De cuando en cuando me da por releer los viejos
libros que hubo que estudiar en los tiempos universitarios para ver qué queda,
de qué me he alimentado, qué provecho puede sacárseles si alguno hay. No sé
hasta qué punto obedece esta manía a la nostalgia que da el paso del tiempo,
pero el caso es que ahí está y peores costumbres se ven por este mundo. Esta
semana le ha tocado el turno a Menéndez Pidal y su ensayo Los españoles en la historia.
Como a tantos otros, a Pidal le
dio por ponerse a pensar qué cosa era ésta de España y los españoles, es decir,
si tenia esencia o rasgos que la diferenciaran y definieran, o no era nada, a
no ser una mera entelequia, una construcción mental. En esto seguía a Ortega,
Unamuno, Azorín, Larra, Jovellanos, Feijoo, Quevedo y otros anteriores que nos
llevarían hasta los griegos y romanos por lo menos, a Plinio, Estrabón y
Herodoto. Quizás los mismos iberos y vascones se lo preguntaron, pero no quedan
rastros. Es posible, sin embargo, que Atapuerca nos proporcione alguna sorpresa
en este sentido.
En pocas palabras, que el ser y existir
de los pobladores de esta península ha preocupado a propios y extraños y ha
sido constante objeto de manipulación histórica, según conviniera a quien lo
contaba. Tampoco es de extrañar porque ahora, en este siglo XXI, tan moderno
él, pasa tres cuartos de lo mismo.
Parece que, salvando Roma, lo que más
se ha asemejado a un Estado ha sido el reino visigodo y que la monarquía
ovetense mostró un claro propósito por constituirse en heredera, afirmando su
derecho a redistribuir por pressura la
propiedad de las tierras supuestamente desiertas y sin dueño que, gracias a la
retirada musulmana más allá de la cordillera central, iba incorporando a sus
dominios. Sin embargo, no parece menos cierto que Portugal, Castilla, Navarra y
Aragón ignoraban o rechazaban la continuidad del reino godo. No obstante,
pasado el tiempo, todos los reyes de España procedían de una misma dinastía, la
de Sancho el Mayor de Navarra.
Hablando de los moradores, para
Menéndez Pidal, la sobriedad es la cualidad básica del carácter español. Se
conforma con la doctrina de Séneca, según la cual no es pobre el que tiene poco
sino el que ambiciona más, dado que las necesidades naturales son muy
reducidas, en tanto que las de la ambición son inagotables. Según Gracián, hasta vencer la dificultad sudan, y
conténtanse con el vencer; no saben llevar a cabo la victoria.
Hace notar que gran parte de la
colonización americana y de la historia de España no es sino una serie de muy
aventuradas improvisaciones, con protagonistas fuertes sufridores de lo peor,
en una especie de apatía que significa conformidad y satisfacción: la pobreza
alegre no es pobreza. Pese a todo, no deja de mostrar asombro cuando dice que para descubrir tierras y océanos que forman
un hemisferio entero… no necesitaron los españoles más de cinco decenios.
Le atrae a Pidal la idea de que el
hispano tiene una fuerte tendencia a la nivelación de las categorías y clases
sociales. Cita a Hernando del Pulgar, para quien el mayor elogio es decir que era hombre esencial, aborrescedor de
apariencias e de cirimonias infladas.
Se detiene en la idea de la fama,
sacando a escena a don Juan Manuel: Murió
el hombre, mas no su nombre. Muera el hombre y viva el nombre. Este anhelo
de una segunda vida, la de la fama honrosa, dominaría al español, y la enlaza
con el permanente individualismo, piedra angular del espíritu hispano: El español propende a no sentir la
solidaridad social, sino tan solo en cuanto a las ventajas inmediatas. De ahí,
bastante indiferencia para el interés general, deficiente comprensión de la
colectividad, en contraste con la viva percepción del caso inmediato
individual, no sólo el propio, sino igualmente el ajeno. Así pues,
sobreestima de la individualidad.
De este rasgo provendría el común irrespeto a la ley, puesto que la
consideración del individuo se antepone a la de la colectividad: Las leyes sólo sirven para darse el gusto de
no cumplirlas… Al amigo hasta lo injusto; al enemigo ni lo justo. Por lo
mismo, hay una ceguera que no es capaz de percibir el valer de los otros, sino
el propio, y que degenera en envidia, aversión hacia las excelencias ajenas
promovida por el dolor de la propia inferioridad.
No le cabe duda de que la actuación más
popular que se considere no puede producirse sin la levadura de una minoría. En
este sentido, España habría dado modelo de dos tipos especiales, el guerrillero
y el conquistador, en el que ambos representan la organización del
individualismo frente a un adversario muy superior.
Pese a lo dicho, reconoce que
en la masa, en el común de las gentes, el individualismo ofrece valiosas notas
positivas. La más saliente es el vivo sentimiento de la propia dignidad,
ennoblecedor de la vida toda, muy perceptible incluso en las clases más
desvalidas y en las situaciones más humilladas. Sobre todo la literatura ha
dramatizado el impulso definitivo de la dignidad personal atropellada. Otros
autores, como Unamuno, han visto en esto un desordenado y enfermizo amor
propio, un quisquilloso temor a la opinión pública. En general, ese honor
individual es presentado como dignificador de la clase plebeya y rústica, y
termina afirmando que la debilidad de España no se debe a la indocilidad del
pueblo sino a la incompetencia de las minorías que lo rigen.
No se cansa de manifestar la fragilidad
del espíritu asociativo en España. Los beneficios que la cooperación puede
acarrear se sienten más confusamente que las ventajas de la suelta acción
individual, aunque ésta ofrezca a la larga menores resultados. La simple
convivencia llega a mirarse como un estorbo por las necesarias limitaciones que
exige: cada uno quiere obrar a sus anchas, sin tener en cuenta a su vecino.
Un aspecto que le interesa
particularmente es el que toca al unitarismo y regionalismo. Afirma que, por su
misma geografía, España es un país de división, pero que los montes no tienen
ese poder aislador que se les atribuye ni sirven de límite en Cataluña ni en
Portugal. Ni la variedad de razas sobre el suelo peninsular es superior a la de
Francia, por ejemplo.
Ya en el siglo I antes de Cristo,
Estrabón notó entre los iberos un orgullo local mayor aún que en los helenos,
que les impedía unirse en una confederación. Por otro lado, dentro de la
organización administrativa romana, España, aun dividida en varias provincias,
fue siempre considerada como una unidad
superior a la división provincial. Sin embargo, el mozárabe que en Toledo,
lleno de dolor, redacta una extensa crónica en el año 754 no dice una palabra
de Pelayo ni de Alfonso I; quizás ni sabía de ellos o no le importaban.
No obstante, ninguna de las otras
provincias del Imperio romano caídas en poder de los musulmanes reaccionó como
España. Los reinos surgidos después reconocen su unidad de empresa hispánica en
la reconquista total. Todos los reinos se sentían incluidos dentro de cierta
unidad cultural basada en una larga tradición política y religiosa común a la
España romana y goda. Con el tiempo, se llegó también a la unidad dinástica,
parentesco renovado con alianzas matrimoniales.
Para Pidal, las causas del localismo no
son las diversidades étnicas, psicológicas y lingüísticas, sino justamente su
contrario: la uniformidad del carácter, en todas partes individualista, el
iberismo de Estrabón poco apto para concebir solidaridad. Según él, la lengua
no determinó la formación de los reinos y condados de entonces, no fue tenida
en cuenta para nada: todos los reinos eran bilingües.
Desde esas premisas sostiene que el
nacionalista pretende sacudir el peso de la historia y someter su idioma nativo
a una acción descastellanizante, queriendo suprimir el natural y universal
fenómeno lingüístico de los préstamos entre dos idiomas tangentes, préstamos
mutuos, aunque siempre recibiendo más la lengua menos vigorosa. Como
consecuencia, todo es abultar artificiosamente los hechos diferenciales y tomar
el idioma como instrumento de odios políticos.
Cita a Donoso Cortés cuando éste decía
que el carácter histórico de los
españoles es la exageración en todo. Lo mismo hace con Larra: Aquí yace la Inquisición; murió de vejez.
Aquí reposa la libertad de pensamiento; murió recién nacida. Aquí yace media
España; murió de la otra media. No tiene empacho en afirmar que la
enfermedad causante de la decadencia bajo los Austrias fue el orgullo a la
judaica, creyéndonos el nuevo pueblo de Dios, lo cual nos divorció de Europa. Y
sigue con que la intrusión en los asuntos europeos fue un inconmensurable
absurdo, mientras que, si al acabar la Reconquista se hubiera concentrado
España en su actividad interna, hubiera llegado a ser una Grecia cristiana, lo
mismo que decían Ganivet y Unamuno.
No puede olvidar lo que sostenía Ortega
de que la nación no sufrió una decadencia en la Edad Moderna, sino que carecía
de salud desde la invasión de los godos. Era una insuficiencia debida a la
ausencia o escasez de minorías directoras y a la indocilidad de la masa para
ser dirigida lo que condujo a la invertebración histórica de España.
Hay más, pero ya vale. Creo que estas
ideas pueden servirnos para reflexionar. ¿Sobriedad? ¿Senequismo?
¿Individualismo? ¿Improvisación? No me parece que ninguna de esas
características sea natural, sino fruto de la acomodación. No es la tierra
quien proporciona carácter, sino las estructuras sociales, políticas,
económicas y culturales.
Podríamos empezar por preguntarnos por
qué en este siglo XXI el español se acomoda y cree que le vale con lo que
tiene. No quiere problemas, no lucha a no ser que le aprieten hasta decir
basta. ¿Miedo? ¿Qué?
Juan Manuel Campo
Vidondo