lunes, 26 de octubre de 2015

Desde los sesenta

        El mismo día que cumplía sesenta años di por concluida mi tarea de dar clases en el instituto. Demasiados años haciendo lo mismo. Necesitaba cambiar. De siempre me había gustado la enseñanza, pero lo de ejercer de pastor era otra cosa. Si eso me hubiera gustado, me hubiera comprado un par de rebaños y me hubiera ido a pastorear por Vallacuera y donde se terciase. Pero no era el caso, así que dije adiós sin echar la vista atrás.
        Desde entonces escribo para saber quién soy y por dónde paso, qué me desasosiega y con qué me divierto, para que mis amigos me quieran un poco más, para creer que mi vida no ha sido inútil del todo. En resumen, escribo para orientarme, para no perderme. Me gustaría asumir la responsabilidad de tener ojos donde los demás los han perdido, pero no tengo el talento de Saramago. Una pena. No me queda más remedio que conformarme con mis talentos.
        Tampoco me apetece indagar y revolverme incómodo en los sueños que nunca fueron ni serán jamás. Bien sé que el esfuerzo continuo, voluntad a manta, trabajo tenaz y un mínimo de talento estructuran la base de la educación y de todo lo demás para conseguir unos magros resultados, insatisfactorios, apenas relevantes.
        El alcohol ya lo he abandonado por necesidad. Me falta dejar el tabaco y la vida, pero no puedo hacerlo sin intentar dejar mi mensaje en una botella de náufrago, un mensaje que no sé bien cuál es. Hasta que no conteste a esta pregunta no puedo morirme tranquilo, con la conciencia de haber hecho lo que tenía que hacer.
        En mis tiempos de estudiante no terminé de entender bien aquello de tragicomedia, aplicado a la historia de Calixto y Melibea. No veía la comedia por ningún lado, dominada por la tragedia en todo su amoroso esplendor. Ahora, desde mis sesenta años, sigo entendiendo la tragedia como muerte, como inevitable final, y lo de comedia como asunto ligero, especie de resumen del paso de la vida que culmina en una broma macabra.
        Así que lo de tragicomedia lo aplico a todos los personajes que en el mundo han sido y serán, línea más o menos en el libro de la historia, o sin líneas, como la mayoría de los que por aquí pasamos.
        No me queda tiempo de vida para perderla. Después de tres operaciones aún vivo y no renuncio a nada, pero me preparo, al estilo de Camus, para morir sin rebeldía. Mientras tanto, me dedico a mirar y a escribir lo que veo.
        Y lo que veo no me gusta. Me muevo en una sociedad indiferente, acrítica y apoltronada, a la que la crisis económica, o estafa social, no ha suscitado sino sentimientos primitivos de envidia, convertida en una especie de hábito nacional, complicidad en mirar para otro lado ante lo intolerable, ante la falta de educación, la vulgaridad o la grosería.
        No puedo contraponer sino ideas tales como la honestidad, la coherencia, la lealtad, la franqueza, el trabajo bien hecho, la dignidad, la valentía, la memoria, la compasión o la cultura, que no se estilan en un mundo mediocre, sin estética, sin héroes a los que imitar o que alienten la esperanza.
        No deja de haber quijotes que critican y denuncian, que empujan a que cambiemos nuestra imbécil naturaleza, con escaso éxito ante el sálvese quien pueda y yo el primero. Yo mismo me refugio muchas veces en lo que me viene a mano, en los libros, en los amigos, en lo que caiga.
        En ocasiones, me siento como estigmatizado a que me llamen fascista o, por lo menos, autoritario. Sin embargo, aunque sea contra corriente, hay que reivindicar la autoridad, el orden y la disciplina, que en nada se contradicen con la democracia.
        Pese a todo, lo bueno, o al menos divertido, de vivir como vivimos es que el esperpento resulta inagotable, de modo que el conjunto produce momentos hilarantes y hasta laxantes. De ahí que resulten más eficaces y necesarias las putas que los psiquiatras. Habida cuenta, los derechos y libertades de los demás acaban donde empieza el telediario.
        De hecho, la gente de este país ni sabe ni quiere saber. A la vista está que la de político debe ser una de las escasas profesiones para las que no hace falta tener el Bachillerato. Saben nuestros políticos que nadie pide cuentas y le han cogido el tranquillo a la impunidad. Al fin y al cabo, resulta que este es un país cobarde, que nada exige a los representantes porque nadie se exige a sí mismo. Como decía uno de los personajes de Pérez-Reverte, el Charolito sólo se fiaba de su polla. Era la única que nunca le daría por culo.
        En este contexto, el insulto fluye solo, espontáneo y natural como la vida misma. Los diccionarios de sinónimos están llenos: tarado, tonto, subnormal, anormal, lelo, imbécil, soplagaitas, soplacirios, sopladores de cirio pascual, soplapollas, cerebro en paro o aletargado. El que más me gusta es ¿y tú eres el más rápido de todos los espermatozoides?
        En el mismo sentido, delatar es sólo una práctica más de nuestra humana condición. El chivato señala al enemigo confiando en que otros hagan el trabajo que él no se atreve a hacer, o no puede. En esta especialidad de odio es posible que no nos gane nadie, va incorporada a las etiquetas de la marca España. Algo es algo. Desde Viriato hasta hoy, nunca faltaron delatores y chivatos. Cuando aquí alguien delata no es por civismo, sino por congraciarse con quien manda, o puede mandar. Por miedo y por vileza. Sin olvidar, claro, el ajuste de cuentas, o porque le envidia, o le estorba, o le cae mal. Siempre hay peones de brega dispuestos a dar unos capotazos para ayudar al señorito, siempre y cuando eso no los obligue a salir mucho del burladero.
        La consideración que uno se tiene a sí mismo ha generalizado un tuteo familiar francamente excesivo, como de andar por casa. Para mí, sin embargo, y a riesgo de trasnochado, hablar de usted a la gente supone respeto, educación y delicadeza. El tuteo rebaja y molesta a muchos destinatarios que tratan de usted a la gente mayor y a los desconocidos, a los taxistas, a los camareros, a los dependientes, y a todos los que por su trabajo nos prestan un servicio.
        El paisanaje del tuteo es el mismo que dice que todas las ideas son respetables, lo que, sin lugar a dudas, es mentira, una grave equivocación. Ninguna estupidez es respetable. Lo único respetable es el derecho de cada cual a expresar cualquier barbaridad o gilipollez. Tan respetable como el derecho de los otros a llamarlo gilipollas. No recuerdo quién dijo que si los tontos volaran leeríamos los periódicos a la sombra.
        A más de uno he oído que, en la sociedad actual, la línea más corta entre dos puntos es la estupidez. Opinan que el número de memos por metro cuadrado es superior al de otros países de parecidas latitudes o longitudes. Suponen que lo dará la tierra, o el clima. Un país seco y difícil como éste es natural que tenga tan mala leche.
        No deja de quejarse buena parte del vecindario que la crisis los está jodiendo, pero Pérez-Reverte se ha encargado de recordarnos que, si algo demostramos los españoles en la guerra de la Independencia, es que  para la insurrección éramos unos superdotados, unos guerrilleros con genética propia, pero que a la hora de ponernos de acuerdo y combatir organizados no había quien nos uniera. Y la cosa sigue. Como si el tiempo no hubiera pasado. Que la Historia enseña que se lo cuenten a otros pueblos. O a Juan Marsé, que escribió aquello de que en la postguerra me putearon los padres y en la democracia los hijos. Pero siempre me putearon los mismos. Y es que no necesita demostración que la peña sólo respeta al prójimo cuando no cuesta esfuerzo ni dinero; en lo otro va a lo suyo. La máxima a seguir es que no me toque a mí.
        Siguen mandando los de siempre, claro. Los que no dejaron de hacerlo nunca. Miembros de una religión implacable cuyo cielo es medio punto más en la bolsa, cuyo purgatorio es el índice de cada día, cuyo único infierno es el fracaso. Se creen una casta privilegiada. Una élite. Tiburones de las finanzas, prestigiosos expertos en el dinero de los otros. Tan expertos que terminan por hacerlo suyo. Porque siempre ganan ellos, cuando ganan, y nunca pierden ellos, cuando pierden. El España va bien hay que sustituirlo por En España van bien los de siempre.
        Así pasa cuando nos disfrazamos de turistas y fotografiamos, interese o no, todo lugar donde haya un cartel prohibiendo hacer fotos. Igual que un guía hablando solo, y alrededor, dispersos y sin hacerle caso, los españoles comprando recuerdos, sentados en un bar a la sombra, haciéndose fotos en otros sitios o echando una meadilla detrás de la pirámide. Que a nadie se le ocurra llamarles la atención porque te mandan a empadronar pingüinos al Mediterráneo.    
        Insistiendo en lo dicho, los valores tales como la honradez, el honor o la decencia andan perdidos en una sociedad dislocada por los únicos valores reales: ganar dinero, fanfarronear, exhibirse. Vivimos en una sociedad taladrada por la ordinariez, la manipulación, la estupidez, la desmemoria histórica y el caínismo. Es preciso acometer contra las corruptelas, el dinero negro, el compadreo pícaro y la estafa; contra la injusticia, la hipocresía y el oportunismo, la vulgaridad y los cazurros; contra la mala educación, la chapuza y el desinterés.
        Está visto que los malos siempre ganan la batalla, y el único sistema para no despreciarse a sí mismo como cómplice consiste en estropearles, al menos, la plácida digestión de lo que se están jalando. Si no es así, nos espera el desmantelamiento ruin de la convivencia. No hay dos Españas, sino infinitas, cada una de su padre y de su madre, egoístas, envidiosas, violentas, destilando bilis. Que me salten un ojo es la única ideología cierta, si le saltan los dos a mi vecino. Este es un país de caudillos y no de presidentes. Quien no está conmigo, incluso quien no está con nadie, está contra mí. Y cogida en medio está la pobre y buena gente que sólo quiere trabajar y vivir.
        Ante eso, la voluntad ética se asienta en pocas convicciones: la dignidad personal, el respeto mutuo, la responsabilidad ante las propias tareas, la honradez, la lealtad y la corrección de las formas. Que no es poco. Junto a esto, hay que decir que la verdadera nación es la historia en común y el equilibrio de los derechos y obligaciones de todos y cada uno de los individuos que la componen.
        Recordemos la historia en este país de desmemoriados. Somos tantos como vos, y juntos más que vos… Oh que buen vasallo si oviese buen señor. No nos acostumbremos a confundir Historia con reacción, memoria con derechas, pacifismo con izquierdas, guerra con militarismo, o soldados con fascistas. Es bueno rescatar la memoria, el coraje y la dignidad de quienes lucharon y murieron por la idea de la redención del hombre. Recordemos también que siempre hay gente llena de resabios y lucidez que está dispuesta a ayudar sin pedir nada a cambio.
        El siglo XX empezó con la esperanza de un mundo mejor, con hombres visionarios y valientes que pretendían cambiar la Historia, y terminó con banqueros, políticos, mercaderes y sinvergüenzas jugando al golf sobre los cementerios donde quedaron sepultadas tantas revoluciones fallidas y tantos sueños.




Juan Manuel Campo Vidondo






lunes, 19 de octubre de 2015

La clase obrera

        Más de uno ha dicho que la clase obrera ya no es protagonista de nada, ni sujeto de la historia ni cosa que se le parezca. Ni siquiera es. Ha muerto. Se ha transformado en objeto de consumo. Vale lo que consume, no lo que produce.
        En el pueblo donde vivo, y en casi todos los demás según me dicen, apenas ha habido lo que se llamaba conciencia de clase. Como mucho, casos aislados que se desgañitaban tratando de convencer a sus compañeros de trabajo, a sus camaradas, que ellos eran la fuerza destinada a cambiar el mundo, las relaciones sociales de producción.
        Los patronos sabían y saben del individualismo y la mutua desconfianza del paisanaje y la han alimentado: un poco más de sueldo por aquí, un favor por allá, un puesto de  trabajo para un hijo… Por unas pesetas se ganaban obreros combativos o con talento, que se volvían contra los suyos y se convertían en sus vigilantes. Ante las críticas, contestaban qué hubieran hecho ellos en su lugar, que desde fuera se veía todo muy fácil, y aconsejaban calma, paciencia, que pensaran en sus hijos, qué sería de ellos si los patrones no les dieran trabajo.
        Para la mayoría, para casi todos, la verdad ha sido y es la autoridad, el poder, el mundo como pirámide. Unos mandan a otros porque pueden, y por eso se mueve el mundo, como si fuera una cadena de mandos sin fin en la que se cursan órdenes claras y precisas, donde la sumisión es lo natural y debe asumirse sin complejos. Vale quien sirve, eso es lo que vale. Orden. Que mande uno.
        La clase obrera ha abandonado el principio de que la unión hace la fuerza, ha traspasado su propia línea roja, y el protagonismo se resiente. ¿Dónde están los objetivos? ¿Y el análisis de las contradicciones? ¿Qué gasolina se usa para el motor del cambio?
        Parece que ha caído en el olvido que los derechos de los débiles no se cumplen cuando éstos no ganan la fuerza para hacerlos cumplir. Da la impresión de que la crisis supone un regreso al estado de todos contra todos, en el que resuenan Hobbes y Quevedo: Vive para ti solo, si pudieres; pues solo para ti, si mueres, mueres. ¿Qué garantía se ofrece al trabajador, al simple ciudadano de a pie que vive de su trabajo? ¿No perder lo que aún le queda?
        El siglo pasado comenzó con la toma del palacio de invierno; a poco más de la mitad, casi medio planeta era comunista o filo, la pelota estaba en el alero; acabó con los presagios del rosario de la aurora con el que ha empezado éste en que sobrevivimos.
         La lucha de clases sigue existiendo y la clase obrera la está perdiendo. La crisis que vivimos no es más que el ajuste de una nueva legión de hombres herramienta en busca de propietario que los ponga a producir y consumir.
        Después de toda una vida, es triste preguntarse dónde queda la esperanza.
       
                             Juan Manuel Campo Vidondo  





lunes, 12 de octubre de 2015

Monotonía y singularidad

        Atxaga ha dejado dicho que es tan grande la monotonía de la vida cotidiana que cualquier suceso que nos permita alejarnos de ella resulta grato, da lo mismo un poco de nieve que un beso furtivo o un accidente.
        Pérez-Reverte incide en la idea de que ser el mejor no significa nada, que se puede serlo sin que lleve implícita la obligación de ir por ahí demostrándolo a la gente.
        En otras palabras, que hay que tener ganas de ganar, o, lo que es lo mismo, de sentirse no solo distinto, sino superior, único. Este es un sentimiento que aparece en todo tipo de ambientes, por lo menos desde el triunfo de la mentalidad individual, de la que es su cima y corolario.
        Son muy pocos, contados, quienes son capaces de conseguir algo semejante y convertirse, de paso, en motivo de envidia y, por tanto, de destrucción. La mayoría quedamos en escalones que suponen fracaso, lo que lleva al rencor, la venganza, la destrucción de quien lo ha conseguido, el destronamiento.
        No es cierto que la mediocridad sirva. El individualismo apunta en buena lógica a la singularidad, de modo que quienes son como los demás, punto arriba o abajo, sufren y rabian. Todo mortal necesita su momento de gloria y, si lo alcanza, quiere uno más. La infelicidad es pues, dentro del sistema, lo normal, lo habitual.
        La verdadera existencia es la rutina de lo común y lo cotidiano. Por eso nos machacan una y otra vez para que compremos las cosas que pueden ayudarnos a mostrar nuestra singularidad.
        Se dirigen directamente a todos los que viven entre sombras y silencios, en situación de posguerra permanente, que anhelan salir de su pozo, aunque sea reflejándose en otros, como la madre que canta Serrat en Princesa.
        Rutinariamente conformes pese a todo, siempre podemos agarrarnos a que tenemos un puesto de trabajo, disfrutamos de una pensión o no nos han diagnosticado un cáncer terminal. No faltan quienes están peor que nosotros.



                           Juan Manuel Campo Vidondo