martes, 30 de junio de 2015

¡Estaban robando mi casa!

        No se tenía que haber encarado, pero le estaban robando, en su casa, en el casco urbano de Peralta. Eduardo se enfrentó a los ladrones para defender lo que era suyo, lo poco que había conseguido después de una dura vida de trabajo. No lo pensó; tan sólo lo protegió.
        Unos extraños le expropiaban forzosamente y sin indemnización. Se aprovechaban en sus mismas narices de su esfuerzo y se lo quedaban para ellos porque sí, porque eran más fuertes y contaban con la sorpresa y el miedo.
        Seguro que a Eduardo se le pasaron por la cabeza, como relámpagos, palabras como dignidad y vergüenza, rabia e impotencia. No podía permitirlo, no se trataba de razonamiento. No era cuestión de dar los buenos días, preguntar por el motivo de la inesperada visita, invitar a café y copa, indagar en sus vidas ni debatir sobre la redistribución social del capital y del trabajo.
        Era momento de frenar. Ya se hablaría después. Lo primero era lo primero. De haberlo consentido, Eduardo se hubiera arrepentido toda su vida. Su vergüenza torera no le permitía el expolio, su dignidad estaba en juego. No hubiera dejado de darle vueltas a lo que tenía que haber hecho y no hizo. Se tenía por un ciudadano que vivía en sociedad y respetaba a los otros. De paso, exigía correspondencia, el respeto debido, que el pacto social no se rompiera.
         De no haber luchado por lo que consideraba suyo, ganado con honradez, se hubiera faltado a su propio respeto, y esto le hubiera amargado más de un rato. Cumplió, pues, el precepto de utilizar su fuerza no para atacar sino para defender. La constatación de la afrenta, el temor de la humillación, de la injusticia, le pudieron más que el miedo.
        Proudhon decía que la propiedad era el robo. No sé si Eduardo conocía la cita, porque leía mucho e intentaba amoldar su vida al razonamiento lógico y al sentido común. Lo que sí sabía era que aquello sí era un robo. Lo de menos eran las joyas o lo que se llevaban. Lo de más era su dignidad. No se enfrentó por dinero, sino por ciudadano.
        Hay mínimos que no se pueden sobrepasar. El robo es uno. Eduardo no podía consentirlo, sin más.


                          Juan Manuel Campo Vidondo






viernes, 26 de junio de 2015

Crónica de una avería

        El 24 de abril, compruebo por casualidad que la caldera del gas no funciona. En una pantallita aparece intermitentemente E1/33. Dado que es viernes por la tarde, decido no incordiar al servicio de mantenimiento (del que pago con puntualidad el concepto) y no llamó al Servicio de Asistencia Técnica. Hace buen tiempo y el fin de semana es para lo que es y vale para lo que vale.
        El lunes 27 de abril, a media mañana, me pongo en contacto por teléfono para comunicar la avería. Mi interlocutor me asegura que toma nota. A las dos de la tarde, me avisan que dentro de un rato se presentarán en casa. No me importa la interrupción de la siesta y alabo para mí la rapidez de la respuesta. Aparece un operario a las tres de la tarde y permanece en casa hasta las cinco, con la mala suerte de que no detecta la avería: que si la bomba de recirculación, que si los electrodos, que si el ventilador que mezcla el aire y el gas, que si es la primera vez que ve una avería así, que si la chispa de encendido no se mantiene… Al final, se decide por los electrodos o como se llamen, que uno es de letras y no entiende de tecnologías. Se los lleva y me comunica que los pedirá y volverá para cambiarlos. Rellena un parte de trabajo, que firmo, y me quedo una copia.
        El lunes siguiente, 4 de mayo, tras una llamada en la que se me hace saber si acepto un presupuesto que ronda los cien euros, respondo que claro, que qué remedio, vuelve a presentarse el mismo operario de la semana anterior, el cual trae los electrodos o como se llamen. Atento, amable, servicial, hasta simpático, pero resulta que no son los electrodos o como se llamen, de modo que la caldera sigue sin funcionar. Se lleva las piezas, rellena el parte de trabajo y lo firmo, pero, por descuido de ambos, se lleva consigo el original y la copia. Me aconseja que llame al instalador de la caldera o al servicio técnico de la misma.
        El martes 5 de mayo he de salir de viaje y regreso el domingo 10. Al día siguiente, lunes 11, llamó al instalador, que me atiende amablemente y promete pasarse cuanto antes. Así lo hace el martes 12. Comprueba la caldera y llama al servicio técnico de la misma. En unos diez minutos, se presenta un operario, mira y remira la caldera, sonríe y quince minutos más tarde arregla la caldera, a la que ha cambiado el transformador o como se llame. Rellena un parte de trabajo, me da una copia, pago ochenta y cinco euros en metálico, le doy la mano y se marcha. La caldera vuelve a funcionar y yo me siento contento.
        Me sorprendo a mí mismo pensando que  lo bueno de la gente que sabe es eso, que sabe, y por eso arreglan lo que se avería. Ahora me tengo que buscar a alguien que sepa cómo se reclama, porque he estado unos cuantos días sin beneficiarme del servicio que pago. Menos mal que no era invierno. Espero que no les dé por pasarme la cuenta de lo que no arreglaron, aunque en estos tiempos que corren no puede uno estar seguro de casi nada. Malo será que tenga que recurrir a alguna asociación de consumidores y usuarios. Lo del Defensor del Pueblo ya sería demasiado, ¿no?    

                          Juan Manuel Campo Vidondo 


domingo, 14 de junio de 2015

La jungla de asfalto a lo moderno

        Hay unos cuantos comportamientos ciudadanos, de los de andar por casa, que me chocan. Voy a detenerme un poco en los naturciclistas,  en los perros y sus dueños, y en los niños.
        Los naturciclistas dicen respetar la naturaleza que les rodea y la suya propia. No contaminan con derivados del petróleo, como tienen a gala otros vehículos, y ejercitan su propio templo corporal con la actividad física. Se consideran defensores de la economía sostenible por aquello del poco gasto y se tienen, en definitiva, por modernos, ya que, además, se enganchan a dietas no sujetas a procesos industriales perjudiciales para el entorno y para sí mismos.
        Sin embargo, he comprobado que tienen problemas para respetar ciertas señales de circulación, como las de stop o ceda el paso. Bicicletean por las aceras y por los caminos peatonales a la velocidad que les permiten sus entrenadas extremidades inferiores, bien en línea recta, en zigzag, trazando curvas a lo slalom, o delineando geométricas líneas mixtas para no llevarse por delante a los viandantes que se encuentran a su paso y entorpecen su discurrir. Así pues, se desplazan como se tercie, en función del momento o de la adaptación al terreno por el que se mueven.
        Gustan también de hacer recorridos en pequeños grupos, hablando entre ellos animadamente para desarrollar la respiración aeróbica normal. Como carecen de instrumentos que avisen a los peatones de su proximidad, éstos deben dotarse de un fino aparato auditivo o, caso contrario, atenerse a las consecuencias, a los daños colaterales. Consideran como propio, casi exclusivo, para su uso y disfrute, las calzadas, aceras, caminos rurales, viales del autobús y cualquier otra vía que les permita desplazarse con naturalidad, buscando tanto el ocio y recreo como los más adecuados trayectos laborales.
         Para estar a tono, cuidan de su vestimenta como si hubieran de acudir a una pasarela de moda, y los mimos que dispensan a sus máquinas transportadoras para sí los quisieran sus respectivas parejas o su propia madre.
        Los circulantes de a pie los miraban con simpatía, como si fueran sus iguales, pero poco a poco advierto que comienzan a resultarles incómodos, presuntuosos y hasta maleducados. Parece que se está produciendo un cierto divorcio entre los puntos de vista de los confiados y resignados peatones y los émulos de Geminiani. Cada vez más, se miran con malos ojos y aumenta la desconfianza.
        Los transeúntes temen un atropello o un susto, de modo que empiezan a verse brazos en alto, caras descompuestas, gritos de mala leche e insultos variados, ante la aparición por sorpresa de un ciclista que los adelanta por el flanco produciendo un silbido de aire indicativo de la velocidad del adelantamiento.
        A los naturciclistas se les unen los perros, con correa o sin ella, distanciados de sus dueños. En ocasiones, el ciudadano tropieza con la correa que no ha visto, se sorprende, se da cuenta de lo que ha pasado, y tiende a disculparse, si bien, cada vez con más frecuencia, otras veces la sorpresa se convierte en broncas increpaciones al dueño, en tanto se mira de reojo al perro por si acaso, que nunca se sabe cómo reaccionan los animales, ni sus propietarios tampoco.
        Cuando el chucho anda suelto, a su aire, disfrutando de su libertad, la incomodidad viene generada en proporción al tamaño del can: a mayor corpulencia, mayor agravio, y mayor respeto. El acompañante siempre informa que el bicho no hace nada, que no muerde, pero el ciudadano piensa, y hasta lo dice, que eso es mucho presumir, que al que no muerde es al dueño, pero a él está por ver. En este caso, a mayor edad del ciudadano, más serio es el posible conflicto.
        Para no cansar, a bicicletas y perros, se alían niños asilvestrados, dejados a su naturaleza por el entorno familiar, que confía en los elementos educativos del medio ambiente, en los principios rusonianos, que dan para mucho, y sobre los que volveremos.
        En fin, que cuando John Houston filmó aquella película de La jungla de asfalto no creo que pensara en las ciudades o pueblos de este siglo XXI. Desfasado. Demodé que se ha quedado. El tiempo no perdona.



                        Juan Manuel Campo Vidondo






viernes, 5 de junio de 2015

¡Adiós!



        Te has ido, amigo. ¿Cuántos vais ya? Estoy perdiendo la cuenta. Un vacío más que sumar. Se terminó. No hay más.  Sin prórroga. Final del partido.
        No te han dejado hacer pactos. Más bien te han pillado de sorpresa, casi a traición. No te lo esperabas ni harto de vino. Ni yo tampoco. No pasaba de ser una revisión rutinaria, poca cosa, pero mira por donde ha resultado que no, que no había más, que era la última.
        Es ley de vida y de muerte que los recuerdos  se irán desdibujando y terminarán por desaparecer. A mi pesar, cuando vaya al cine me sentaré en la misma butaca, me comeré las chuches que me traías en bolsas de plástico, y te daré mi opinión sobre la película, me la pidas o no. ¡Quién sabe si te hará falta para convencer a algún cabezón de los que te juntes ahora!
        Me da pena no verte más. Ya no jugaremos a las cartas ni me contarás aquellos chistes tan malos, ni me dirás que en tu tele dicen cosas distintas que en la mía, ni me adjetivarás de malasombra ni de chulico. Se acabaron las historietas de los problemas que dan los hijos, de lo malas y buenas que son las mujeres, de lo poco que nos dan de pensión, de todos los huesos habidos y por haber, del dichoso líquido en la tripa, de lo gracioso que eras de joven y de lo resultón que habías salido.
        No habrá paseos por el monte ni por el campo. No me invitarás más veces, ni yo a ti. Cada uno para su sí, a seguir su camino, el que le ha tocado. Adiós, compañero, que te vaya bien.

                                                       Juan Manuel

miércoles, 3 de junio de 2015

¿UPeI resurge?

        El día 1 de este junio apareció en Diario de Noticias un artículo en el que se decía que las candidaturas unitarias de izquierda… son una vieja fórmula que se ensayó con éxito en los albores de la democracia, decayó después arrinconada por los partidos y vuelve a resurgir en lugares como Sangüesa, Olite, Corella o Peralta.
        Nada que objetar, salvo que UPeI no resurge. Hemos estado ahí desde las primeras elecciones municipales, con el único haber de ser vecinos que vivíamos en una comunidad sentida como propia, creíamos en la democracia más directa de los ayuntamientos y queríamos ser dueños de nuestro propio destino.
        Desvinculados orgánicamente de partidos políticos, rescatábamos ideas y sentimientos republicanos y progresistas. Nos sentíamos socialistas porque vivíamos en sociedad y nos dedicamos a hacer pueblo. Creíamos posible un cambio que desbancara a los poseedores de la verdad, de la patria y del dinero. Nos sentíamos dignos y capaces de gobernar y a ello nos pusimos con las armas de siempre: claridad, honestidad y trabajo.
        No estar conformes con lo que veíamos señaló las primeras elecciones y, legislatura tras legislatura, marcó el norte y el camino. En ésas estábamos y seguimos estando, ocupando nuestro espacio y demostrando que la unidad por encima de las diferencias es una estrategia consistente.
        Me enorgullezco de pertenecer a una de las agrupaciones electorales más antiguas de este país, en la que continuaré porque quedan sueños e ilusiones que cumplir.

                                   Juan Manuel Campo Vidondo

lunes, 1 de junio de 2015

Diálogos felinos

     -¿Te vas a quitar de ahí? ¿Es que no ves que  molestas?
-      ¡Miau! ¡Miau!
-      Deja de seguirme a todas partes como si fueras mi sombra. ¿No tienes iniciativa, o qué?
-      ¡Miiaauu!
-      Ni se te ocurra saltarme encima, que no tengo el cuerpo para bobadas ni tonterías.
-      ¡Miau! ¡Miau! ¡Miau!
-      ¿No tienes nada mejor que hacer que mirarme como si estuvieras tonto? La verdad es que parece que vienes del psiquiatra.
-      ¡Miau! ¡Miau! ¡Miau! ¡Miau!
-      Yo, chico, es que ya no sé cómo decírtelo, que pareces sordo o tonto, o los dos. Que no te enteras que tengo mucho trabajo y no estoy para fiestecitas. ¿Te enteras o no te enteras? ¿Es que no entiendes castellano?
-      ¡Mmmmmiiiiaaaauuuu!
-      Como sigas en este plan, te llevo a la tienda y te descambio por otro menos pesado, o sea que tú verás. Si me cabreas de verdad verás cómo las gasto, que aún no me conoces bien.
        Lo mismo da decirle una cosa que otra. El gato, Fox, hace lo que quiere, lo que le da la gana, cuando, donde y como le apetece, a su aire, como si el mundo le perteneciera. Le importa un bledo que le riñas como que no. Él pone cara como que lo siente, pero es mentira, no deja de ser un truco, una forma de engañar, como si perteneciera a un elenco teatral. En cuanto le parece que ha cumplido, vuelve a las andadas, sin pizca de arrepentimiento, y deambula por toda la casa como si fuera su selva particular, su dominio feudal. Si le apetece subirse a una silla, se sube; si se encapricha con una mesa, a por ella; que tira un florero, mala suerte, daños colaterales; si tiene sed, bebe, y, si le entra hambre, come su comida, que me cuesta una pasta gansa.
        Menos mal que no da gastos de vestido, pero, por lo demás, es un censo: vacunas, cortes de pelo, revisiones veterinarias, pastillas contra los parásitos, gotas para los estornudos…, lo dicho, un censo. Un día de estos hago un hecho, pero cuando lo pienso me pone cara de cariño, como si lo adivinara, y yo me derrumbo.
        Debe pertenecer a una rama poco conocida de felinos, porque de independiente y solitario tiene más bien poco. Al revés, se comporta como un animal gregario que busca y disfruta con la compañía. Ahora mismo me está mirando fijo, con ojos eléctricos, como diciéndome: ¿Qué pasa, tío? ¿Qué hacemos? ¿Cómo tienes el body?
        Todavía no he probado a ponerle un collar y llevarlo a pasear con una correa como si fuera un perro, pero un día de éstos le voy a dar una vuelta por el río, a ver qué pasa, por probar. Igual con los pájaros del parque y los patos del río se entretiene, aunque me da prevención cómo reaccionará con los perros que nos encontremos, y los perros con él, claro.
        Además, está viejecito, en edad de jubilación gatuna, y es más que probable que se canse y me monte algún numerito. Ahora mismo se ha echado a dormir encima de una silla. Veremos cuanto rato aguanta sin darme la murga. Que descanse, que ya tiene sus añitos. Me temo que cuando se vaya lo echaré de menos.