Hacía buen día y me di el acostumbrado paseo que
recomiendan en todos los manuales, tras el cual entré en un bar, pedí una
cerveza y me salí con ella a la calle para tomármela a mi salud, acompañada de
un cigarro.
En ésas estaba cuando una señora de
octogenaria para arriba se me acercó y me pidió que le cuidara un momento una
perrita que llevaba agarrada por una correa. Me dijo que tenía que entrar al
bar a pedir no sé qué, que no era plan que entrara con el animalito, que salía
en un verbo y que no me preocupara porque era muy buena. Me dio las gracias por
adelantado y se metió en el bar.
No bien había terminado de cerrar la
puerta cuando la perrita se puso a dar unos aullidos lastimosos. Me miraba,
miraba a la puerta, daba unos pasitos, se revolcaba y volvía a emitir unos
ladridos que daban pena. Intenté hablarle para tranquilizarla, pero no me hacía
ni caso. Daba tirones a la cuerda, pero no tenía bastante fuerza, desistía y
volvía a aullar.
Al cabo de un par de minutos, salió un
señor de mi edad que se puso a acariciar a la perrita y le hablaba con mucho
cariño. Ésta se dejaba y también paró de lloriquear. Cuando se aburrió de
toquetearla, el señor me dijo que era hijo de la octogenaria, que la perrita
necesitaba mucho cariño, que se le habían quitado de una familia que la
maltrataba, y que enseguida saldría su madre. Me dio las gracias y se metió
para adentro.
Yo no sabía qué hacer porque no soy
ducho en esos trances y ni tengo gatos ni perros, pero algo había que intentar
y hasta pensé en acariciarla, pero desistí al momento no fuera a ser que me
mordiera, que con los animales nunca se sabe.
Pasaron unos minutos y apareció una
señora que dijo que era hermana del señor e hija de la octogenaria. Me dio
también las gracias y volvió a repetir el ritual de caricias, carantoñas y
mimos, y una vez terminó se metió dentro no sin dedicarme una leve sonrisa.
Unos veinte minutos después salieron
los tres con una bandeja llena de pinchos convenientemente envuelta. Volvieron
a agradecerme el cuidado del animalito, se lo entregué con correa incluida, y
se marcharon acera adelante la mar de sonrientes.
Cuando me quedé solo me dio por pensar
qué tipo de cara era la mía, pero me dije que mejor sería no profundizar
demasiado, por si acaso.
Juan Manuel Campo
Vidondo