El bar tenía, y tiene, dos puertas de entrada y
salida para los parroquianos. Una da a una calle normal, o sea, de las que la
calzada es para el tráfico rodado y la acera para los peatones, con aparcamiento
a los dos lados, de modo que la circulación se realiza en un sentido porque no
hay sitio para dos. De una esquina hasta la otra, coches y camionetas se pegan
a los bordillos y no dejan espacios libres. Aparca el que tiene suerte.
La otra puerta da a una calle cerrada
que termina en una pared de ladrillo que la limita y separa de una huerta
enorme que las normas urbanísticas permiten en mitad del pueblo. También de
continuo se llena de vehículos aparcados.
Así pues, los parroquianos ven
limitadas sus opciones de aparcamiento, pero lo que se quiere es estacionar
cerca, porque no se tiene todo el tiempo del mundo, y para tomarse un vino o
echar una partida al mus no se necesita todo el día, de manera que el centro de
la calle se usa igualmente como espacio de aparcamiento.
Es meridiano que haciéndolo así los que
ya estaban aparcados no pueden salir en caso de que quieran porque simplemente
no tienen por donde salir. Esto que en una ciudad supondría sus problemas, en
este caso se soluciona con relaciones de buena vecindad, de ésas que dicen que
por la libertad se vive en los pueblos. Así, cualquier día de cualquier mes del
año, sin necesidad de fiestas ni acontecimientos especiales, sino tan solo
contando con las buenas costumbres de los parroquianos, fieles a sí mismos y a
sus rutinas, un forano puede asistir a diálogos de este tipo, dichos en el tono
de voz adecuado para que se entere el interesado y el resto de la concurrencia:
- ¡A ver si me quitas el coche, que
me voy a ir ya!
- ¿No puedes esperar, o qué? ¿No ves
que estoy envidando?
- ¿De quién es esa furgoneta blanca
que se va a caer de vieja?
- ¡O sacas tu tastarro de donde está
o te lo paso por encima!
Que se sea municipal en ejercicio,
panadero jubilado o en trance, obrero en activo, lavandero, camionero o
funcionario, carnicero o pintor, da lo mismo. No se reconocen clases, ni
estatus ni jerarquías. Tampoco se conocen las riñas serias por este lado. Sólo
de vez en cuando alguna palabra un poco salida de tono. Poca cosa. Pelillos a
la mar. El impuesto de circulación implica el derecho de aparcamiento, ¿o no? Y
el derecho de ciudadanía implica la libre expresión, ¿o no?
Juan Manuel Campo Vidondo