lunes, 29 de diciembre de 2014

No me cuadra, presidente.

             No me cuadra, presidente

        Hace pocos días me encontré por casualidad con una vieja amiga a la que hacía años le había perdido la pista. Después del reconocimiento inicial y la sorpresa mutua, intenté hilar conversación con esas frases que nos salen como de encargo.
-      ¿Qué tal te va? – fue casi la primera.
-      Pues ya ves, no me puedo quejar. Aún vivo, que no es poco – me respondió.
       Mi cabeza se fue a lo de la salud, porque, según mis cálculos, se acercaba ya a los sesenta y son años como para que pase de todo. Me adivinó el pensamiento y me dijo que no, que no iba por ahí, que aún se encontraba casi intacta, y, la verdad, es que presentaba un buen ver digno de segunda consideración.
        Sin prisas, se puso a contarme que trabajaba a media jornada por una reestructuración laboral de su empresa y le pagaban unos 400 euros. Lo justo para sobrevivir. Se había separado hacía años, pero no era eso lo malo, sino que en el piso de siempre comían, cenaban, gastaban luz, se duchaban, encendían la calefacción y afrontaban el resto de necesidades que vienen aparejadas con la vida, ella y dos hijas, una con novio y la otra sin pareja.
        A esas alturas del monólogo, yo no sabía si continuar la charla de pie o invitarla a café con leche, a comer, o a acompañarla a El Corte Inglés. Sonrió, dándose cuenta de mi azoramiento, mientras me comentaba que le habían ofrecido trabajar una hora y media más al día, sábados incluidos, o sea, treinta y seis mensuales, por unos doscientos euros. Con eso y algún que otro  trabajillo ocasional de las hijas podían ir tirando, mal que bien o bien que mal, a gustos.
        Me puse a echar cuentas y me perdí, me avergoncé de mi mismo, juré y perjuré contra los corruptos y contra quien me dio la gana, me acordé de los teóricos del neoliberalismo económico y de parte de sus familias, y comencé a sentir acidez de estómago. También me acordé del presidente y de su gobierno. Para contrarrestarlo, pensé que al menos podía pasarse por el sistema sanitario de la Seguridad Social y me consolé por hacer algo.
        También me vinieron a las mientes las declaraciones de aquella empresaria, que venía a decir que prefería mujeres por encima de cuarenta y cinco años y menos de veinticinco para  trabajar en su fábrica. Entraba en el segmento, así que se le podía mandar una carta y, si colaba, colaba. De paso, se podía apuntar el tanto de una mujer menos en las listas del paro y de que ella cumplía con lo que declaraba. Se lo dije a mi amiga, pero no me hizo mucho caso.
        Aún me contó más cosas, pero ésas no las digo porque no vienen a cuento. El caso es que se me amargó el día y me fui a pasear para cansarme y no ver a nadie, incluido a mí mismo. Por mucho que lo intenté, no me olvidaba del discurso de Navidad del presidente, del que él mismo había dicho que no era triunfalista sino realista. A cada paso, le daba vueltas y llegaba a la misma conclusión: No me cuadra, presidente.



                              Juan Manuel Campo Vidondo
      

           



domingo, 21 de diciembre de 2014

Más ingredientes para cocinar el asco

        Es posible que se les hayan terminado los ingredientes para seguir cocinando aquel plato de asco con el que nos deleitaba Sánchez-Ostiz. Puede que algunos no fueran de su agrado, por demasiado picantes, ácidos, amargos, salados o cualquier otro sabor. Por si quieren probar otra vez, aquí les dejo unos cuantos. Ya saben que no es necesario utilizar todos, porque la ingesta, y no digamos la digestión, pueden convertirse en una mezcla explosiva. El orden tampoco importa: no pasa de ser un mero indicativo.
        1.- A la calle, que ya es hora de pasearnos a cuerpo… Vuelven las canciones y los versos de nuestros veinte años porque son los herederos del franquismo quienes detentan el poder y nos someten. Con ellos regresa un tiempo ominoso de abusos, de abuso, de represión.
        2.- El capitalismo, representado por la clase que gobierna, no está en peligro; la democracia, sí.
        3.- Estamos aquí para pagar por todo.
        4.- El próximo objetivo es quebrar los movimientos de solidaridad elemental del ciudadano que asiste a cómo otro ciudadano es abusado, maltratado y tratado como una mierda.
        5.- Insultar a unos ciudadanos elogiando a otros es un rasgo de la marca España, un estilo.
        6.- Dicen que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Es un insulto renovado; el ¡que se jodan! Es su divisa.
        7.- El miedo, su raíz, estriba en que por mucho que intentes imaginar cuál va a ser el próximo empujón, no lo consigues. La capacidad de sorprenderte de quienes detentan el poder supera en mucho a la tuya.
        8.- La derecha reclama para sí un margen de libertad de expresión que no concederá jamás a sus adversarios políticos, a sus enemigos. La cohesión de nuestra convivencia es por la fuerza y el miedo.
        9.- La desigualdad se lleva por delante la convivencia.
        10.- País seguro el nuestro donde el olvido es un deporte nacional. Somos expertos en pasar páginas y en mirar para otra parte.
        Con estos ingredientes repescados de la cocina tradicional y de la moderna, estamos otra vez en condiciones de darle nuevos sabores al plato básico. Podemos darle las vueltas que nos apetezca, cocinarlo a fuego lento o a toda potencia, consumir en frío o bien calentito, al horno o frito, solos o en compañía. Es decir, a nuestro gusto, forma, manera y condición, que para eso somos quienes somos, y a mucha honra.
        Cuando ya nos dispongamos a degustarlo, es más que conveniente apartar de nuestras cabezas ideas tales como que ellos mandan porque tú obedeces y, ni por asomo, dejar que aflore aquello de que cuando tengan la ligera sospecha de que no nos pueden controlar, meterán bala y tirarán a matar.
        ¡Que aproveche! ¡Que nos aproveche!



                        Juan Manuel Campo Vidondo







domingo, 14 de diciembre de 2014

El asco indecible

        Desconozco la tirada de este libro, El asco indecible, (Miguel Sánchez-Ostiz), publicado en 2013, pero no habrán sido muchos ejemplares y, menos aún, quienes lo hayan leído. Sin embargo, desde mi más que limitado punto de vista, debería ser objeto de comentario de textos en los institutos de secundaria, por lo menos en los públicos.
        Sus páginas son lecciones de historia comprimida en frases que definen este comienzo del siglo XXI, sentimientos que arrancan desde lo más íntimo y planean sobre la cruda realidad que se vive, difícil de comprender en el futuro. Los arqueólogos se extrañarán que sociedades así fueran posibles. Pero eran, ya lo creo.
        El asco indecible equivale a repulsión, cansancio, aburrimiento, pena indefinible, repugnancia insoportable. ¿Quién dijo que la evolución humana tenía sentido? Este desgraciado siglo nos demuestra lo contrario: no lo tiene, y, caso de que así sea, no es el que se esperaba. Unos ejemplos:
        1.- Yo hablo, tú escuchas, al final  me aplaudes, luego acatas y, sobre todo, me desapareces de escena, ¿eh, estamos, chato?... ¿O prefieres que llame a los antidisturbios?
        2.- Los españoles son ratas de laboratorio: a ver cuánto castigo toleran sin rebelarse. Nos falta cohesión frente al enemigo común.
        3.- Las democracias europeas han descubierto que la democracia no era necesaria, pero sí el estado policíaco sin el que no se sostendrían la banca ni las tramas financieras. Estamos aquí para pagar por todo.
        4.- De la misma manera que hay una salud para ricos y otra para pobres, hay una justicia idem. Es del dominio público. No necesita pruebas. Si se requieren, no hay sino presentar las tasas judiciales de Gallardón.
        5.- El verdadero problema es un estilo de vida y de hacer política sin otro objetivo que entender la cosa pública como negocio privado. Insultar a unos ciudadanos elogiando a otros es un rasgo de la marca España, un estilo.
        Estas frases son un muestrario, cuentas de un rosario de misterios dolorosos, una manita de las del fútbol, un anticipo de la paga mensual. Deben entenderse como aperitivo para abrir boca, estimular los ácidos y sentarse dispuesto a comerse lo que le pongan, sin reparos.
         Es lo que se encontrará en las páginas del libro, que, de buen o mal sabor, ácidas o amargas, le hablarán de autoritarismo, represión, rebelión, servicio, peligro, solidaridad, abusos, maltratos, muerte, desigualdad, indignación, furia, insultos, pobreza, miedo, esclavitud, libertad, fuerza, olvido, memoria, degradación, arrogancia, cohesión, convivencia, privilegio, ruptura, competición, mando, obediencia, sospecha, control, indiferencia…
        Cada uno es muy libre, si tiene tiempo y ganas, de cocinarlas a su forma y manera, a su gusto, con su toque personal, con perejil o sin él. Haga el plato como se le antoje y sepa, pero no olvide que sólo incorporará matices porque los ingredientes se los venden en la tienda, le guste o no, y la comida en solitario, a lo individual, es fría, aburrida, sin gracia.

                             Juan Manuel Campo Vidondo



sábado, 6 de diciembre de 2014

¿Qué queda de los indignados?

        ¿Se acuerdan, verdad? Tampoco fue hace tanto tiempo. Eran aquellas personas que se reunían en las plazas más importantes de las ciudades y hacían asambleas, discutían y hasta llegaban a conclusiones acerca de todo tipo de problemas públicos.
        Parecían personas muy sensibles a las ofensas, los desprecios, las humillaciones y las faltas de consideración que el sistema les propinaba. Daban toda la pinta de que su actitud no les permitía tolerar tales desmanes, que se merecían una respetabilidad y estimación que se les negaba. Reivindicaban algo así como sin lujo pero sin miseria, es decir, decente y decoroso.
        ¿Quién no se acuerda de frases como éstas?:
-      Democracia, me gustas porque estás como ausente.
-      No falta dinero. Sobran ladrones.
-      No es una crisis, es una estafa.
-      No somos antisistema, el sistema es anti nosotros.
-      Manos arriba, esto es un contrato
        ¿Ya no se juntan? ¿Han dejado de hablarse? ¿Se han metido en Podemos, en partidos de izquierda, en sindicatos, en movimientos ciudadanos, en ONG? ¿Han encontrado trabajo digno? ¿Se han cansado y se han ido a sus casas? ¿Se los ha tragado la indiferencia?
        Igual es que no queda nada. Igual es que sólo queda lo que quiero creer que queda. Sin embargo, me resisto a dejar de pensar que los indignados simbolizaban los aires de liberación y lucha por construir una democracia como práctica plural de control y ejercicio del poder. Trataban de estructurar las acciones en una sociedad que había convertido a los ciudadanos en meros consumidores. Creían que el neoliberalismo despolitizaba, potenciaba al idiota social preocupado sólo de sí mismo y que menosprecia la participación en lo público, que lo anclaba en la indiferencia ante los recortes, la privatización y la pérdida de derechos.
        Estaban convencidos de que el mercado se había adueñado de la política, que los problemas de la ciudadanía se resumían en operaciones de coste-beneficio, que los consumidores eran los soberanos y exigían ser complacidos.
        En consecuencia, si no se rescataba la política de los mercados, se estaba perdido. Ése era el campo de batalla, porque la política con mayúsculas era la destinada a solucionar los problemas cotidianos, apegada a la vida de los pueblos, la que no se regía por el marketing electoral.
        Se trataba, pues, de salvar a la política y devolverle su identidad de acción social colectiva tendente al bien común, con los ciudadanos como protagonistas.
        Todo lo dicho estaba entonces, y no veo que haya cambiado gran cosa. El movimiento emocional ahí sigue, bebiendo de las mismas fuentes. Razón y emoción deberán aliarse para responder una de las grandes preguntas pendientes: ¿Se está dispuesto a sacrificar el gobierno democrático por el económico, o al revés?
        Miguel Sánchez-Ostiz lo tiene bien claro en su asco indecible. ¡Va por usted, maestro!


                            Juan Manuel Campo Vidondo



jueves, 27 de noviembre de 2014

No podemos hacer más (ni menos)

        Y se ha quedado tan ancha. Esta Cospedal  dice lo que piensa, como su aristocrática correligionaria,, como hay que ser.
        Más o menos, ha declarado, para empezar con buen pie esta primera semana de noviembre, que han hecho todo lo que se puede, es decir, los suyos, los populares que se llaman. Ha añadido que ellos no pueden meter a la gente a la cárcel, pero cualquier ciudadano de a pie ha notado que no ha mencionado que sí pueden sacarlos, porque no queda bien. No es de recibo que un viejo amigo, un antiguo ministro o un ex presidente de autonomía siga durmiendo separado de la familia. Es que, además, no es estético y da que hablar.
        Esta actitud me parece normal, no están acostumbrados. No se trata ni de su papel ni de su mentalidad. De hecho, muchos de los notables y menos notables de entre los suyos comienzan a aburrirse de interpretar un papel que no les gusta. Lo suyo es mandar, sin crítica, sin oposición, con confianza, con estilo y carácter, que se note que el mando es como una segunda piel, o aun primera.
        Mientras tanto, el país de a pie no les hace ni caso porque sabe que desde la primera línea de la declaración, del discurso, del comunicado, de lo que sea, lo que dice es mentira, engaño, falsedad y trampa.
        Lo dicho no obsta para que sigan diseñando piruetas acrobáticas, del tipo que ha ejecutado la aristócrata, que quiere hacerse pasar, a sus años, con toda una trayectoria por detrás, como modelo de limpieza a lo Ariel entre sus filas, prietas o menos, y ha corregido a la secretaria general, que es más joven, menos ducha y, al parecer, mete más la pata.
        A la parroquia de bar que frecuento no termina de írseles la cara de pasmados ante tanto asalto impune a su dignidad. Se quejan, y con razón, de que les meten las proclamas contra su voluntad y a traición, aprovechando que andan en compañía del segundo o tercer vino o del que toque, con las defensas bajas. Los altoparlantes con imágenes no dejan de funcionar en ningún bar, que ya es delito, cuando en este país no anda casi nada en condiciones.
        Me pregunto si esos portavoces televisivos se acordarán de que la mentira sigue siendo pecado. Me decanto porque sí, pero les da igual. Y digo yo que no estaría de más que la Conferencia Episcopal o cada respectiva Parroquia les remitiera un breve recuerdo. Igual hasta salíamos todos ganando.




                    Juan Manuel Campo Vidondo

sábado, 22 de noviembre de 2014

¿Y el juez Elpidio?

        Los de a pie no entendemos muchos aspectos de esta vida por mucho que nos los expliquen, por lo menos yo.
        Leía el periódico del día cuando me vino a la cabeza, de sopetón y sin avisar, la cara del juez Elpidio con sus gafas de Mortadelo, el que intentaba juzgar a Blesa (el de las preferentes, el de las tarjetas de colores, el de…) y sus colegas lo inhabilitaron a no ejercer durante una porrada de años. Sentenciaron que había prevaricado, o sea, que había tomado una resolución a sabiendas de su injusticia, porque se adelantó y metió a D. Miguel en la cárcel, por prevención, por si acaso. Es lo que hubiéramos hecho los de a pie, pero, a lo que se ve, no estaba bien.
        Más de uno que toma café en el mismo bar que yo me preguntó si no sería porque molestaba, porque se metía donde no debía, porque no guardaba las formas tradicionales entre los miembros de la judicatura. Como no lo sabía, les contesté que no estaba seguro, pero que igual.
        Alguno me llegó a comentar que le habían contado de buena fuente que estaba de atar, que no tenía más que acordarme cuando aquel magistrado le insistía en que no podía hablar y él se empeñaba en que sí, y hablaba para demostrarlo, y que lo que pasaba era que no le dejaba porque el otro era el juez y él el acusado. Por lo que parece, esas alteraciones psíquicas no son tan anormales entre los jueces, que, al fin y al cabo, se pegan toda una vida decidiendo sobre la vida de los otros, y eso debe ser muy duro, desgasta lo suyo.
        Puede que sea así y que las leyes sean justas, pero lo cierto es que el de la Caja aún está libre a mitades de noviembre y el juez no tiene carrera a la que dedicarse. Puede que, al final, el de las tarjetas  dé con sus huesos en prisión. O no. Sin embargo, mi cabeza de a pie sigue sin entender qué ha pasado en todo ese asunto, es decir, en qué falló Elpidio. ¿Investigó más de la cuenta? ¿Hubo quién cogió miedo y tiró de amigos? ¿Se pasó de competencias? ¿Quiso iniciar una carrera cinematográfica? ¿Se la tenían jurada y aprovecharon?...
        Pocos se acuerdan de Elpidio, de su mirada inteligente e inquisidora. Ha perdido. Está solo. Nadie le ha ayudado. ¿Dónde para? ¿No será que los de a pie llano y los de tacón alto nos alegramos cuando se  patea o putea a un juez?



                             Juan Manuel Campo Vidondo







sábado, 15 de noviembre de 2014

¿Por qué no hay estallido social?

        Aún no acabo de explicarme a satisfacción cómo de esta crisis no ha surgido un estallido social en condiciones. Se cuentan por millones los desahuciados y los recortados, los empobrecidos y los  indignados, los  desarraigados y  desempleados. Sin embargo, semejantes focos de descontentos apenas han protagonizado algún que otro acoso a ciertos políticos y unas cuantas manifestaciones gordas. Poco más.
        Voy a lanzar unas cuantas hipótesis, más que otra cosa para que se me diga que son una bobada y que mejor me dedique a cazar gamusinos. No van en orden jerárquico, sino a vuelapluma, a lo descriptivo, a lo que le parece que ha visto, y no olvide el lector que quien escribe usa gafas porque no ve.
        Los de siempre enarbolan como bandera que a los  pobres se les da el pie y se toman la mano, o al revés que lo mismo da, pero se les pega fuerte y humillan, como en los toros. No pierden de vista que la historia les enseña que, desde que el mundo es mundo, los pueblos se han gobernado así, con el palo. Y que de esto es de lo que no han querido enterarse los demócratas. Así que lo de ahora es para que se vayan enterando de lo que vale un peine y que de bien nacido es ser agradecido.
        Ellos no creen en el pueblo ni en sus virtudes, sino en los hombres que saben mandar y obedecer, sobre todo en los primeros. Asisten con naturalidad al espectáculo de la voluntad impotente del llamado pueblo, que, quizás, es capaz de lanzarse a luchar en campo abierto, pero sin disciplina y sin jefes, cada uno para su sí, es decir, que está condenado al fracaso. Ven el teatro gratis y en palco, cada día más protegidos, más seguros de sí mismos.
        Saben que sobra egoísmo, desconfianza y todos los pecados capitales, que nunca se hará realidad eso de Todos, tenemos que ir todos. Saben que tienen miedo de perder lo que aún disfrutan y que aún pueden sufrir más, se les puede atornillar alguna vuelta por encima. No desconocen que, más allá de disciplinas, el pueblo es fiel a su sentimiento anarquista e individualista, y que no hay jefes capaces de realizar milagros: que no es lo mismo odio que coraje o tesón, que con el corazón no basta, que cada cual es muy dueño de sí mismo y otro como él no tiene por qué darle órdenes, porque para eso ya está él.
        Todo les demuestra que, mientras no pase de bares, poco hay que temer, que como guerrilleros no tenemos precio pero como ejército somos un desastre. En tanto siga dominando la idea de ¿Quién eres tú para mandarme? pueden dormir en paz y soñar con un mundo mejor.
        Al principio, al paisanaje, le pudo parecer la crisis una más, pasajera como las anteriores, y permitió pensar que en peores se había estado y tal como había venido se iría. Sin embargo, cuando los síntomas se agudizaron, nadie pudo llamarse a engaño o a no saber, y comenzaron a actuar el egoísmo, el miedo, la desconfianza y toda su parentela. Malo sería que antes no les tocara a otros.
        Al fin y al cabo, la ciudadanía tenía casa y coche, se alimentaba para mantener la salud y el tipo, se vestía a temporadas, los hijos estudiaban si querían o podían, si enfermaban los curaban a lo gratis, de cuando en cuando tomaban vacaciones… ¿Qué más necesidades debían cubrir?
        Cuando empezaron los recortes y todo lo demás, se hizo por sectores y cada uno lo vio cuando le tocó, intentó salvar lo suyo y se olvidó del resto:
-      Esos que se jodan, que ganan más que nosotros.
-      ¿Qué es eso de solidaridad, compañero? ¿Para qué sirve? ¿Se come?
-      Tú, calla, que vives como Dios.

        ¿No se dieron cuenta que solidaridad y unión eran la única línea roja que no se podía sobrepasar?
       
        No deja de ser verdad que en este país no existen localizaciones industriales importantes, sino bien separadas geográficamente, y que el porcentaje de obreros apenas representa un 15% del total. Cabe preguntarse que sector era el destinado a capitanear la resistencia. Cada uno lo ha intentado tímidamente cuando llamaba a su puerta, y no puede olvidarse que somos una península y unas islas que se dedican a los bares, a las tiendas, a los hoteles y a los talleres. Por si no fuera bastante, cada autonomía ha barrido para casa y hasta los sindicatos han planteado líneas diferentes y hasta opuestas. Tampoco el ritmo de las reformas se ha producido a la vez: primero, esto; luego, aquello; después, lo de más allá. Hoy le tocaba a la Sanidad, mañana a la Educación, pasado a las indemnizaciones por despidos, al otro al IVA cultural….
        No puede echarse en saco roto la política informativa del Gobierno, que ha hecho lo suyo distribuyendo palo y zanahoria. Un día recortes y reestructuraciones; a la semana, brotes verdes; a la siguiente, el FMI que advierte, y así. Para un televidente habitual no es fácil separar el polvo del grano, la paja de la esencia. No queda más remedio que descubrirse ante la sabia desinformación del Poder. Hay que estar al loro de la fibra ajena para meter trolas y combinarlas con gotas de verdad. Son como los médicos: saben que lo que cura es la dosis. Y también lo que mata.
        Quienes han podido han jugado a la disgregación y han ganado. De momento, quedan la resignación y un poco de mala hostia. Una vez más, ha renacido la España invertebrada, alimentada en una mentalidad burguesa sin espíritu emprendedor.
        En el fondo y en la forma, a lo que se aspira es a volver a la situación de antes. El obrero, el trabajador, se ha vuelto conservador, temeroso de perder lo que le vayan dejando. Se conforma con que no se rompa el mundo que conocía y que tampoco es que fuera tan malo. Peor, mucho peor, vivieron sus padres, y de cuenta de los jóvenes es que vivan mejor.
        Visto así, ¿de dónde surgirán las nuevas contradicciones?, ¿en qué resquicios del sistema se están engranando?, ¿son las contradicciones la esencia de la dinámica, del cambio?


                              Juan Manuel Campo Vidondo
                        







viernes, 7 de noviembre de 2014

¿Y si son 61 euros?

        Parece que el PSOE, en su enésimo ejercicio de regeneración, escaldado por los asuntos de los ERE,s, los falsos cursos de formación, el dinero no declarado de algún dirigente histórico, el escándalo de las tarjetas y vaya usted a saber si algo más, va a exigirse un código ético.
        En esos mandamientos morales se van a prohibir los regalos en efectivo o en especie, los favores y servicios cobrados, se renunciará a sobre sueldos, no se cobrará por asistencia a tertulias, dar conferencias o impartir clases esporádicas…, siempre que no se pase de 60 euros. Hasta ahí y no más.
        A lo que se ve, esta cantidad se estima módica, asumible, de andar por casa, políticamente correcta, suficiente para cualquier objeto digno de la estimación con que se desea complacer. Que se sepa, no ha trascendido por qué 60, y no 100, o 1000, o 10, o nada. Tampoco se sabe de contactos con las tiendas de Todo a cien.
        A uno, en su cotidiana torpeza, no le entra eso de que el código de conducta pueda medirse, aunque no niega ni por asomo de las excelencias del metro, reconocidas por todos, salvo por los británicos, que son como son, o sea, hijos de la pérfida Albión.
        Un servidor cree más bien que se trata de una cuestión de concepto y no de cantidad, para lo que se fundamenta, como tantas veces, en nuestro castizo refranero cuando afirma aquello de que Sólo el necio confunde valor y precio.
        Por si no queda claro, un ejemplo puede ilustrar. Resulta que una señora de altos vuelos no se cansaba de repetir a quien quisiera escucharla que no vendería su cuerpo por nada. Para probarla, un caballero entrado en años, feo y tripudo, le ofreció una suma considerable a cambio de que le otorgara sus favores. Ante semejante cifra, la señora respondió que se lo pensaría. El caballero, sonriente y ufano, le hizo ver que no le satisfacía hacerlo con una furcia, ramera, zorra, o como a bien tuviera considerarse y definirse. Indignada, protestó de semejante trato. Sin inmutarse, el caballero contestó que con las mujeres de esa clase sólo se negociaba el precio, tal y como ocurría en el caso que los ocupaba.
        ¿Código ético? ¿Regalos por favores políticos? ¿Cuantificaciones de la moral? ¿Adónde hemos llegado? Tantas campañas de tolerancia cero para tantas cosas y en ésta se nos plantea un número. ¿Acaso no puede plantearse el cero (0)? ¿Tanto chirría en los goznes de lo políticamente correcto? ¿Tan acostumbrados andamos a la compra y venta?
        Pese a todo, para que no queden dudas, no me siento ningún moralista. Si alguien quiere algo de mí, que vaya aflojando la cartera, que mi trabajo me cuesta. ¡Y sin recibís!


                                Juan Manuel Campo Vidondo









viernes, 31 de octubre de 2014

Políticos

       Mi sobrina critica que sea tan blando. Dice que busco palabras de doble sentido, irónicas, lo que equivale, según ella, a echarle sólo sacarina al café amargo. Con un cierto esfuerzo, como para compensar, afirma que no es que estén tan mal, pero sí que llegan como adormecidas, sin pasión, romas. Como le he ido tomando cierto cariño, he decidido hacer una prueba. Ya veremos la opinión del respetable.
        En éste de los políticos no voy a pasar por alto calificaciones del tipo de mamarrachos, payasos, cerdos, canelos, sinvergüenzas, pocilgueros. Como contraposición, situaré los de hombres de bien, dignos, esforzados, trabajadores, íntegros… o sea, los que Machado tenía como buenos en el buen sentido de la palabra.
        Dejo claro, pues, que desprecio a quienes desprecian, a los tenores huecos, a los pedantotes, a los chulos, a los barriobajeros, aprovechados, prepotentes y otras especies sub, de modo que se entenderá mejor, a tenor de la tesis de mi inquieta sobrina.
        Sin embargo, he de reconocer que, desde el Bachillerato Superior, he arrastrado un cierto complejo de inferioridad porque me fui por Letras, lo que equivalía a admitir que entendía menos que los de Ciencias. El paso del tiempo ha ido restañando cicatrices que, a mis años, apenas noto. Siempre queda algo, pero no mucho, apenas relevante.
        Ingenuo como soy, confío en quienes son y demuestran ser más listos que yo y me sacan de mis errores. Por ejemplo, muchos políticos que, aunque no estudian carrera propia ni se presentan a oposiciones, se les ve a las claras su agudeza. Por eso deciden y piensan por mí, por nosotros. Es verdad que hay, o había, una carrera que se llamaba Ciencias Políticas, pero no la estudiaban  porque ya se sabían el temario.
        Que no tengan estudios universitarios importa poco, ya que para ellos lo fundamental no es saber, sino tomar decisiones, hacer como que saben y pensar a lo grande, a lo estadista que dicen, no a estilo tropa. Yo me doblego: donde manda capitán no manda marinero, y lo que la Naturaleza no da Salamanca no lo presta.
        Pese a todo, mi torpe cabezonería me inclina a pensar que no todos son iguales, que hay diferencias, por la misma razón que los hombres y las mujeres también son distintos entre sí, y que unos piensan más en sí mismos y otros en los demás, que unos son más honrados que otros.
        Sólo los que votan a quienes mandan dicen que no merece la pena cambiar, que para qué te vas a molestar, que no hay más que ver la tele, que si no hacen más marranadas es porque no pueden, que ahí está lo de las tarjetas, los expedientes de regulación de empleo, los falsos cursillos. En resumen, que lo mejor es que nos quedemos en casa, cada uno con lo nuestro, que esto es así desde que el mundo es mundo y no lo cambia ni Dios.
       Para mí, esto de que todos somos iguales y que si no hacemos más barbaridades es porque no podemos, nada de nada. Yo no soy corrupto, ni mi hija tampoco. Mucha gente goza de mi confianza y yo de la suya. Otros caen en las antípodas y nunca entrarán en mi círculo, entre otras razones porque no me da la gana.
        Se me ocurren otras ideas, pero me las guardo para otro día, para cuando venga del psiquiatra de mirarme cómo va mi complejo. En tanto, iré tirando  de ésas expresiones contundentes que a ella tanto le gustan. Ahora bien, como salga mal, te quedas sin paga hasta San Blas. ¡Por éstas!                                


                       Juan Manuel Campo Vidondo
          






viernes, 17 de octubre de 2014

¿Podemos o no podemos?

        ¿Qué ha hecho Podemos? ¿Qué pecado han cometido? Se les acusa de populistas, de hacer soflamas, se les critica que una cosa es hablar y otra gobernar, se les pasa por los morros que no dominan los entresijos del poder, se les echa en cara que no están preparados ni son profesionales, que, encima, son demasiado jóvenes, que ya aprenderán… Se les dice todo lo que a cualquier esgarravispras se le ocurre.
        Podemos se ha atrevido a entrar en el Sancta Sanctorum de los partidos dominantes, no ha hecho caso a las recomendaciones de calma y paciencia, de que ya se arreglará, que se predican desde cualquier tribuna política. Se ha posicionado en las antípodas del PP, que siempre ha tomado la política, en especial el poder, como su derecho exclusivo, su cortijo particular, su solar patrio. Desconfía también del PSOE, que dice una cosa, promete una alternativa, y, luego, se pliega a la política que llama real. Tampoco tiene nada claro Podemos  que la izquierda no tenga más que una vía.
        Podemos se pone del lado de los desahuciados, de los violentados por la crisis, de los pobres, de los que nunca han sido nada, y les ofrece dignidad, honradez, claridad y transparencia. Se siente harto de un sistema que profundiza las desigualdades, que idolatra la tiranía del dinero. Le da asco la política de siempre, detesta la corrupción, cree en la democracia, en el individuo real y solidario. A cambio, recibe como respuesta que se peine bien y guarde las formas.
        Podemos recoge descontento, indignación, hartazgo de prepotencia y desigualdad. Se hace representante de los desposeídos, de los parias de  la tierra. Cree que la democracia se hace, se conquista, se trabaja, y lanza sus ideas entre los desencantados, los cabreados, los impotentes ante tanta canalla sin muestra de arrepentimiento. Lucha contra la resignación y reclama humanismo y razón. Huye de un futuro de competición egoísta, cruel, en el que la mentira y el engaño no puedan prosperar. Entona su canción de utopía posible para que sea entonada por los adversarios de la estafa.
        Los políticos al uso se reirían de ellos, o no les harían ni caso,  si no fuera porque reciben votos, muchos votos. Es lo único que ha hecho que los gobernantes y aspirantes a gobernantes cojan miedo, de modo que se ha hecho preciso descalificarlos, anatematizarlos, excomulgarlos con lo primero que se les ocurre. Por ejemplo, les dicen vendidos al oro venezolano en tanto que no acaban con los paraísos fiscales, las ingenierías financieras fraudulentas, la especulación codiciosa o acometen de una puta vez la reforma del sistema fiscal.
        Por mucho que al PP le pueda favorecer electoralmente, no perdonan el estilo; no se perdona a los advenedizos, no se perdona a quienes plantean los asuntos fuera del redil, no se perdona a quienes acusan a los que siempre han estado. Reivindican que la política es para los que saben, para los profesionales, no para la gente de la calle ni de la universidad. Los maestros a la escuela, a enseñar, que es lo suyo.
        Podemos, por mucho que se les ataque de extremistas, radicales, antisistema, amigos de etarras y otras lindezas, no deja de ser un movimiento de izquierda, al menos en parte. De modo que ojo a quienes se dicen de izquierdas: el PSOE debe demostrarlo en los tiempos que corren; IU que eche cuerda a mojo. Podemos puede que se estrelle en la política diaria o que el aterrizaje sea dificultoso. También puede que no.
        Pase lo que pase con su futuro, los simpatizantes y miembros  de Podemos deben tener claro que en los pueblos las políticas aterrizan a nivel de calle con menos transiciones y cortapisas que en los núcleos más grandes, que no se hace política nacional, sino local, que las propuestas y alternativas de actuación han de ser rastreadas, pensadas, atomizadas, trabajadas y seguidas durante mucho tiempo hasta que llegan a ver luz, si es que llegan; que no basta con el corazón y las ganas, sino que hay que incorporar tesón y coraje, que el contexto de actuación es muy concreto y no vale irse por los cerros de Úbeda.
        No está de más recordar que en los 88 kilómetros cuadrados de nuestra jurisdicción municipal de Peralta, UPeI no es el enemigo, no representa a la casta. Su trayectoria desde las primeras elecciones democráticas en 1979 lo avala. UPeI no necesita demostrar quién es, quiénes la conforman, a quiénes  representan y por quiénes trabajan. No se dan carnets ni patentes de corso a los afiliados y simpatizantes. Los elegidos responden ante el Consejo, ante la Asamblea y, finalmente, ante sus votantes y el resto del pueblo. Es un camino trazado desde hace muchos años y del que no va a salirse. No entiende la política de otra forma que como servicio público. Y tiende la mano a todo aquel que quiera sumarse a ese proyecto ético que no cambia legislatura tras legislatura, sin dobleces, sin máscaras.
        Como decía el poeta, arrieros somos y en el camino nos encontraremos.

                           Juan Manuel Campo Vidondo


sábado, 11 de octubre de 2014

Se habla del tiempo

        Todos los días suena la misma canción. Da igual que sea en el bar, en la tienda, en la carnicería, barriendo la escalera o en el estanco. Es indiferente que estemos en primavera, verano o cualquiera de las otras dos. Tema obligado.
        Se habla del tiempo, del meteorológico. Del que ha hecho, del que se barrunta para hoy, del que va a venir, de los años pasados, del futuro que nos espera. Se alarga en conversaciones que giran alrededor de que antes se pasaba más calor, o no; más frío, o menos; menos nevadas, o más; cuándo llovía, cuánto llovía y dónde llovía. Las canaleras se llenaban de calamocos y las orillas del río se helaban; la pertinaz sequía agostaba hasta los discursos. Cada cual, en virtud de su derecho a opinar, lanza su experiencia al oído del interlocutor, el cual atiende o no, asiente o disiente, mira para otro lado o aguanta a pie quieto.
        Se quiere tener razón o, por lo menos, que te la den, y, si uno dice que ha llovido mucho, el de al lado contestará que tiene que llover más, y el de más allá replicará que agua de cielo no quita riego. Quienes no hablan no es porque no quieran, sino por si acaso. Lo de la razón es un decir: cuenta más, mucho más, la voluntad de imponer. Lo de menos es que uno haya visto la Luna con halo y el Sol demasiado rojo. Lo que importa es que valga, que les valga; no se pide más, ni menos.
        Sin ir más lejos, el martes pasado un parroquiano se arrancó con que está revuelto el día. Tiempo le faltó al colega de café para contrariarlo con que lo justo para octubre. Del extremo de la barra salió un desde luego que nadie supo interpretar. El camarero los escuchaba y ponía cara como que no oía mientras parecía secar un vaso.
        Antes se confiaba en los del campo, sobre todo en los pastores, se les preguntaba por lo menos, lo que no quitaba para que otros se fiaran más de sus rodillas doloridas o de sus caderas renqueantes. Hasta había quien hinchaba las narices para absorber la cantidad de humedad, tal cual un higrómetro de los de ahora. No se hablaba de anticiclones, borrascas, perturbaciones, frentes, crestas, vaguadas o isobaras: no había. Ahora, poco a poco, se van fiando de los meteorólogos, casi a la fuerza, para no aparecer como incultos, pero no dejan de sonreírse con suficiencia cuando se equivocan, sobre todo, los de la tele.
       A todo hijo de vecino bien empadronado le gusta saber del tiempo, no opinar por opinar sino con fundamento, si bien, en el fondo, prefiere creer más que basarse en la ciencia, en esos principios físicos complicados, basados en la observación, en la paciencia, en la transmisión. A uno le parece que se debe un tanto a que no nos abandona la idea de predecir el futuro, ahondar en el destino, algo así como que el oráculo de Delfos sigue presente.
        Vuelven los presagios, las adivinaciones, los augures, las brujas. ¿O es que nunca se habían ido? Al fin y al cabo, de siempre ha sido más fácil creer que investigar y la civilización no ha pasado de ser una isla en medio de lunáticos que trataban de imponer sus creencias y voluntades.
        Mi sobrina, que es como es, tan suya, hace como que eso del tiempo le da igual, que ella tiene que estudiar haga bueno o malo. Pero a mí me parece que lo dice con la boca pequeña. Se le nota que no va por Ciencias.

                         Juan Manuel Campo Vidondo
                         11 de octubre de  2014  

         

sábado, 4 de octubre de 2014

¿Qué le harías, Montoro? ¿Qué le harías?

      

        ¿Les suena el nombre, verdad? Sí, hombre, el mismo, el ministro de Hacienda, el de los impuestos, el del IRPF y del IVA.
        Es ése que mira con cara de sabihondo y sonríe con suficiencia, como perdonando a quien le pregunta, como diciéndole que no se preocupe, que es joven o inexperto, que ya aprenderá, que no termina de aclararse, pero que él, con gusto, lo saca de su error.
        Es el que, tras esas gafas perspicaces, muestra una cara entre hurón y ardilla, de poca cosa, pero que ya, ya, negando que haya habido una amnistía fiscal, que lo que ha habido ha sido una regularización y, a continuación, añade que va a bajar los impuestos, por mucho que le contesten y le digan que los deja parecidos a como estaban.
        El que, cuando oye hablar de reforma fiscal progresiva, abre la boca de par en par y afirma que ya la hacen, y que, si no hubiera sido por la herencia recibida, le estaríamos haciendo un monumento, que en este celtibérico país somos unos desagradecidos y que no hay más que consultar los datos macroeconómicos para caer en cuenta que sus desvelos van dando frutos.
        Por si aún no han caído, es el mismo que ve impotente cómo la deuda pública crece y nos ahoga y va a dejarla como herencia, pero no lo dice porque ya lo sabemos todos. En el fondo, un buenazo que no tiene la culpa de nada, como cuando insinuaba desde la oposición que la crisis la arreglaba él a la pata coja. Ya lo han dejado ya…
        El mismo que un ciudadano se lo llevó hasta su lápida funeraria en noviembre del 2013, recordándolo in memorian: MONTORO. CABRON. AHORA VEN Y COBRA.
        Que se sepa, en la historia de este país no hay precedente de tal fijeza, digna de haberle dedicado la mitad de esta otra: QUERERTE FUE FACIL. OLVIDARTE IMPOSIBLE. Un corte de mangas en la puerta de la última morada la verdad es que se las trae. Más aún si se tiene en cuenta que el finado era simpatizante del mismo partido que el ministro, populares ambos.
        A lo que parece, el difunto sufrió el desencanto de los recortes y la subida del IVA cultural hasta el 21% que le perjudicaron directamente, ya que era promotor de conciertos y representante de grupos. Llego a montar una orquesta familiar recorriendo los pueblos de Castilla de verbena en verbena… El caso es que fue acumulando deudas con la Seguridad Social y la Diputación, hasta que se declaró insolvente en 2009 y una enfermedad lo fue minando.
        Espero que descanse en paz. No obstante, ya empieza a ser un tópico que Polvo somos y con Hacienda nos las veremos, por lo menos algunos, los de siempre, los de la nómina, los que no entendemos de ingenierías financieras ni tributarias.
        ¿De verdad crees, Montoro, que merecía la pena pasar a la posteridad llevándose al paisanaje con los pies por delante?


                                  Juan Manuel Campo Vidondo


domingo, 28 de septiembre de 2014

¡Y mi coche en el taller...!

             ¡Y mi coche en el taller…!


        La semana pasada tomé el autobús de línea a Pamplona. Debía hacer unos recados que me había mandado yo solo y que no admitían excusa ni delegación. Mi coche precisaba de urgencias en el taller, de modo que no tenía elección: o autobús o sin recados.
        Como en otras ocasiones a las que me había visto abocado por necesidad, en la parada esperaban jubilados, emigrantes, usuarios de hospital, estudiantes, mujeres que hablaban de compras, disminuidos en general y pobres sin vehículo propio. Lo de siempre, a grandes rasgos. A la vista estaba que lo colectivo no se lleva, que es más de apurados, desvalidos, pelagatos, desposeídos, pobres diablos y pelones.
        Lo cierto es que oigo hablar mucho de la conveniencia de utilizar el transporte público, pero, a la hora de la verdad, se usa más bien poco y como a regañadientes, porque no queda otra. Sus virtudes, tales como precios baratos, inexistencia de problemas de aparcamiento, ausencia de  malos genios contenidos a la hora de echar gasolina o pagar peaje, nada de golpes no queridos o multas inoportunas, viajes relajados, sin nervios, descansando, durmiendo o leyendo, quedan subyugadas por el todopoderoso cuando quiero y como quiero.
        Ya se sabe que en este país, en cuanto rascas un pelín, aparece un ibero indomable. El inconveniente de cumplir los horarios porque, si no, se va y se queda cara de tonto, la incomodidad de un compañero de asiento pesado que hasta le puede oler el aliento, o la eternidad del trayecto en su itinerario turístico foral, son cargas onerosas, poco digeribles, demasiés pal body.
        Estos y otros intentos de reflexión a pequeña escala, de andar por casa, en particular la de la rapidez, o sea, la de perder el menor tiempo posible en el viaje, me llevaron a preguntarme en qué y en cuánto valora el paisanaje su tiempo, y, la verdad sea dicha, no encontré ninguna explicación medianamente razonable.
        Eso sí. Tras la convicción de que el auto era como una segunda piel, me asaltaron otras cuestiones del tipo si se podía vivir sin utilitario propio, qué sería capaz de hacer el paisanaje en caso de no tenerlo, es decir, cómo se las arreglaría, cómo nos las compondríamos. Di vueltas y vueltas y, en resumen, no llegué a ninguna conclusión mínimamente válida, a no ser que mañana sin falta me pasaba por el taller a ver cómo iba el coche.
       


                         Juan Manuel Campo Vidondo
                         29 de septiembre de 2014






sábado, 20 de septiembre de 2014

¡Qué bien se está trabajando!

        
          Una tarde de este recién terminado verano, se aliaron el calor y la falta de viento moldeando un día bochornoso, pesado, lordo. Entré en un bar a tomar una cerveza fría, amable y en botellín, que compensara el ambiente. Pocos parroquianos. Dos de ellos, en la barra, hablaban sin gritar, sin prisa, casi como por decir algo:

-      ¡Qué bien se está trabajando! – oí.

        Entendí las palabras, pero no el contenido. No me cuadraba que trabajando se estuviera mejor, así que orienté las antenas por si captaba fragmentos que me compusieran la falta de armonía.
        Apenas un par de minutos después, me quedaba más o menos claro que el sentido no era otro que las bondades del trabajo, no de él en sí mismo (aburrido, monótono, rutinario, a golpe de reloj y encargado, no gratificante…), sino del salario que conllevaba y las virtudes que reportaba. Es decir, vacaciones, casa, préstamos pagables, consumo a gusto en función de su cantidad. Así se podía vivir. El desempleo aparejaba lo contrario, lo que nadie quería.
        La tesis me pareció razonable. Sin embargo, recordé que no hacía tantos años el curro no pasaba de ser, simplemente, un mal necesario. Limitaba tiempo, recortaba voluntades, no dignificaba lo más mínimo. Suponía la parte de vida que uno debía cubrir para hacer con el resto lo que, más o menos, le pedía el cuerpo y la familia, si la tenía.
        También me vinieron a la memoria los años de reivindicaciones laborales, los convenios colectivos, las compensaciones familiares, los recortes horarios y demás mejoras que, vistas desde ahora,   pertenecían a una especie de edad dorada. En el presente, se llevaba el contrato individual, la precariedad, la indefensión, las buenas formas y el dar las gracias.
        Banqueros y cajeros, partidos y empresarios, sindicatos  y gobernantes, parecían confabulados en decir esto es lo que hay, y no hay más. O lo tomas o lo dejas. Invocaban la libertad como si los trabajadores pudieran ser libres, como si estuvieran en condiciones de decidir.
        No hacía falta ser un talento para comprobar que los tiempos habían cambiado. La vía de tren era, una vez más, única. Algunos, los más viejos, rememoraban con nostalgia; otros, ni siquiera imaginaban que esas situaciones de confrontación y diálogo hubieran existido; no faltaban quienes preferían echar la siesta o hacer como que no se enteraban.
        Los currantes seguían siendo necesarios, pero menos. Los empleadores tenían dónde elegir. Siempre se podía echar a reñir a una mitad contra la otra mitad. El que más chiflaba, capador. En este escenario y con semejante decorado, los protagonistas que fichaban eran menos protagonistas. Tenía razón el parroquiano: ¡Qué bien se estaba trabajando! No todos podían decirlo.



                           Juan Manuel Campo Vidondo.

                           20 de septiembre, 2014.





martes, 16 de septiembre de 2014

Juventud, divino tesoro (II)
La verdad es que las líneas anteriores no me han dado mucha risa, ni poca. Lo ajustado sería decir que ni pizca, nada de risa, me ha proporcionado atisbar que éste es el panorama de una de las generaciones mejor preparadas de la historia de este país.
Y eso que apenas se ha desbrozado la cesta de la compra y la vestimenta que ha de tapar las naturales desnudeces. Que ya se sabe que el que se alimenta mal termina peor, y no es cuestión de pasearse en plan selvático con cuatro trapos, en particular cuando se presenta el frío.
Visto lo visto, me pregunto qué esperanzas abrigan, quién se las va a ofrecer, qué ha pasado con lo que se les había hecho concebir, cómo se han desvanecido, dónde se han truncado, a quién recurrir para depositar lo que les queda de confianza. ¡Qué abandono! ¡Qué pena!
Las preguntas no terminan de arremolinarse en mi más que limitada cabeza y, más bien, unas llevan a otras, como en un círculo que se construye a sí mismo: ¿Alguien se declara culpable? ¿Hay responsables? ¿A quién se le echa el muerto? ¿A Fuenteovejuna? ¿Al dueño del balón?
Ministros tiene el Gobierno, consejeros la Banca y ejecutivos las empresas, amén de quienes nunca salen en periódicos ni telediarios, que podrían contestarlas, lo que no obsta para que los ciudadanos de a pie nos planteemos si podemos andar por la calle con la cabeza alta, si se nos cae o no la cara de vergüenza de dejarles lo que les dejamos.
De pequeño, me enseñaron que las cosas no pasaban porque sí, que siempre había una causa, un culpable. A lo que parece, en este país, no. Aquí, la culpa tiene autopista hacia los demás, como en la escuela: ¡Yo no he sido! Mientras haya pequeños a quienes acusar, no hay problema.
Al fin y al cabo, tampoco es para sorprenderse tanto. Más se perdió en Cuba y tampoco hubo responsables: cada uno cumplió con su misión. Por estas tierras, no tendremos medios, pero lo que no falta es capacidad de inventiva. Aquí se demuestra a las claras que hemos inventado el asesinato sin asesino. Con dos cojones.
Lejos ha quedado aquello de que inventen ellos. Ahora, a nuestros jóvenes les damos la educación, los formamos y los exportamos por esos mundos para que trabajen en condiciones, para que inventen por ellos, para que sean como ellos, como los que los reciben.
Ni que decir tiene que no escondo ninguna llave que abra la puerta que conduce a las razones de semejante situación, pero, sea como sea, nuestros hijos y toda su generación no son culpables de esta maldita crisis y merecen vivir en un país mejor que el que tuvimos sus padres.

Juan Manuel Campo Vidondo
16, septiembre, 2014

martes, 2 de septiembre de 2014

Juventud, divino tesoro (I)

           

        Intento meterme en la piel de un joven entre 18 y 30 años, por limitar el tiempo,  que vive en el solar ibérico y quiere independizarse. Le ha entrado cierto malestar moral por exprimir a sus padres y empieza a tener sentimientos de culpa disimulada, no muchos pero algunos sí.
        Cuenta con un salario de unos 700 euros o poco más, que ya quisieran todos, con el que ha de cubrir las necesidades básicas de alimentación, vestido y vivienda, que, como es sabido, requieren atención diaria y no admiten pagos permanentes en diferido.
        Pongan ustedes la cantidad que consideren digna, como si se tratara de su propio hijo, y encabecen con ella el concepto de Gastos. No olviden que en el capítulo de vivienda entra el alquiler, la luz, el agua, la calefacción, la basura, el fairy… La consideración de una posible hipoteca abandónenla por fantasiosa, fuera de la realidad.
        No me parece de más suponer que alimentará algún que otro vicio menor, como el tabaco, las cervezas y ocasionales combinados. Los vicios mayores e inconfesables no vienen al caso por definición, o sea, porque no. Sigan anotando.
        Si ocupa su ocio con cine, libros, o lo que prefiera dentro de la idea de necesidades culturales, aunque sea de ciento a viento, habrá que consignarlo, lo mismo que los discos, porque no va a ser todo pasarse por la biblioteca o pasear por las sendas comunales. No dejan de ser otra forma de alimento. Poco o mucho, anoten.
        Si nos paramos a pensar que no vive aislado y que los amigos, la familia y, quizás, la novia, cumplen años, habrá que hacerles ver su cariño en  forma de regalo. Este concepto, como no se da más  que una vez al año por cabeza, no va muy allá, pero es obligado sumarlo.
        Tengamos en cuenta que los mayores viajábamos poco, casi nada, pero estas generaciones tienen la necesidad creada. Es cierto que pueden satisfacerla con coche propio, normalmente regalo o dejación familiar, pero esto conlleva una hilera enorme de gastos secundarios, por lo que es mejor decantarse por el transporte público o el utilitario de algún amigo, al que, por lo menos, habrá que pagar combustible. Así pues, sigamos añadiendo.
        Sabiendo que me engaño, no he tomado como prioritario el menester de honrar las fiestas de los pueblos cercanos y otros más importantes, donde se encuentran colegas de estudios con los que recuerdan batallas de todo tipo y pelaje. Agreguen, no se cansen, agreguen.
         Parece necesario el día de la graduación o licenciatura, si llega el caso, apechugar con gastos como: peluquería, esteticien, fotógrafo, complementos, para tener un físico determinado y definido por los cánones de hoy en día; entonces… ¿quién paga el gimnasio, la piscina o la dietista?
        Aún faltan muchos conceptos, pero acabamos con lo que hasta hace poco cualquier trabajador tenía por imprescindible: las vacaciones. Pero todo no puede ser, de modo que, de momento, ya basta.
        ¿Cuánto les ha salido? Yo no lo digo, porque me da mucha risa.

                       Juan Manuel Campo Vidondo

        Con la colaboración de Marina Campo

2-septiembre-14