jueves, 10 de marzo de 2016

La verdad de nuestro siglo

        Es de dominio común que cada siglo tiene sus verdades, como cada hombre tiene su cara. Dicho esto, ¿cuál es la verdad de lo que llevamos de este siglo XXI? ¿Y de lo que queda? ¿Qué ideas y sentimientos dominantes tenemos de nosotros mismos? ¿En qué creemos? ¿Qué esperamos? ¿Con qué cara nos vemos? ¿Cómo nos juzgamos?
        A modo de ejemplo, el XX empezó con revoluciones obreras y campesinas y terminó con esclavitudes solapadas. Comenzó con esperanzas de redención y acabó con sálvese quien pueda y como pueda. Se estrenó con solidaridad de clase y se resolvió con individualismo despiadado.  
        No se puede vivir sin esperanzas, sin ilusiones, pero ¿qué filosofía nos guía? Ya sé que primero es vivir y después filosofar, pero también sé que en el vivir entra cómo vivir.
        ¿Cómo llamarán los futuros historiadores este siglo que vivimos? El XVI fue el Renacimiento, la ampliación del mundo; el XVII, el Barroco, el absolutismo; el XVIII, la Ilustración, el Despotismo; el XIX, el asalto burgués; el XX, la esperanza truncada.
        ¿Cómo queremos que sea llamado este siglo? De momento, mal camino llevamos. Yo no veo más que engaños, mentiras y corrupción, desigualdades crecientes, atropellos a todo lo que se mueve desde abajo, ataques a las libertades y a los derechos fundamentales. Los alimentos, el agua y la ropa, la casa y la energía, las medicinas, el trabajo… son cada vez menos universales y cuesta más conseguirlos.
        Desencanto y decepción se dan la mano a cada paso. Los de abajo, los de siempre, no avanzamos. Los que mandan, también los de siempre, nos hacen creer que no hay otras alternativas y, si nos apuran, que la culpa es nuestra, de cada cual, por ser como somos. Y lo malo es que no los corregimos, no les decimos que no, no nos juntamos y cada uno va a lo suyo, porque, encima, nos creemos más listos que los otros y sabemos lo que nos conviene. Así no hay manera.
         Se supone que sabemos escribir, de manera que no está de más que pongamos nuestra impronta en poner nombres a la vida que nos rodea y que vamos a dejar a nuestros descendientes. Que no se nos caiga la cara de vergüenza cuando hablen de nosotros, si es que hablan.





                       Juan Manuel Campo Vidondo




                  




viernes, 4 de marzo de 2016

El sentido de la muerte

        Cuando mi madre murió, lo consideré como algo natural. Llevaba mucho tiempo en la frontera y ya, en más de una ocasión, se había entrevisto el otro lado. No me pilló de sorpresa.
        El médico nos dijo que la muerte cerebral era irreversible, que lo mejor que podía hacerse era desenchufarla. Mis hermanos y yo estuvimos de acuerdo y dimos el consentimiento. Al poco, su lucha terminó. Había vivido y le tocaba morir. Nos dejaba a nosotros como recuerdo, poco más.
        Es posible que no sintiera dolor especial porque se trataba de una cuestión de tiempo. No cabían sorpresas. El asunto se limitaba a un poco más o un poco menos.
        También con mi padre los médicos nos pidieron permiso para desconectarlo, si bien creían que podía vivir algunos años más. Sin embargo, esa misma noche se murió, sin avisar, sin darse cuenta. Me pilló de improviso, sin estar preparado, a traición. Y lo acusé. Y lloré.
        Los dos se habían ido, y los siguientes seríamos mis hermanos y yo. Nadie se quedaba para vestir santos. Nadie volvía de la muerte, esa oscuridad eterna precedida de un relámpago de luz que era la vida. La muerte de los otros tiene sentido, ley de vida.
        Sin embargo, cuando se trata de uno mismo la cuestión no parece tan natural. Me pregunto cómo será la mía. ¿Rabiaré? ¿Me resignaré? ¿Pensaré en Dios? ¿Apostaré como Pascal? ¿Lloraré por mí? ¿Llorará mi hija? ¿Alguien llorará por mí?
         Por muchas vueltas que le doy sigo sin encontrarle sentido a la idea de haber vivido y, de repente, dejar de vivir. No me entra, no lo entiendo. ¿Cómo se puede uno morir?


                             Juan Manuel Campo Vidondo