Todos los días me lo encontraba hecho,
completamente terminado, sin rectificaciones ni errores, ni siquiera un mínimo
cambio de masculino a femenino. El crucigrama del periódico aparecía resuelto
un día sí y otro también, de manera que me quedaba a dos velas, a buscar otro
pasatiempo.
El autor de semejante desaguisado era
un parroquiano sin connotaciones especiales, sin aspecto de dominar el
vocabulario que se precisa, pero es sabido que las apariencias engañan y que de
donde menos se espera puede saltar la liebre, pero no dejaba de mosquearme
semejante demostración de sinonimia.
De siempre he tenido tendencia a
confiar en la gente y en su buena fe, sin embargo aquello era demasiado. Todos
los días sumaban muchos días, más de la cuenta, se saltaba las medias
estadísticas entre los humanos.
Escamado, pues, decidí quitarle las
soluciones, a ver qué pasaba, a ver si era verdad, a ver si estaba equivocado.
No alimentaba mala sangre, tan solo se trataba de una comprobación íntima,
únicamente para mí. Sin que nadie me viera, recorté el cuadradito al final de
la hoja aprovechando que no había nadie en el bar a esa hora de la mañana.
Después de tomarme el café, me marché y dejé que pasaran las horas no sin
cierta impaciencia.
Volví por la noche, poco antes de que
cerraran, cogí el periódico ya suficientemente manoseado y lo abrí por la
página de pasatiempos. ¡Había casillas en blanco! No me alegré ni tampoco me
desilusioné. La verdad era que aquello exigía una segunda ratificación. Nuestro
parroquiano podía haber tenido un mal día en el trabajo, dolerle la cabeza,
andar despistado por asuntos amorosos, o vaya usted a saber, de modo que se
merecía la famosa presunción de inocencia. Además, no había indagado en
averiguación del ladrón del solucionarlo, lo que parecía hablar en su favor.
En consecuencia, dejé pasar unos
cuantos días, en los que el crucigrama volvió a aparecer impecablemente
resuelto, intachable, inmaculado, y repetí la operación de recorte. Al volver a
la noche, he de reconocer que sentía un poco de nerviosismo mientras buscaba la
página, que se presentó ante mis ojos clara como la luz del sol.
¿Lo había solucionado? ¿Usted qué cree,
querido lector?
Juan Manuel Campo
Vidondo