miércoles, 27 de enero de 2016

Hacienda somos todos

        Eso. Muy bien. ¡Y qué más! ¡Valiente bobada! Desde luego, cuando nos da por inventar frases nos salen que ni bordadas. Parece que en este país invertebrado nos ha dado últimamente por jugar a que todos somos iguales, que gozamos de los mismos derechos y sufrimos parecidos deberes, que da lo mismo que uno viva con mil euros que con cien millones, que sea guapo que feo, tonto que listo. A este paso no sé dónde vamos a parar.
        Por ejemplo, ¿en qué cabeza cabe que Bárcenas sea igual que el dueño del bar Cachete? ¿O que Basilio sea tratado como el presidente de la Diputación de Valencia? ¿O que un concejal de Peralta sea considerado como Granados? Esto lo entiende cualquier hijo de vecino sin necesidad de estudios. Es obvio, evidente, natural. No necesita demostración.
        En este sistema que vivimos se da por descontado que las frases no son más que frases, que los anuncios publicitarios lo que pretenden es crear ilusiones, que lo de Hacienda somos todos no es más que un slogan, y que la infanta Cristina no es como la dependienta de la tienda de la esquina. Lo malo viene cuando, de tanto repetirlo, algunos se lo creen y piensan que la ley es igual para todos.
        Al autor o autora de tan deslumbrante lema se le debería montar un ministerio o, como mínimo, una subdirección general, ya que ha logrado que muchos ciudadanos  se ilusionen, tal y como pasaba en el cuento, imaginando que el rey iba vestido, y de eso, nada.
        Como dicen en los bares que frecuento, toda la vida matando tontos y es como si no. Que les pregunten a ellos, a los parroquianos del Cachete, o del Turuta, o del Deporte, o de Baldomero, si Hacienda somos todos y anoten las respuestas en plan estadística de a pie de calle.
        Pregúntenles también si hay derecho que a la pobre infanta la sienten en el banquillo como si fuera una vulgar delincuente, que daba pena verla con la cara que tenía. No dejen de apuntar las contestaciones.
        Antes se tenían las cosas más claras: los nobles mandaban, los curas rezaban y los demás trabajaban. La desigualdad era considerada natural, no se cuestionaba hasta que a unos primos lejanos de Podemos, revolucionarios y anti sistema, les dio por pensar lo contrario. Ahora, con lo de Internet, nos parece que con mover un dedo por la pantalla ya lo sabemos todo, y, claro, pasa lo que pasa.
        Al igual que en el orden natural de las cosas, donde la desigualdad es lo que reina, Hacienda no somos todos. Unos son más que otros, unos se libran más y otros menos, unos pagan más y otros menos, unos se escapan y a otros los pillan. Como siempre, por barrios, por categorías.
        Mes con mes se nos descubre que los que pueden trampean, evaden y defraudan, y lo hacen por eso, porque pueden. Y los de a pie, que no podemos, pues no lo hacemos, y cuando lo hacemos nos pillan. Así que nada de igualdad. Yo mismo me estoy arriesgando mucho y no sé si firmar este artículo, no vaya a ser que a algún inspector monárquico le dé por revisarme la declaración y la liemos.
        De cualquier forma, pase lo que pase con la infanta, que la traten bien, que tampoco tenemos tantas. Caso de que fuera condenada, que le apliquen al menos el IVA reducido o superreducido. A Urdangarín, nada, que al fin y al cabo es un trepa y le está bien empleado.
        Si Luis XIV levantara la cabeza, no daría crédito. María Antonieta, si pudiera, tampoco.

                              Juan Manuel Campo Vidondo

         

lunes, 18 de enero de 2016

Nuevos propósitos

        Corría el mes de enero del 2013, con un pie en la puerta de la jubilación siempre que no cambiaran los designios del Gobierno. En cualquier momento se le podía cruzar el cable al ministro de turno y obligarnos a trabajar más tiempo, no fuera a ser que un largo periodo de merecido descanso nos acostumbrara mal y nos diera por transmitir ese sano deseo a las generaciones que venían a continuación.
        No lo pensaba por las buenas, a lo gratuito. En treinta años habían cambiado unas cuantas leyes y no había por qué concluir que ahora sería distinto. Las autoridades educativas siempre velaban por nuestro bien y el de los alumnos; también por el de los padres.
        Había concluido una unidad didáctica, dedicada a los textos argumentativos, en un más que meritorio intento de que los alumnos a mi cargo tuvieran en cuenta que pensando podrían solucionar algún que otro problema. Sabía por experiencia acumulada que aquella tarea no era fácil, pero que no se dijera.
        Una de las actividades consistía en que el alumnado me convenciera que merecía aprobar en junio y no vernos las caras en septiembre, con el calor y las fiestas. Aquellos alumnos, de segundo de la ESO, a falta de argumentos, le echaron muchas palabras, pelotilleo y caradura en un loable intento de demostrarme que iban a cambiar, se pondrían las pilas, ni harían el gamberro ni se despistarían más de lo habitual, mejorarían la caligrafía, la ortografía, la presentación y lo que hiciera falta, estudiarían más y, en fin, un largo etcétera en función del talento y la vergüenza de cada cual.
        Uno de los alumnos, que andaba en la cuerda floja, emborronó con más pena que gloria bastantes más líneas que en ningún ejercicio de su historia escolar, terminando con la demostración palpable de que para ese ejercicio se había preparado y esforzado como nunca. Ese párrafo final decía: Fíjate, Juan Manuel, me he aprendido hasta los pronombres: a, ante, bajo, cabe, con, contra…
        ¿Qué creen ustedes? ¿Aprobó en junio? ¿Suspendió? ¿Se puso malito?
        ¿Habrá cambiado la cosa estos últimos años? ¿Habrá mejorado el asunto con el PAI y esos meritorios intentos que leo en los periódicos? ¿Quizás con la derogación de la LOMCE? Quiero creer que sí, pero un pálpito frío derivado del escepticismo que aportan los años me dice que no. Parece que los años lo vuelven a uno desconfiado y me pregunto si la culpa la tendrán las leyes o los tiros vienen por otro lado.



                           Juan Manuel Campo Vidondo
                         




jueves, 7 de enero de 2016

¿Repetimos?

        Todos los días a vueltas con lo mismo: que si nuevas elecciones, que si no. Ya uno se cansa, no se está para estos trotes. A mis años, desde mi pensión recién estrenada, lo que me da por pensar es que si los partidos tienen que pactar, que pacten, si tienen que ceder, que cedan. Como decían los romanos: Do ut des, es decir, doy para que des. Es lo que se ha votado, es lo que ha salido, es que lo que se quiere, guste o no.
        Uno se aburre ya de que los programas partidistas sean lo más parecido a los textos sagrados, que no se pueden tocar sin acusaciones de anatema, de traición, de cobardía. Recuerden los partidos que son eso, partidos, y uno, o sea yo, pues uno, cada uno con nuestra representación mental, que convive, quiera o no, con la de al lado.
        Tomen como ejemplo al cuatripartito navarro: se votó, se sentaron, acordaron unos cuantos centenares de asuntos y, entonces, dijeron que podían gobernar. Y ahí están. Y el mundo no se ha venido abajo, ni han tocado las trompetas de la destrucción apocalíptica.
        Los de a pie nos acomodamos a lo que nos echen por necesidad, por convicción o a la fuerza. Pasamos por los pasos de cebra, limitamos la velocidad, pagamos los impuestos, vemos el fútbol y la televisión, trabajamos si podemos… Darwin decía aquello de que sobrevive quien mejor se adapta, no el más inteligente. Es lo que hacemos los de base porque tenemos el talento que tenemos. Pero no se pasen ustedes, los dirigentes, de listos ni de ortodoxos. No esgriman por aquí no paso. Tampoco yo me llevo bien con la vecina, y ya ven.
        No vale decir que no valen las elecciones. Lo que están soltando es que no les han gustado, que querían más. Mi vecina mencionada masculla lo mismo, y yo mismo, algo parecido. En el bar ni les cuento lo que se deja caer, y ya ven.
        Al parecer, queda mucho resabio dictatorial de ordeno y mando, mucho de pureza doctrinaria a lo inquisidor, mucho de absolutismo ideológico. Sin embargo, no da la impresión de ser mala eso que llaman relatividad. Einstein demostró su validez y se hizo famoso. A ver si ustedes, conductores, van a pasar a la historia no por puros sino por otra cosa que me callo por si acaso.
        ¿Repetimos? En principio, sólo se repite cuando gusta y, aun así, llega a cansar. Si repetimos y no vuelve a gustar, ¿volveremos a repetir? ¿Cuántas veces? ¿Hasta que mande el dueño del balón?
        Si lo comentase en mi cuadrilla, ya me habrían corrido a boinazos, por melón y por canso. Una vez, de encimero, hice notar que debían repetir la partida de mus porque se habían equivocado al contar los tantos. Me pusieron a caer de un burro, peor que un pial. Prefiero no acordarme.
        Señores dirigentes, no lo echen en saco roto. Un voto es un voto. Con el de mi vecina, dos. Si hubieran sumado más no estaríamos en éstas.
        Salud.



                               Juan Manuel Campo Vidondo