, fluye por debajo de ésta con relativa autonomía y se constituye en la sustancia verdadera de la historia, la que se vive, la que uno se puede permitir.
        El bar, contra su propia definición, casi siempre pertenece a la esfera privada. Lo que en él se hace y se dice no sirve para las leyes exteriores. Es la casa sin hijos, sin mujer, sin suegra. Las formas sociales se esparcen, los clientes se ven y los ven como personas definidas por sus proyectos y sus limitaciones, conformadas entre su condición y su situación, entre su ser y su estar, entre lo que uno es y cómo le va.
        Los días cotidianos, monótonos y singulares, llegan a ser intensos y atractivos con la fácil comunicación que propone el ambiente. La conversación se vuelve espontánea y amena, los protagonistas encuentran marco y público. A veces, aletea la alegría de vivir, algo parecido a la felicidad. Otras veces se parecen demasiado a la antesala de la muerte. Siempre se asemejan a nosotros mismos.


                               Juan Manuel Campo Vidondo

lunes, 9 de mayo de 2016

Mano de santo

        ¿A quién voy a contar nada que no sepa ya sobre las insistentes llamadas telefónicas que nos invaden a todas horas y nos ofrecen agua, luz, gas, calzoncillos y lo que se tercie? Aburridos que estamos.
        Pues bien, ayer mismo, recién despertado de la siesta y a punto de tomar el café, sonó el teléfono fijo. Dejé que timbrara las cuatro veces que suelen ser costumbre antes de que llamen al siguiente, pero seguía sonando, de modo que cuando llegó a la decena pensé que igual me estaba equivocando, que podía ser un familiar, un amigo, una ex novia, o qué sé yo, y descolgué.
        Una voz femenina, cálida y sensual, pronunció mi nombre en interrogante con una cadencia seductora, a lo que respondí aún trascordado que sí, que era yo mismo. A renglón seguido, se puso a informarme que se trataba de una bodega de vinos, cavas y espirituosos, que me los ofrecía a precio casi como de favor, por quitárselos de encima, porque eran para mí.
        Yo me dejaba arrastrar por aquella melodía que me sugería placeres insospechados y a mi alcance, hasta que me di cuenta que iba por el mismo camino que los del gas, y le solté que se lo agradecía de verdad, que no dudaba de la calidad, que hasta me gustaría conocerla y tomarnos unas copitas juntos a nuestra mutua salud, pero que por desgracia estaba trasplantado de hígado y aquello no era para mí, que ya me gustaría pero que no, que la médico me iba a poner muy mala cara.
        Lo entendió, creo, y se despidió con delicadeza. Una lástima, pensé.
                          

                              Juan Manuel Campo Vidondo

jueves, 28 de abril de 2016

Utopía

        Cansado, aburrido, y algo más que hastiado, de ver, oír y leer lo que pasaba en este mundo que me rodeaba, cayó en mis manos como por casualidad aquel librito que se titulaba Utopía, obra que ya había leído en su momento, pero que, como tantas otras, ya no recordaba.
        Me sonaba a un país en el que los hombres vivían felices y, apoyado en esa manía que tenemos los humanos de irnos a otro sitio cuando no nos gusta el que estamos, me puse a leerlo a ver si me enseñaba alguna vereda que mejorara el pesimismo social en el que me desenvolvía, o, al menos, me consolara por unos días, reconfortado con ideas de redención social.
        La cosa pintaba bien porque en aquella isla los nativos se llevaban bien, se sentían contentos, no apetecían más que lo necesario, sólo hacían guerras justas, confiaban en el vecino, buscaban la vida placentera sin perjuicio del prójimo, trabajaban seis horas al día, disfrutaban con la belleza, la salud y las satisfacciones de los sentidos, despreciaban la vanidad, las riquezas y la nobleza heredada… Lo que más me gustó es que tenían pocas leyes y, además, sencillas, para que todo el mundo las entendiera.
        Lo malo fue cuando llegó a las conclusiones. Venía a decir que todo se lo había inventado y que lo que el autor veía por todas partes era la conspiración de los ricos, que hacían sus negocios so pretexto y en nombre de la república. Que imaginaban e inventaban todos los artificios posibles para retener los bienes adquiridos y conseguir al menor precio posible las obras y trabajos de los pobres. Que todas las maquinaciones las promulgaban como ley los ricos en nombre de la sociedad y, por lo tanto, también en el de los pobres.
        Terminaba con que la soberbia no medía su prosperidad por el bienestar personal, sino por la desgracia ajena. Que no podía convertirse en diosa si no quedaran miserables a quienes dominar e insultar, cuya miseria realzara su felicidad.
        Descorazonado, recordé que Tomás Moro había escrito el librito hacía medio milenio y que, mala suerte, había terminado sus días decapitado por no dar su brazo a torcer ante el rey. En conjunto, lo que escribió se parecía mucho a los discursos del actual gobierno de la nación, así que la cosa no tenía pinta de haber cambiado demasiado en quinientos años.
        Me vino a la memoria que Sabina cantaba que ya no quedaban islas para naufragar, que en todos los sitios cocían habas, y concluí que no quedaba más remedio que enfrentarse con lo de aquí, que menos viajes.



                                Juan Manuel Campo Vidondo   





domingo, 3 de abril de 2016

A propósito del 1 de abril

        En las guerras civiles se dice que pierden todos. Será verdad, pero también es verdad que unos pierden más que otros, lo que viene a ser algo parecido a que unos ganan y otros pierden, que es lo que suele pasar en las guerras.
        El franquismo al menos tenía bien claro esto último, y ya desde el primer día, desde el 1 de abril de 1939, firmaba los papeles oficiales con Año de la Victoria, luego sustituido por I Año Triunfal, II Año Triunfal, III Año Triunfal…
        En esta crisis que nos toca vivir, también nos machacan con el sonsonete de que todos perdemos, pero los que perdemos sabemos bien que no es así y que a la vista está que unos ganan y otros pierden. Los que ganan también saben que ganan, pero se lo callan porque les trae cuenta.
        Para consolarse, algunos piensan que la muerte iguala, lo que tampoco es verdad del todo, tal y como nos hace ver lo que le soltaba un limpiabotas a un rentista del Madrid de la posguerra mientras les lustraba los zapatos:

-      ¡Ay, don José, lo que le tiene que joder morirse a usted con el dinero que tiene!

        Volviendo a nuestro siglo, el pasado 1 de abril aparecía en ese periódico que la diferencia entre sueldos altos y bajos alcanzaba su máximo en Navarra en lo que va de crisis, consecuencia en buena medida de la precarización continua del mercado de trabajo. Concluía que los salarios más altos se habían incrementado un 7%, mientras que los más bajos habían disminuido un 10%. Además, añadía que el paro de larga duración había aumentado.
        Para que no se quedara huérfana, habida cuenta que las desgracias nunca vienen solas, otra noticia del mismo día nos hacía saber que el déficit público también había crecido. El ministro Montoro le echaba la culpa a las autonomías, a la Seguridad Social, y al gasto en las medicinas para la hepatitis. Afirmaciones que nos recuerdan que las mentiras no dejan de ganar y que, como en las guerras, la primera víctima es la verdad. Ya decía von Klausewitz que la guerra era el arte de hacer la política por otros medios; al revés, aunque no lo escribió, no deja de ser menos cierto.
        Visto lo visto, quizás el parte de guerra de este 1 de abril próximo pasado debería haber rezado:
        En el día de hoy, desnortadas, desmoralizadas y humilladas, las fuerzas de los trabajadores se baten en franca retirada.
        Se espera escasa resistencia el 1 de mayo.





                               Juan Manuel Campo Vidondo





jueves, 10 de marzo de 2016

La verdad de nuestro siglo

        Es de dominio común que cada siglo tiene sus verdades, como cada hombre tiene su cara. Dicho esto, ¿cuál es la verdad de lo que llevamos de este siglo XXI? ¿Y de lo que queda? ¿Qué ideas y sentimientos dominantes tenemos de nosotros mismos? ¿En qué creemos? ¿Qué esperamos? ¿Con qué cara nos vemos? ¿Cómo nos juzgamos?
        A modo de ejemplo, el XX empezó con revoluciones obreras y campesinas y terminó con esclavitudes solapadas. Comenzó con esperanzas de redención y acabó con sálvese quien pueda y como pueda. Se estrenó con solidaridad de clase y se resolvió con individualismo despiadado.  
        No se puede vivir sin esperanzas, sin ilusiones, pero ¿qué filosofía nos guía? Ya sé que primero es vivir y después filosofar, pero también sé que en el vivir entra cómo vivir.
        ¿Cómo llamarán los futuros historiadores este siglo que vivimos? El XVI fue el Renacimiento, la ampliación del mundo; el XVII, el Barroco, el absolutismo; el XVIII, la Ilustración, el Despotismo; el XIX, el asalto burgués; el XX, la esperanza truncada.
        ¿Cómo queremos que sea llamado este siglo? De momento, mal camino llevamos. Yo no veo más que engaños, mentiras y corrupción, desigualdades crecientes, atropellos a todo lo que se mueve desde abajo, ataques a las libertades y a los derechos fundamentales. Los alimentos, el agua y la ropa, la casa y la energía, las medicinas, el trabajo… son cada vez menos universales y cuesta más conseguirlos.
        Desencanto y decepción se dan la mano a cada paso. Los de abajo, los de siempre, no avanzamos. Los que mandan, también los de siempre, nos hacen creer que no hay otras alternativas y, si nos apuran, que la culpa es nuestra, de cada cual, por ser como somos. Y lo malo es que no los corregimos, no les decimos que no, no nos juntamos y cada uno va a lo suyo, porque, encima, nos creemos más listos que los otros y sabemos lo que nos conviene. Así no hay manera.
         Se supone que sabemos escribir, de manera que no está de más que pongamos nuestra impronta en poner nombres a la vida que nos rodea y que vamos a dejar a nuestros descendientes. Que no se nos caiga la cara de vergüenza cuando hablen de nosotros, si es que hablan.





                       Juan Manuel Campo Vidondo




                  




viernes, 4 de marzo de 2016

El sentido de la muerte

        Cuando mi madre murió, lo consideré como algo natural. Llevaba mucho tiempo en la frontera y ya, en más de una ocasión, se había entrevisto el otro lado. No me pilló de sorpresa.
        El médico nos dijo que la muerte cerebral era irreversible, que lo mejor que podía hacerse era desenchufarla. Mis hermanos y yo estuvimos de acuerdo y dimos el consentimiento. Al poco, su lucha terminó. Había vivido y le tocaba morir. Nos dejaba a nosotros como recuerdo, poco más.
        Es posible que no sintiera dolor especial porque se trataba de una cuestión de tiempo. No cabían sorpresas. El asunto se limitaba a un poco más o un poco menos.
        También con mi padre los médicos nos pidieron permiso para desconectarlo, si bien creían que podía vivir algunos años más. Sin embargo, esa misma noche se murió, sin avisar, sin darse cuenta. Me pilló de improviso, sin estar preparado, a traición. Y lo acusé. Y lloré.
        Los dos se habían ido, y los siguientes seríamos mis hermanos y yo. Nadie se quedaba para vestir santos. Nadie volvía de la muerte, esa oscuridad eterna precedida de un relámpago de luz que era la vida. La muerte de los otros tiene sentido, ley de vida.
        Sin embargo, cuando se trata de uno mismo la cuestión no parece tan natural. Me pregunto cómo será la mía. ¿Rabiaré? ¿Me resignaré? ¿Pensaré en Dios? ¿Apostaré como Pascal? ¿Lloraré por mí? ¿Llorará mi hija? ¿Alguien llorará por mí?
         Por muchas vueltas que le doy sigo sin encontrarle sentido a la idea de haber vivido y, de repente, dejar de vivir. No me entra, no lo entiendo. ¿Cómo se puede uno morir?


                             Juan Manuel Campo Vidondo


                                                 








viernes, 26 de febrero de 2016

La felicidad

        Hablaba uno de estos días con un compañero de barra y otras aficiones sobre los libros y películas que habían conformado nuestra juventud y supuesta madurez. De tanto en tanto, coloreábamos el ambiente con canciones por lo bajo que a cada uno nos traían recuerdos parecidos y distintos.
        Un buen rato después, tras unas cuantas inspiraciones profundas que se metían en recovecos olvidados, entroncamos con el presente para evitar males mayores.
         Mi colega de memorias me dijo que Arantxa Iturbe dejó escrito en un cuento que a María el primer hombre le destrozó el corazón; el segundo, los dientes; y el tercero, el coche nuevo. A José, la primera mujer le robó el corazón; y la segunda, todo el dinero de la cuenta corriente.
        Así que María pensó que vivir con un hombre que no te va a romper nada es estar cerca de la felicidad. José pensó que encontrar una mujer que no te va a robar nada es suficiente para ser feliz.
        Concluimos, pues, que cada uno es hijo de su historia y ni los hijos ni las historias pueden intercambiarse, aunque se parezcan mucho. Que quien más quien menos se ha sentido exhausto, débil y vulnerable. Que ha sufrido humillaciones que le han conducido a la mediocridad, a perder la fe, a sentirse estancado, angustiado y solo.
        Por mi parte, me encuentro entre los que han querido dormir y que los abracen, que los perdonen y que les devuelvan la confianza. Me siento entre los que han deseado y siguen queriendo que les cuenten un cuento. Es bastante para ser feliz.


                              Juan Manuel Campo Vidondo