El mismo día que cumplía sesenta años di por
concluida mi tarea de dar clases en el instituto. Demasiados años haciendo lo
mismo. Necesitaba cambiar. De siempre me había gustado la enseñanza, pero lo de
ejercer de pastor era otra cosa. Si eso me hubiera gustado, me hubiera comprado
un par de rebaños y me hubiera ido a pastorear por Vallacuera y donde se
terciase. Pero no era el caso, así que dije adiós sin echar la vista atrás.
Desde entonces escribo para saber quién
soy y por dónde paso, qué me desasosiega y con qué me divierto, para que mis
amigos me quieran un poco más, para creer que mi vida no ha sido inútil del
todo. En resumen, escribo para orientarme, para no perderme. Me gustaría asumir
la responsabilidad de tener ojos donde los demás los han perdido, pero no tengo
el talento de Saramago. Una pena. No me queda más remedio que conformarme con
mis talentos.
Tampoco me apetece indagar y revolverme
incómodo en los sueños que nunca fueron ni serán jamás. Bien sé que el esfuerzo
continuo, voluntad a manta, trabajo tenaz y un mínimo de talento estructuran la
base de la educación y de todo lo demás para conseguir unos magros resultados,
insatisfactorios, apenas relevantes.
El alcohol ya lo he abandonado por
necesidad. Me falta dejar el tabaco y la vida, pero no puedo hacerlo sin
intentar dejar mi mensaje en una botella de náufrago, un mensaje que no sé bien
cuál es. Hasta que no conteste a esta pregunta no puedo morirme tranquilo, con
la conciencia de haber hecho lo que tenía que hacer.
En mis tiempos de estudiante no terminé
de entender bien aquello de tragicomedia,
aplicado a la historia de Calixto y Melibea. No veía la comedia por ningún
lado, dominada por la tragedia en todo su amoroso esplendor. Ahora, desde mis
sesenta años, sigo entendiendo la tragedia como muerte, como inevitable final,
y lo de comedia como asunto ligero, especie de resumen del paso de la vida que
culmina en una broma macabra.
Así que lo de tragicomedia lo aplico a todos los personajes que en el mundo han
sido y serán, línea más o menos en el libro de la historia, o sin líneas, como
la mayoría de los que por aquí pasamos.
No me queda tiempo de vida para
perderla. Después de tres operaciones aún vivo y no renuncio a nada, pero me
preparo, al estilo de Camus, para morir sin rebeldía. Mientras tanto, me dedico
a mirar y a escribir lo que veo.
Y lo que veo no me gusta. Me muevo en
una sociedad indiferente, acrítica y apoltronada, a la que la crisis económica,
o estafa social, no ha suscitado sino sentimientos primitivos de envidia,
convertida en una especie de hábito nacional, complicidad en mirar para otro
lado ante lo intolerable, ante la falta de educación, la vulgaridad o la
grosería.
No puedo contraponer sino ideas tales
como la honestidad, la coherencia, la lealtad, la franqueza, el trabajo bien
hecho, la dignidad, la valentía, la memoria, la compasión o la cultura, que no
se estilan en un mundo mediocre, sin estética, sin héroes a los que imitar o
que alienten la esperanza.
No deja de haber quijotes que critican
y denuncian, que empujan a que cambiemos nuestra imbécil naturaleza, con escaso
éxito ante el sálvese quien pueda y yo el primero. Yo mismo me refugio muchas
veces en lo que me viene a mano, en los libros, en los amigos, en lo que caiga.
En ocasiones, me siento como
estigmatizado a que me llamen fascista o, por lo menos, autoritario. Sin
embargo, aunque sea contra corriente, hay que reivindicar la autoridad, el orden
y la disciplina, que en nada se contradicen con la democracia.
Pese a todo, lo bueno, o al menos
divertido, de vivir como vivimos es que el esperpento resulta inagotable, de
modo que el conjunto produce momentos hilarantes y hasta laxantes. De ahí que
resulten más eficaces y necesarias las putas que los psiquiatras. Habida
cuenta, los derechos y libertades de los demás acaban donde empieza el
telediario.
De hecho, la gente de este país ni sabe
ni quiere saber. A la vista está que la de político debe ser una de las escasas
profesiones para las que no hace falta tener el Bachillerato. Saben nuestros
políticos que nadie pide cuentas y le han cogido el tranquillo a la impunidad.
Al fin y al cabo, resulta que este es un país cobarde, que nada exige a los
representantes porque nadie se exige a sí mismo. Como decía uno de los
personajes de Pérez-Reverte, el Charolito
sólo se fiaba de su polla. Era la única que nunca le daría por culo.
En este contexto, el insulto fluye
solo, espontáneo y natural como la vida misma. Los diccionarios de sinónimos
están llenos: tarado, tonto, subnormal,
anormal, lelo, imbécil, soplagaitas, soplacirios, sopladores de cirio pascual,
soplapollas, cerebro en paro o aletargado. El que más me gusta es ¿y tú eres el más rápido de todos los
espermatozoides?
En el mismo sentido, delatar es
sólo una práctica más de nuestra humana condición. El chivato señala al enemigo
confiando en que otros hagan el trabajo que él no se atreve a hacer, o no
puede. En esta especialidad de odio es posible que no nos gane nadie, va
incorporada a las etiquetas de la marca España.
Algo es algo. Desde Viriato hasta hoy, nunca faltaron delatores y chivatos.
Cuando aquí alguien delata no es por civismo, sino por congraciarse con quien
manda, o puede mandar. Por miedo y por vileza. Sin olvidar, claro, el ajuste de
cuentas, o porque le envidia, o le estorba, o le cae mal. Siempre hay peones de
brega dispuestos a dar unos capotazos para ayudar al señorito, siempre y cuando
eso no los obligue a salir mucho del burladero.
La consideración que uno se tiene a sí
mismo ha generalizado un tuteo familiar francamente excesivo, como de andar por
casa. Para mí, sin embargo, y a riesgo de trasnochado, hablar de usted a la
gente supone respeto, educación y delicadeza. El tuteo rebaja y molesta a
muchos destinatarios que tratan de usted a la gente mayor y a los desconocidos,
a los taxistas, a los camareros, a los dependientes, y a todos los que por su
trabajo nos prestan un servicio.
El paisanaje del tuteo es el mismo que
dice que todas las ideas son respetables, lo que, sin lugar a dudas, es
mentira, una grave equivocación. Ninguna estupidez es respetable. Lo único
respetable es el derecho de cada cual a expresar cualquier barbaridad o
gilipollez. Tan respetable como el derecho de los otros a llamarlo gilipollas.
No recuerdo quién dijo que si los tontos volaran leeríamos los periódicos a la
sombra.
A más de uno he oído que, en la
sociedad actual, la línea más corta entre dos puntos es la estupidez. Opinan
que el número de memos por metro cuadrado es superior al de otros países de
parecidas latitudes o longitudes. Suponen que lo dará la tierra, o el clima. Un
país seco y difícil como éste es natural que tenga tan mala leche.
No deja de quejarse buena parte del
vecindario que la crisis los está jodiendo, pero Pérez-Reverte se ha encargado
de recordarnos que, si algo demostramos los españoles en la guerra de la
Independencia, es que para la
insurrección éramos unos superdotados, unos guerrilleros con genética propia,
pero que a la hora de ponernos de acuerdo y combatir organizados no había quien
nos uniera. Y la cosa sigue. Como si el tiempo no hubiera pasado. Que la
Historia enseña que se lo cuenten a otros pueblos. O a Juan Marsé, que escribió
aquello de que en la postguerra me
putearon los padres y en la democracia los hijos. Pero siempre me putearon los
mismos. Y es que no necesita demostración que la peña sólo respeta al
prójimo cuando no cuesta esfuerzo ni dinero; en lo otro va a lo suyo. La máxima
a seguir es que no me toque a mí.
Siguen mandando los de siempre, claro.
Los que no dejaron de hacerlo nunca. Miembros de una religión implacable cuyo
cielo es medio punto más en la bolsa, cuyo purgatorio es el índice de cada día,
cuyo único infierno es el fracaso. Se creen una casta privilegiada. Una élite.
Tiburones de las finanzas, prestigiosos expertos en el dinero de los otros. Tan
expertos que terminan por hacerlo suyo. Porque siempre ganan ellos, cuando
ganan, y nunca pierden ellos, cuando pierden. El España va bien hay que sustituirlo por En España van bien los de siempre.
Así pasa cuando nos disfrazamos de
turistas y fotografiamos, interese o no, todo lugar donde haya un cartel
prohibiendo hacer fotos. Igual que un guía hablando solo, y alrededor,
dispersos y sin hacerle caso, los españoles comprando recuerdos, sentados en un
bar a la sombra, haciéndose fotos en otros sitios o echando una meadilla detrás
de la pirámide. Que a nadie se le ocurra llamarles la atención porque te mandan
a empadronar pingüinos al Mediterráneo.
Insistiendo en lo dicho, los valores
tales como la honradez, el honor o la decencia andan perdidos en una sociedad
dislocada por los únicos valores reales: ganar dinero, fanfarronear, exhibirse.
Vivimos en una sociedad taladrada por la ordinariez, la manipulación, la
estupidez, la desmemoria histórica y el caínismo. Es preciso acometer contra
las corruptelas, el dinero negro, el compadreo pícaro y la estafa; contra la
injusticia, la hipocresía y el oportunismo, la vulgaridad y los cazurros;
contra la mala educación, la chapuza y el desinterés.
Está visto que los malos siempre ganan
la batalla, y el único sistema para no despreciarse a sí mismo como cómplice
consiste en estropearles, al menos, la plácida digestión de lo que se están
jalando. Si no es así, nos espera el desmantelamiento ruin de la convivencia.
No hay dos Españas, sino infinitas, cada una de su padre y de su madre,
egoístas, envidiosas, violentas, destilando bilis. Que me salten un ojo es la
única ideología cierta, si le saltan los dos a mi vecino. Este es un país de
caudillos y no de presidentes. Quien no está conmigo, incluso quien no está con
nadie, está contra mí. Y cogida en medio está la pobre y buena gente que sólo
quiere trabajar y vivir.
Ante eso, la voluntad ética se asienta
en pocas convicciones: la dignidad personal, el respeto mutuo, la
responsabilidad ante las propias tareas, la honradez, la lealtad y la
corrección de las formas. Que no es poco. Junto a esto, hay que decir que la
verdadera nación es la historia en común y el equilibrio de los derechos y
obligaciones de todos y cada uno de los individuos que la componen.
Recordemos la historia en este país de
desmemoriados. Somos tantos como vos, y
juntos más que vos… Oh que buen vasallo si oviese buen señor. No nos
acostumbremos a confundir Historia con reacción, memoria con derechas,
pacifismo con izquierdas, guerra con militarismo, o soldados con fascistas. Es
bueno rescatar la memoria, el coraje y la dignidad de quienes lucharon y
murieron por la idea de la redención del hombre. Recordemos también que siempre
hay gente llena de resabios y lucidez que está dispuesta a ayudar sin pedir
nada a cambio.
El siglo XX empezó con la esperanza de
un mundo mejor, con hombres visionarios y valientes que pretendían cambiar la
Historia, y terminó con banqueros, políticos, mercaderes y sinvergüenzas
jugando al golf sobre los cementerios donde quedaron sepultadas tantas
revoluciones fallidas y tantos sueños.
Juan Manuel Campo Vidondo