domingo, 15 de mayo de 2016

En el bar

        Voltaire decía que el asunto de la historia es la vida misma, las costumbres y el espíritu de las naciones y los pueblos.
        ¿Puede dudarse que en los bares se desenvuelve y vive la historia? Los decretos, las leyes, la micro economía , el sentimiento de la vida, las esperanzas y los miedos, aparecen en los vasos de vino, en las partidas de cartas, en los comentarios a la televisión, en las conversaciones en voz alta, a grito pelado, y en las confidenciales susurradas al oído.
        En el bar la filosofía se hace carne, se humaniza; la política social queda interpretada al nivel de cada parroquiano; los efectos de la gran economía se notan en las consumiciones; los números de las estadísticas respiran.
        Es el espacio donde suelen escasear las ideas, donde dominan las creencias y las lealtades, lo mismo a un equipo de fútbol que a un partido político, donde lo sentimental se impone a lo racional.
        La vida, influenciada y perturbada por la política, fluye por debajo de ésta con relativa autonomía y se constituye en la sustancia verdadera de la historia, la que se vive, la que uno se puede permitir.
        El bar, contra su propia definición, casi siempre pertenece a la esfera privada. Lo que en él se hace y se dice no sirve para las leyes exteriores. Es la casa sin hijos, sin mujer, sin suegra. Las formas sociales se esparcen, los clientes se ven y los ven como personas definidas por sus proyectos y sus limitaciones, conformadas entre su condición y su situación, entre su ser y su estar, entre lo que uno es y cómo le va.
        Los días cotidianos, monótonos y singulares, llegan a ser intensos y atractivos con la fácil comunicación que propone el ambiente. La conversación se vuelve espontánea y amena, los protagonistas encuentran marco y público. A veces, aletea la alegría de vivir, algo parecido a la felicidad. Otras veces se parecen demasiado a la antesala de la muerte. Siempre se asemejan a nosotros mismos.


                               Juan Manuel Campo Vidondo

lunes, 9 de mayo de 2016

Mano de santo

        ¿A quién voy a contar nada que no sepa ya sobre las insistentes llamadas telefónicas que nos invaden a todas horas y nos ofrecen agua, luz, gas, calzoncillos y lo que se tercie? Aburridos que estamos.
        Pues bien, ayer mismo, recién despertado de la siesta y a punto de tomar el café, sonó el teléfono fijo. Dejé que timbrara las cuatro veces que suelen ser costumbre antes de que llamen al siguiente, pero seguía sonando, de modo que cuando llegó a la decena pensé que igual me estaba equivocando, que podía ser un familiar, un amigo, una ex novia, o qué sé yo, y descolgué.
        Una voz femenina, cálida y sensual, pronunció mi nombre en interrogante con una cadencia seductora, a lo que respondí aún trascordado que sí, que era yo mismo. A renglón seguido, se puso a informarme que se trataba de una bodega de vinos, cavas y espirituosos, que me los ofrecía a precio casi como de favor, por quitárselos de encima, porque eran para mí.
        Yo me dejaba arrastrar por aquella melodía que me sugería placeres insospechados y a mi alcance, hasta que me di cuenta que iba por el mismo camino que los del gas, y le solté que se lo agradecía de verdad, que no dudaba de la calidad, que hasta me gustaría conocerla y tomarnos unas copitas juntos a nuestra mutua salud, pero que por desgracia estaba trasplantado de hígado y aquello no era para mí, que ya me gustaría pero que no, que la médico me iba a poner muy mala cara.
        Lo entendió, creo, y se despidió con delicadeza. Una lástima, pensé.
                          

                              Juan Manuel Campo Vidondo