viernes, 26 de febrero de 2016

La felicidad

        Hablaba uno de estos días con un compañero de barra y otras aficiones sobre los libros y películas que habían conformado nuestra juventud y supuesta madurez. De tanto en tanto, coloreábamos el ambiente con canciones por lo bajo que a cada uno nos traían recuerdos parecidos y distintos.
        Un buen rato después, tras unas cuantas inspiraciones profundas que se metían en recovecos olvidados, entroncamos con el presente para evitar males mayores.
         Mi colega de memorias me dijo que Arantxa Iturbe dejó escrito en un cuento que a María el primer hombre le destrozó el corazón; el segundo, los dientes; y el tercero, el coche nuevo. A José, la primera mujer le robó el corazón; y la segunda, todo el dinero de la cuenta corriente.
        Así que María pensó que vivir con un hombre que no te va a romper nada es estar cerca de la felicidad. José pensó que encontrar una mujer que no te va a robar nada es suficiente para ser feliz.
        Concluimos, pues, que cada uno es hijo de su historia y ni los hijos ni las historias pueden intercambiarse, aunque se parezcan mucho. Que quien más quien menos se ha sentido exhausto, débil y vulnerable. Que ha sufrido humillaciones que le han conducido a la mediocridad, a perder la fe, a sentirse estancado, angustiado y solo.
        Por mi parte, me encuentro entre los que han querido dormir y que los abracen, que los perdonen y que les devuelvan la confianza. Me siento entre los que han deseado y siguen queriendo que les cuenten un cuento. Es bastante para ser feliz.


                              Juan Manuel Campo Vidondo








martes, 2 de febrero de 2016

Del día 8 de febrero

        El 8 de febrero de 1975, pocos meses antes de la muerte del Caudillo, nos cerraron la Universidad de Valladolid. La justificación se basó en que se le habían tirado huevos al rector por no atender las peticiones que le hacíamos los estudiantes, y que, desde ahora, ya no recuerdo.
        La mantuvieron cerrada hasta septiembre de ese año y ni tan siquiera pudimos examinarnos en junio. Al parecer se imponía dar un escarmiento ejemplar a las protestas y demostrar que el régimen mantenía incólumes sus principios fundamentales. A falta de otras razones, la calle y el orden les pertenecían por derecho de fuerza y conquista.
        No habían faltado voces que dijeran que un país podía aguantar cuarenta años de dictadura, pero un solo día de anarquía era impensable. El mantenimiento del Estado o su destrucción estaban en juego, por lo menos de aquel Estado. Por razones fortuitas, la suerte le tocó a Valladolid. Lo mismo hubiera dado cualquiera otra. Lo importante era el ejemplo y la demostración de fuerza.
        Por circunstancias insospechadas en aquellos momentos, un 8 de febrero, 36 años después, di mis últimas clases a los grupos de alumnos que ese curso me habían correspondido. Me iba con más pena que gloria, cansado de fracasos e ideas malogradas, cargado de un escepticismo y un individualismo que me hubieran sonrojado cuando decidí dedicarme a la enseñanza, marginando otras opciones que por aquel entonces aún permanecían abiertas. No me sentía feliz, tampoco amargado, sino más bien con una vaga conciencia de haber hecho menos de lo que podía.
        Por otro lado, tantos años de docencia habían moldeado mi cabeza hacia un didactismo invariable, incapacitándome de paso para la originalidad, el destello, el lapsus no explicado. Quizás ahora podría orientarme con otro norte y marcar otro destino. Necesitaba y quería cambiar.
        Cuando, a las dos y veinticinco, salí de la última clase, me acordé del romance: Del día 8 de febrero nos tenemos que acordar que entramos los españoles en la plaza de Tetuán.
        Y ya puestos a tirar de historias y paralelismos, me sumo al amigo Juan Marsé cuando dice aquello de que en el franquismo le habían jodido los vencedores y en el postfranquismo los hijos de los vencedores. Ahora ya va por los nietos.

                      

                         Juan Manuel Campo Vidondo