Voltaire decía que el asunto de la historia es la
vida misma, las costumbres y el espíritu de las naciones y los pueblos.
¿Puede dudarse que en los bares se
desenvuelve y vive la historia? Los decretos, las leyes, la micro economía , el
sentimiento de la vida, las esperanzas y los miedos, aparecen en los vasos de
vino, en las partidas de cartas, en los comentarios a la televisión, en las
conversaciones en voz alta, a grito pelado, y en las confidenciales susurradas
al oído.
En el bar la filosofía se hace carne, se
humaniza; la política social queda interpretada al nivel de cada parroquiano;
los efectos de la gran economía se notan en las consumiciones; los números de
las estadísticas respiran.
Es el espacio donde suelen escasear las
ideas, donde dominan las creencias y las lealtades, lo mismo a un equipo de
fútbol que a un partido político, donde lo sentimental se impone a lo racional.
La vida, influenciada y perturbada por
la política, fluye por debajo de ésta con relativa autonomía y se constituye en
la sustancia verdadera de la historia, la que se vive, la que uno se puede
permitir.
El bar, contra su propia definición,
casi siempre pertenece a la esfera privada. Lo que en él se hace y se dice no
sirve para las leyes exteriores. Es la casa sin hijos, sin mujer, sin suegra.
Las formas sociales se esparcen, los clientes se ven y los ven como personas
definidas por sus proyectos y sus limitaciones, conformadas entre su condición
y su situación, entre su ser y su estar, entre lo que uno es y cómo le va.
Los días cotidianos, monótonos y
singulares, llegan a ser intensos y atractivos con la fácil comunicación que
propone el ambiente. La conversación se vuelve espontánea y amena, los
protagonistas encuentran marco y público. A veces, aletea la alegría de vivir,
algo parecido a la felicidad. Otras veces se parecen demasiado a la antesala de
la muerte. Siempre se asemejan a nosotros mismos.
Juan Manuel
Campo Vidondo