martes, 18 de julio de 2017

La perrita Marilín

        Hacía buen día y me di el acostumbrado paseo que recomiendan en todos los manuales, tras el cual entré en un bar, pedí una cerveza y me salí con ella a la calle para tomármela a mi salud, acompañada de un cigarro.
        En ésas estaba cuando una señora de octogenaria para arriba se me acercó y me pidió que le cuidara un momento una perrita que llevaba agarrada por una correa. Me dijo que tenía que entrar al bar a pedir no sé qué, que no era plan que entrara con el animalito, que salía en un verbo y que no me preocupara porque era muy buena. Me dio las gracias por adelantado y se metió en el bar.
        No bien había terminado de cerrar la puerta cuando la perrita se puso a dar unos aullidos lastimosos. Me miraba, miraba a la puerta, daba unos pasitos, se revolcaba y volvía a emitir unos ladridos que daban pena. Intenté hablarle para tranquilizarla, pero no me hacía ni caso. Daba tirones a la cuerda, pero no tenía bastante fuerza, desistía y volvía a aullar.
        Al cabo de un par de minutos, salió un señor de mi edad que se puso a acariciar a la perrita y le hablaba con mucho cariño. Ésta se dejaba y también paró de lloriquear. Cuando se aburrió de toquetearla, el señor me dijo que era hijo de la octogenaria, que la perrita necesitaba mucho cariño, que se le habían quitado de una familia que la maltrataba, y que enseguida saldría su madre. Me dio las gracias y se metió para adentro.
         Yo no sabía qué hacer porque no soy ducho en esos trances y ni tengo gatos ni perros, pero algo había que intentar y hasta pensé en acariciarla, pero desistí al momento no fuera a ser que me mordiera, que con los animales nunca se sabe.
        Pasaron unos minutos y apareció una señora que dijo que era hermana del señor e hija de la octogenaria. Me dio también las gracias y volvió a repetir el ritual de caricias, carantoñas y mimos, y una vez terminó se metió dentro no sin dedicarme una leve sonrisa.
        Unos veinte minutos después salieron los tres con una bandeja llena de pinchos convenientemente envuelta. Volvieron a agradecerme el cuidado del animalito, se lo entregué con correa incluida, y se marcharon acera adelante la mar de sonrientes.
        Cuando me quedé solo me dio por pensar qué tipo de cara era la mía, pero me dije que mejor sería no profundizar demasiado, por si acaso.
     
                          Juan Manuel Campo Vidondo