Tenía la frente y el dorso de las manos moteadas por las manchas
pardas que imprime la vejez. En las muñecas y en el cuello se le anudaban
gruesas venas azuladas…, labios secos y agrietados… (La tabla de Flandes).
A partir de aquí, cabe preguntarse
cuáles son las manchas de la vejez, las que se ven, o sea, las fáciles, y las
que no se ven, las que marcan de verdad. En ocasiones, se parecen a los huecos
que en las paredes, con los clavos desnudos,
han dejado las huellas de los marcos de cuadros desaparecidos, cuadros
que todavía quedan en la retina y en las fibras interiores.
A veces, creo que las manchas son los
rastros de los recuerdos, las señales de la vida de cada cual. Todos tenemos
sombras más o menos oscuras, más o menos grandes, de afrentas, deshonras,
ultrajes y tachas que hemos infringido o hemos soportado. Llegamos a rasparlas
con las uñas para no verlas, las notamos como signos de decrepitud y sabemos
que nos afean. Pero no se dejan, y reaparecen como para demostrar que el pasado
siempre vuelve, que está ahí por mucho
que lo tapemos, que es nuestro nos guste o no.
Y ahí viene lo malo, porque no siempre
viene bien que le recuerden a uno su historia. Entonces aparecen las cremas,
los aceites y los bálsamos que disimulan los discretos lunares de otros tiempos
ya lejanos. Sabemos que nos engañamos, pero lo aceptamos porque no se puede vivir
con culpas. Tampoco es posible dar marcha atrás. No queda más remedio que
intentar embellecer el recuerdo, si se puede.
Ruiz Zafón describe las Ramblas en
la posguerra diciendo que entonces la Navidad todavía conservaba cierto aire de
magia y misterio, que en la mirada de aquellas gentes que vivían entre sombras
y silencios se notaban el anhelo y el miedo.
Esto vale para otras posguerras, como
la de Peralta, como la mía, que yo como niño que era no sabía interpretar.
Visto desde ahora, con guerras perdidas, leo mejor las caras de mis abuelos, de
mis tíos, de mis padres y de mis vecinos. Todas las derrotas se parecen mucho.
Entonces, era un niño como los otros,
con la mirada y los bolsillos vacíos, que veía a los que me rodeaban y no sabía
que se lo estaban tragando, que se callaban. Quizás, pensaban e imaginaban para
mí y mis amigos el futuro que ellos no tenían y creían que nos merecíamos.
Pasados los años, muchos años, no sé si
he cumplido, si he pagado la deuda que contraje con ellos. Unos días me da por
una cosa, y otros por otra. He intentado no moverme por vanidad ni por envidia
ni por codicia, y, como tantos otros que fueron niños conmigo, hemos procurado
dignificar sus derrotas. Sin embargo, cada vez más dudo que hayamos conseguido
algo meritorio. Es duro admitir que,
como a ellos, nos han derrotado los descendientes de quienes los humillaron.
Volviendo a las Ramblas, es posible que
tenga sentido reproducir un diálogo del excelente Prisionero del cielo:
- ¿Un cigarrillo?
- No fumo.
- Dicen que ayuda a morir más rápido.
- Pues venga, que no quede.
Juan
Manuel Campo Vidondo