lunes, 21 de diciembre de 2015

Manchas pardas y derrotas

Tenía la frente y el dorso de las manos moteadas por las manchas pardas que imprime la vejez. En las muñecas y en el cuello se le anudaban gruesas venas azuladas…, labios secos y agrietados… (La tabla de Flandes).
        A partir de aquí, cabe preguntarse cuáles son las manchas de la vejez, las que se ven, o sea, las fáciles, y las que no se ven, las que marcan de verdad. En ocasiones, se parecen a los huecos que en las paredes, con los clavos desnudos,  han dejado las huellas de los marcos de cuadros desaparecidos, cuadros que todavía quedan en la retina y en las fibras interiores.
        A veces, creo que las manchas son los rastros de los recuerdos, las señales de la vida de cada cual. Todos tenemos sombras más o menos oscuras, más o menos grandes, de afrentas, deshonras, ultrajes y tachas que hemos infringido o hemos soportado. Llegamos a rasparlas con las uñas para no verlas, las notamos como signos de decrepitud y sabemos que nos afean. Pero no se dejan, y reaparecen como para demostrar que el pasado siempre vuelve,  que está ahí por mucho que lo tapemos, que es nuestro nos guste o no.
        Y ahí viene lo malo, porque no siempre viene bien que le recuerden a uno su historia. Entonces aparecen las cremas, los aceites y los bálsamos que disimulan los discretos lunares de otros tiempos ya lejanos. Sabemos que nos engañamos, pero lo aceptamos porque no se puede vivir con culpas. Tampoco es posible dar marcha atrás. No queda más remedio que intentar embellecer el recuerdo, si se puede.

          Ruiz Zafón describe las Ramblas en la posguerra diciendo que entonces la Navidad todavía conservaba cierto aire de magia y misterio, que en la mirada de aquellas gentes que vivían entre sombras y silencios se notaban el anhelo y el miedo.
       
        Esto vale para otras posguerras, como la de Peralta, como la mía, que yo como niño que era no sabía interpretar. Visto desde ahora, con guerras perdidas, leo mejor las caras de mis abuelos, de mis tíos, de mis padres y de mis vecinos. Todas las derrotas se parecen mucho.
       
        Entonces, era un niño como los otros, con la mirada y los bolsillos vacíos, que veía a los que me rodeaban y no sabía que se lo estaban tragando, que se callaban. Quizás, pensaban e imaginaban para mí y mis amigos el futuro que ellos no tenían y creían que nos merecíamos.
       
        Pasados los años, muchos años, no sé si he cumplido, si he pagado la deuda que contraje con ellos. Unos días me da por una cosa, y otros por otra. He intentado no moverme por vanidad ni por envidia ni por codicia, y, como tantos otros que fueron niños conmigo, hemos procurado dignificar sus derrotas. Sin embargo, cada vez más dudo que hayamos conseguido algo meritorio. Es duro admitir  que, como a ellos, nos han derrotado los descendientes de quienes los humillaron.
       
        Volviendo a las Ramblas, es posible que tenga sentido reproducir un diálogo del excelente Prisionero del cielo:
-      ¿Un cigarrillo?
-      No fumo.
-      Dicen que ayuda a morir más rápido.
-      Pues venga, que no quede.
             

Juan Manuel Campo Vidondo

lunes, 14 de diciembre de 2015

Basilio

Ni hacía ni hace honor al significado de su nombre. Ni rey, ni emperador. Ni quiere serlo ni se le pasa ni ha pasado por la cabeza. Ha cumplido ochenta y cinco años con un medio puro pegado a los labios como si fuera una prolongación más de su cabeza, como la nariz o las orejas. Basilio y el medio puro son  lo mismo.
        Antes, ha fumado Celtas, cortos y largos, Peninsulares, Ducados y lo que se terciara, pero ahora no puede ni verlos. Sólo puritos, seis o siete al día, encendidos o apagados.
        Una camisa cualquiera o una camiseta juvenil intentan componerse con pantalones hasta la rodilla y sandalias de cuero o zapatos, según el tiempo. Calvo y aceitunado, huesudo, nunca que recuerde ha enfermado, si descontamos un catarro que se le pegó hacía casi diez años.
        No ha bebido porque dice que el vino le sentaba mal, y un par de vasos lo ponían vuelta al aire. Muy de cuando en cuando se tomaba un chupito de algo o un vermut rebajado con gaseosa.
        Peón de albañil, técnico en hormigoneras, masador de yeso grueso y fino, aprovisionador de vino para la bota de algún oficial, cocinero del tajo cuando trabajaban fuera del pueblo, lo que tocara, lo que le mandaran. Ahora, todos los días va al campo en su moto, una barquilla detrás, su casco obligatorio y su puro en la boca, para entretenerse, para matar el rato.
        Gasta bromas como poner la mano en la banqueta antes de que el otro se siente, hacer nudos a las correas de los bolsos de manos, llevarse el dinero de la barra para que discutan clientes y camareros…, lo que se le ocurre.
        Compraba y hacía, y hace, la comida para su mujer y para él: alubia verde, puré de calabacín con cuatro quesitos, ensalada de tomate y cebolla, puré de patatas con filetes de lomo pasados por la varilla, sopa de todas la variedades… Lo mismo le da porque le gusta todo, menos los macarrones, que, vaya usted a saber por qué, no puede con ellos. Se priva con los dulces que él mismo se hace, o sea, flanes, natillas, arroz con leche, los caseros de toda la vida. Igual exagera un poco cuando afirma que un flan de litro se lo come en una tirada, aunque yo me lo creo.
        Un día le pregunté si podía escribir un artículo sobre él, si se molestaría. Me contestó que hiciera lo que se me pasara por los cojones. Fue el mismo día en que me arreó en el culo con una garrafa que se disponía a tirar al contenedor. Cuando volvió, le pregunté:
-      Basilio, ¿era de olivas?
-      No. ¿Es que no has visto que era de plástico? – me respondió.
        También se dice que otro día le preguntaron si la carretera iba a Marcilla o a Falces, y contestó que no iba a ningún sitio, que se estaba quieta, que si era tonto o qué.
        Es uno de esos que llaman de la mayoría silenciosa, de los que, en el fondo, hacen lo que les da la gana. Que no le pidan el voto estos días, porque los mandará a dónde yo me sé, aunque lo de las elecciones no le preocupa demasiado con tal de que no le jodan los turrones.
        No sé cuánto le queda, pero si sé que, cuando no lo vea, me acordaré de él.


                        Juan Manuel Campo Vidondo


miércoles, 9 de diciembre de 2015

Educación, velocidad y semáforos

En febrero del 2013, la Sexta emitió un programa que mostraba el sistema educativo finlandés. Una profesora finesa explicaba que el 98% de los centros educativos eran públicos, los libros y el material, gratuitos, lo mismo que la comida, con unos 18 alumnos por aula que no necesitaban transporte escolar porque iban y venían andando. Se enorgullecía de que el sistema escolar funcionaba como un ascensor social, los maestros se escogían de entre los mejores expedientes, y no se acometía ninguna reforma sin su visto bueno.
        Me chocó mucho que utilizaran semáforos en los colegios, lo que intenté entender cuando la profesora, que hablaba en perfecto castellano, aclaró que su misión consistía en medir el ruido en el edificio, de modo que, al ponerse en rojo, el alumnado bajaba el volumen de voz para que volviera al ámbar o al verde.
        Por contraposición, en España cada cuatro años, poco más o menos, se cambiaba de sistema, quien sabía hacer hacía y el que no, enseñaba, la educación privada se concertaba, es decir, se subvencionaba con dinero público, la comida era de comedor, fiambrera, bocadillo o ayuno, las reformas las diseñaban expertos que decían que sabían, 25 ó 30 alumnos se agolpaban en cada aula…
        Como resumen, Finlandia aparecía en todas las escalas en cabeza, en tanto que España asomaba por el penúltimo lugar. Aquello no podía ser y tan fue así que, a los pocos días, apareció en el periódico que se había diseñado un plan para mejorar la comprensión lectora, plan en el que los padres se verían obligados a leer en casa con sus hijos. Aquello no me extrañó lo más mínimo porque a rapidez y a improvisación no nos ganaba nadie, sobre todo estando en juego el orgullo patrio y la vergüenza torera.
        Mucho menos me sorprendió que, la misma tarde, unas alumnas se pararan a saludarme ante un puesto ambulante de libros en el que acababa de comprar seis clásicos encuadernados en tapa dura, por veinte euros. Todavía con el celofán envolvente, me preguntaron con encantadora simpatía qué pensaba hacer con ellos.
        Me parece recordar que les contesté que al día siguiente lo explicaría en clase, pero no lo hice. Me arrepentí porque igual me dio por pensar que no merecía la pena o porque mi cabeza estaba ocupada pensando en qué tipo de semáforos detectarían tales situaciones. Seguro que a alguien se le ocurriría algo. Al fin y al cabo, el nuestro era un país de inventores: el submarino, el autogiro, la siesta…
        Tres años después, no he visto que esos problemas se hayan solucionado y, además, han aparecido otros que están más de moda, como el PAI y el BAI o la OPE. Capacidad no le falta al nuevo equipo que intenta marcar las vías del tren educativo. Les deseo suerte y les aconsejo prudencia.
        En mi caso, comencé a trabajar en 1978, y me tocó lidiar con todas las leyes de turno. Sin embargo, nunca me preguntaron, nunca pidieron mi opinión, mi parecer de enseñante. Ustedes no hagan lo mismo y pregunten a los maquinistas dónde hay que poner los semáforos, cómo hay que tomar las curvas, cuál es la velocidad adecuada… Pregunten, no pequen de chulicos.

                         Juan Manuel Campo Vidondo


viernes, 4 de diciembre de 2015

¡Que me lo expliquen!

       Que no lo entiendo, que me lo expliquen, que yo ya me esfuerzo y es que no, que no alcanzo, que no llego, que a este paso se me va a reforzar el síndrome de tonto, de mucho tonto, que en mi pueblo es más que muy.
        Que me digan bien clarito, si puede ser, por qué no va Rajoy al debate dichoso ese si los otros tres van. Digo yo que los jefes están para los momentos difíciles, para cuando hay que dar la cara en nombre y representación, para las duras y las maduras, que para eso son jefes y, si no, serían otra cosa. Aún me lo explico menos en un partido de derechas, tan acostumbrados como nos tienen a Jefe, Guía, Conductor o Caudillo.
        Pero no. El Jefe va y manda a la Soraya. Que conste que no tengo nada en contra de ella, y hasta me cae simpática después del bailoteo que se pegó ante las cámaras, tan improvisado y tan bien que le salió, pero no es lo mismo, no es la Jefa. ¿O sí?
        Porque, a ver, ¿qué tiene que hacer Rajoy, el Gran Jefe, que sea más importante que acudir a dónde se consiguen votos para ganar? ¿Meditar en la Gran Cascada al estilo de los kiowas? Yo, por mucho que lo pienso, no se me ocurre nada. Y no me parece de recibo eso que han dicho de problemas de agenda o de que son un equipo, o sea, que vale cualquiera según el momento. De eso nada, el Jefe es el Jefe y no hay más que hablar. Casi me hubiera creído más si nos hubieran dicho que le había tocado empadronar pingüinos en el Mediterráneo, a propósito de la cumbre esa del cambio climático.
        Dada mi perplejidad, agradecería una explicación como para que yo la entienda, es decir, a nivel de pueblo, de mayoría silenciosa, de andar por casa. Mi equilibrio mental y mi salud democrática están en juego. En tanto espero la respuesta, que sé que llegará, me quedo con lo de
        Cobarde, gallina,
        Capitán de las sardinas.





                                Juan Manuel Campo Vidondo