lunes, 30 de noviembre de 2015

Las suyas, mayores.

        Dejó el perro atado a un automóvil enfrente de la sucursal bancaria. Tiró el cigarrillo al suelo y entró. Un par de minutos después, apareció el que debía ser dueño del coche y, sin fijarse en el perro tumbado y amarrado a su coche, arrancó. Unos cincuenta metros más adelante, un vecino, con los brazos en alto, casi en medio de la calzada, le llamó la atención para que parase.
        Así lo hizo, arrimándose a la acera. Paró, se bajó, preguntó al vecino qué pasaba y se percató por sí mismo de lo que ocurría. En ese momento, llegó corriendo y vociferando el dueño del perro, que se puso a recriminar de malas formas al conductor y al vecino con frases como que había que tener más cuidado, que también los animales tenían sus derechos y que no se podía andar así por la vida. Llegó a comparar cánidos y humanos con grave menoscabo de nuestra especie, lo que no fue del agrado de los recriminados.
        La cosa no pasó a mayores no porque terminaran por convencerse con persuasivos razonamientos, sino porque, oportunamente, se presentó un municipal y zanjó la cuestión. El dueño indignado se llevó el perro, y conductor y vecino se quedaron hablando entre ellos con muy malas caras, despotricando contra él.
        En cuanto llegué al bar, lo conté a unos parroquianos que mataban el tiempo en la barra. No se extrañaron ni mucho ni poco; bueno, un poco sí, porque no es frecuente que un perro se vea obligado a correr contra su voluntad. Ahora bien, sin apenas dejarme terminar, cada uno se puso a contar la suya: que si un perro se le había enfrentado, que si un municipal le había puesto sin derecho una multa, que si el del banco le había vendido unos bonos convertibles, que si daba pena andar por el pueblo sorteando excrementos… El dueño del bar también contó no sé qué del horario de cierre.
        En cuanto acabé la cerveza, me despedí y me marché. Otro día lo intentaría con otra historia que contara con sus toques de exageración y pequeñas omisiones a la verdad. A la mía le faltaba sangre, quebranto económico. Ni siquiera el perro había sufrido daños. Debía aportar más realismo, detalles más dramáticos, truculencias oportunas, gotas de humor, algo de corrupción, rumores sobre políticos locales…

                         Juan Manuel Campo Vidondo
       






domingo, 22 de noviembre de 2015

¡Haga el favor!

        Faltaban pocos minutos para que cerrase el estanco y unos cuantos clientes tardíos guardábamos  turno para comprar nuestras dosis. Era sábado, los domingos cierran los estancos, y la provisión no puede faltar ya que se juega uno la calma y la armonía personal y familiar.
        Un hombre, que sobrepasaba los setenta años, calvo y membrudo, ataviado con un chaleco reflectante y pinzas en los bajos del pantalón, entró sin saludar, con cara de alarma y angustia,  y se dirigió directamente al mostrador saltándose la vez a la torera, sin mirar siquiera a quienes esperábamos ser atendidos. Encaró a la estanquera con ansiedad,  entregándole un móvil que llevaba en la mano y un papel con un número de teléfono:
        - ¡Haga el favor! ¡Llame a María y dígale que baje a la puerta del hospital, que la espero allí! – le ordenó en un tono más que nervioso, al tiempo que salía de la expendeduría.
        La dependienta se le quedó mirando con cara de asombro, abrió mucho los ojos y un poco la boca, y, contagiada con las prisas y los nervios marcó como pudo el número anotado. Mientras, la concurrencia emitía sus pareceres:
        - ¡Qué cara tan dura! – dijo una señora bajita.
        -¡Habrase visto desvergüenza! – gritó un señor muy mayor.
        - Oiga, que todos tenemos prisa – espetó a la muchacha un joven con vaqueros.
        El ciclista volvió a entrar con la misma prisa o más que antes y preguntó:
        - ¿Ha llamado? ¿Qué le ha dicho?
        La parroquia aún se agitó más si cabe:
        - ¡Otra vez el tío éste! – saltó una señora que llevaba una bolsa de compra.
        - ¡La próxima vez venga antes! ¡Que todos tenemos el mismo derecho! – aulló un tipo con cara de mala sombra.
        La chica del mostrador, visiblemente nerviosa, agitando los brazos, se dirigió al ciclista:
-      Dice que ya ha salido para casa. Que coja usted la bici y vaya hasta allí – le comunicó al tiempo que se acompañaba de un intento de sonrisa.
        Sin mediar más palabras, sin dar las gracias ni disculparse con la clientela, agarró móvil y papel, salió a la calle, cogió la bicicleta que tenía apoyada en la fachada, se montó en ella y se marchó pedaleando a buen ritmo.
        El resto de los presentes no criticaron porque pensarían que se trataba de algo serio, pero, que yo oyera, nadie preguntó qué ocurría, ninguno dijo esta boca es mía. Nadie se interesó por si ocurría algo grave. La estanquera tampoco soltó más palabras. Cuando me tocó el turno, pedí sin levantar la voz, me dio mi paquete de tabaco, pagué y me marché. Ni respiré.

                           Juan Manuel Campo Vidondo
                      






lunes, 2 de noviembre de 2015

Otra avería

        Amanecí de buen humor, con ganas de desahogo. Me había concedido unos días de vacaciones a mi salud, no sé si merecidas o no, y me sentía dispuesto a aprovecharlas. Había alquilado a buen precio un apartamento en un pueblo costero, lucía el sol y decidí darme una vuelta por la playa. Antes de salir, en prevención de inconveniencias prostáticas, meé y tiré de la cadena, pero la cisterna no funcionó.
        Lo intenté más de una vez con el mismo resultado, de modo que, teniendo en cuenta mi más que demostrada habilidad manual, que hacía decir a mi madre que menos mal que no me ganaba la vida con las manos,  se imponía una llamada telefónica a un fontanero. Esto, en pueblo ajeno, no conocido, sin referencias, podía acarrear sus riesgos, pero no quedaba otro remedio. Tras la oportuna consulta con las páginas amarillas, tecleé y esperé unos segundos. Expliqué a mi interlocutor lo que ocurría, pronunció tres o cuatro veces ajá y prometió que se presentaría en la dirección que le daba en cuanto arreglase un asunto de poca monta.
        Dos horas más tarde, timbraron al portero automático y, al minuto, apareció en la puerta de entrada a casa un señor que presentaba todas las pintas de la jubilación, con gafas de intelectual y cabeza despejada, camisa a cuadros, chaqueta de punto, pantalón de entretiempo y zapatos deportivos, o sea, poco o nada que ver con el estereotipo que yo tenía formado de un fontanero. Pero me dije que no era plan de andar con exquisiteces, que, al fin y al cabo, los espías tampoco lo parecían y los políticos tenían muchos veres. Saludó con educación, me dio la mano, preguntó por la habitación donde se encontraba el baño  y se metió en ella. Salió diez minutos después explicando no sé qué de flotadores y gomas, con mucha soltura y desparpajo, como si yo lo entendiera, como si fuéramos casi colegas.
        Concluidas sus innecesarias aclaraciones, se interesó por si había algo más que atender, a lo que respondí que no y que cuánto le debía. Sin consultar material auxiliar, me respondió que eran cincuenta euros. Sin reflexiones incómodas, sin pensar en economías sumergidas, dinero negro, doble contabilidad, escaqueo de impuestos, ni nada parecido, saqué un billete de la cartera y se lo entregué. Se me pasó por la cabeza si los honorarios contabilizaban desde la hora de la llamada o sólo correspondían al tiempo del arreglo, pero un sexto sentido me hizo permanecer callado.
         Debo decir que en todo momento se mostró amable, sonriente, educado, casi como de la familia, y hasta me informó de otras averías más serias que se disponía a acometer en cuanto saliera de mi casa.
        Igual que ocurrió con la avería de la caldera, me sentí contento de que todo se hubiera solucionado con rapidez y eficacia. El precio era lo de menos. Ya podía mear y descargar el vientre en condiciones. A mis años, me daba por satisfecho.
                                  


                          Juan Manuel Campo Vidondo