Me estaba volviendo tarumba. Todo el día dándole
vueltas desde el punto de la mañana. No había manera de descifrarlo. Dos
miserables letras minúsculas se dibujaban como la clave para desentrañar qué le
había pasado a Pedro por no irse de viaje.
Al mediodía volví al bar e interrogué
con la mirada al camarero como para ver si lo había resuelto o al menos me
proporcionaba una pista, un indicio, un mínimo resquicio por donde meterle
mano. Me la devolvió con más pena que otra cosa, así que, sin palabras, deduje
que estábamos como al principio, es decir, anclados, o más bien varados y
encallados.
A la hora de tomar el café seguía en
las mismas, sin el más mínimo avance. Durante la siesta se me habían aparecido
en duermevela el código Da Vinci, la piedra Rosetta de Champolión, una
inscripción escrita en ibero, una asamblea de logia masónica, las tablas de la
Ley recién bajadas del monte Sinaí, una película con un niño autista que había
entrado sin problemas en el sistema informático ultra secreto del Pentágono, el
libro del Pérez Reverte que trataba sobre el meridiano de los jesuitas, el
misterio de la Santísima Trinidad y el de los aprobados en septiembre de la
ESO, el día que tuve el primer ligue… y otras imágenes que no me acordaba, pero
ninguna me había dado luz, ni de candil, ni de gas, ni de nada. A oscuras del
todo.
Derrotado y humillado, abandoné la
búsqueda con esa sensación que da la vergüenza propia, el orgullo herido, la
ruptura de la autoestima, el complejo de Edipo y toda la teoría freudiana. Así
eran el mundo y la vida: unas veces se ganaba y otras se aprendía, o no. Me
resigne, pues, que es el sentimiento más común entre los tontos y ciertos
creyentes.
En ésas, apareció un parroquiano que
cogió el periódico, encaró el jeroglífico y lo resolvió en un santiamén. Visto
y no visto. La solución aparecía clara, evidente, tan sencilla y obvia que aún
me sentí más disminuido. Encima me preguntó si creía que estaba bien. No sabía
bien si envidiarlo, odiarlo o machacarlo, pero, no sé de dónde me salió, le
invité al café que se acababa de tomar, lo que me agradeció con cierta
sorpresa. Me preguntó si se debía a algo especial y le contesté algo muy vago e
incoherente sobre el talento y los genes que el camarero entendió a la primera.
¡Cruz!
Juan Manuel Campo
Vidondo