Era domingo por la mañana. Entré en el bar, pedí un
café y me senté a leer el periódico. Al rato, una tresena de amigos se plantó
en la barra y, pese al calor, se invitaron a tres carajillos, dos de Veterano y uno de whisky. Al parecer,
venían de almorzar, actividad típica por estos pagos, y se les notaba con
alegría, disfrutando de la saludable amistad acumulada a lo largo de años.
Después de tomar sus carajillos, solicitaron una baraja y unos combinados como ya sabía el camarero.
Un sonriente encimero comentó que parecían senadores, imagino que
por los años que sumaban y la satisfacción que rebosaban, amén de por la
improductiva actividad en la que se ocupaban. A partir de ahí, las frases de
los parroquianos salieron a la palestra con más rapidez que las cartas al
tapete.
Sin ánimo de sumarme a las críticas, se
dijo que el Senado no valía para nada, que qué sueldos más descansados, que era
un cementerio de elefantes, un exilio dorado y golfo, una manera de quitarse
enemigos de en medio, de premiar méritos inmerecidos, de recompensar a quienes
habían perdido las elecciones, que si no valía con los diputados…
La cosa se encrespó cuando uno que
llevaba poco rato preguntó si alguno de los presentes sabía a qué se dedicaban
y otro le respondió que hacían como de muñecos
tocando botoncitos, a lo que se sumaron intervenciones que incidían en
el gasto innecesario para los tiempos que corrían.
Poco a poco, aquello fue tomando aires
de asamblea de las de antes, de democracia a estilo pueblo, o sea, llana,
sencilla, ocurrente, sin intermediarios ni representantes, cada cual
defendiendo su bandera. Un espontáneo desafió a la concurrencia a que dijeran
tres cosas buenas para no quemarlo. Otro propuso que si Madrid tenía, en
Navarra no íbamos a ser menos, es decir, que o jugábamos todos o se rompía la baraja.
Uno se quedó más ancho que largo cuando calló a toda la parroquia con la
afirmación rotunda de que para decir tonterías bastaba con el Congreso, que el
bar era un asunto más serio, dicho lo cual se pidió un vermut con gaseosa a su
salud.
Un listillo tiró de historia y explicó,
sin que nadie le interrumpiera, que un emperador romano había nombrado senador
a su caballo. Otro sabihondo contó la historieta de Cela cuando el presidente
del Senado le recriminó que se estaba durmiendo durante una sesión, y el Nobel
le contestó como correspondía, con la precisión lingüística apropiada. No faltó
quién se pronunció para que en su lugar se pusiera un club de alterne, porque,
total, para hacer putadas lo mismo daba. El camarero se incorporó a la asamblea
e invitó a un Rioja con olivas a
quien supiera el nombre del presidente, ronda que le salió barata.
Conforme los clientes iban entrando, se
permitían dar su opinión sin previa invitación, y, así, se volvió a incidir en
las ideas de que no se sabía qué hacían ni para qué servían, que uno había
visto en la tele que habían faltado más de doscientos senadores a una sesión.
Un parroquiano entrado en años reincidió en que los que perdían iban al Senado,
añadiendo que había que dar de comer a los tontos. Un amigo se postuló como
senador si se pudiera fumar, si no estaba mejor en la terraza del bar.
A uno que pasaba por la puerta, le
preguntaron qué opinaba del Senado y respondió que no le tocaran los cojones
que llevaba mal día; otro contestó que le daba igual porque le robaban por
todos los lados; el alcalde se guardó la opinión y lo mismo hizo la concejala
de Turismo que lo acompañaba. También me preguntaron a mí y, haciéndome el
tonto, sonreí y tampoco contesté, por si acaso. Sin embargo, me acordé de un
senador, alcalde de su ciudad, quien un día me dijo que cuando iba al Senado
descansaba del trabajo que la daba la Alcaldía.
Entre éstas y otras parecidas, fue
transcurriendo la mañana. Cuando ya la cosa parecía más calmada, un habitual
soltó para que lo oyeran todos que a ver cuándo y cómo nos contaban lo de las
cuentas de la Caja de Ahorros de Navarra y que se dejaran de bobadas de
senadores y Senado.
Juan Manuel Campo Vidondo