lunes, 21 de diciembre de 2015

Manchas pardas y derrotas

Tenía la frente y el dorso de las manos moteadas por las manchas pardas que imprime la vejez. En las muñecas y en el cuello se le anudaban gruesas venas azuladas…, labios secos y agrietados… (La tabla de Flandes).
        A partir de aquí, cabe preguntarse cuáles son las manchas de la vejez, las que se ven, o sea, las fáciles, y las que no se ven, las que marcan de verdad. En ocasiones, se parecen a los huecos que en las paredes, con los clavos desnudos,  han dejado las huellas de los marcos de cuadros desaparecidos, cuadros que todavía quedan en la retina y en las fibras interiores.
        A veces, creo que las manchas son los rastros de los recuerdos, las señales de la vida de cada cual. Todos tenemos sombras más o menos oscuras, más o menos grandes, de afrentas, deshonras, ultrajes y tachas que hemos infringido o hemos soportado. Llegamos a rasparlas con las uñas para no verlas, las notamos como signos de decrepitud y sabemos que nos afean. Pero no se dejan, y reaparecen como para demostrar que el pasado siempre vuelve,  que está ahí por mucho que lo tapemos, que es nuestro nos guste o no.
        Y ahí viene lo malo, porque no siempre viene bien que le recuerden a uno su historia. Entonces aparecen las cremas, los aceites y los bálsamos que disimulan los discretos lunares de otros tiempos ya lejanos. Sabemos que nos engañamos, pero lo aceptamos porque no se puede vivir con culpas. Tampoco es posible dar marcha atrás. No queda más remedio que intentar embellecer el recuerdo, si se puede.

          Ruiz Zafón describe las Ramblas en la posguerra diciendo que entonces la Navidad todavía conservaba cierto aire de magia y misterio, que en la mirada de aquellas gentes que vivían entre sombras y silencios se notaban el anhelo y el miedo.
       
        Esto vale para otras posguerras, como la de Peralta, como la mía, que yo como niño que era no sabía interpretar. Visto desde ahora, con guerras perdidas, leo mejor las caras de mis abuelos, de mis tíos, de mis padres y de mis vecinos. Todas las derrotas se parecen mucho.
       
        Entonces, era un niño como los otros, con la mirada y los bolsillos vacíos, que veía a los que me rodeaban y no sabía que se lo estaban tragando, que se callaban. Quizás, pensaban e imaginaban para mí y mis amigos el futuro que ellos no tenían y creían que nos merecíamos.
       
        Pasados los años, muchos años, no sé si he cumplido, si he pagado la deuda que contraje con ellos. Unos días me da por una cosa, y otros por otra. He intentado no moverme por vanidad ni por envidia ni por codicia, y, como tantos otros que fueron niños conmigo, hemos procurado dignificar sus derrotas. Sin embargo, cada vez más dudo que hayamos conseguido algo meritorio. Es duro admitir  que, como a ellos, nos han derrotado los descendientes de quienes los humillaron.
       
        Volviendo a las Ramblas, es posible que tenga sentido reproducir un diálogo del excelente Prisionero del cielo:
-      ¿Un cigarrillo?
-      No fumo.
-      Dicen que ayuda a morir más rápido.
-      Pues venga, que no quede.
             

Juan Manuel Campo Vidondo

lunes, 14 de diciembre de 2015

Basilio

Ni hacía ni hace honor al significado de su nombre. Ni rey, ni emperador. Ni quiere serlo ni se le pasa ni ha pasado por la cabeza. Ha cumplido ochenta y cinco años con un medio puro pegado a los labios como si fuera una prolongación más de su cabeza, como la nariz o las orejas. Basilio y el medio puro son  lo mismo.
        Antes, ha fumado Celtas, cortos y largos, Peninsulares, Ducados y lo que se terciara, pero ahora no puede ni verlos. Sólo puritos, seis o siete al día, encendidos o apagados.
        Una camisa cualquiera o una camiseta juvenil intentan componerse con pantalones hasta la rodilla y sandalias de cuero o zapatos, según el tiempo. Calvo y aceitunado, huesudo, nunca que recuerde ha enfermado, si descontamos un catarro que se le pegó hacía casi diez años.
        No ha bebido porque dice que el vino le sentaba mal, y un par de vasos lo ponían vuelta al aire. Muy de cuando en cuando se tomaba un chupito de algo o un vermut rebajado con gaseosa.
        Peón de albañil, técnico en hormigoneras, masador de yeso grueso y fino, aprovisionador de vino para la bota de algún oficial, cocinero del tajo cuando trabajaban fuera del pueblo, lo que tocara, lo que le mandaran. Ahora, todos los días va al campo en su moto, una barquilla detrás, su casco obligatorio y su puro en la boca, para entretenerse, para matar el rato.
        Gasta bromas como poner la mano en la banqueta antes de que el otro se siente, hacer nudos a las correas de los bolsos de manos, llevarse el dinero de la barra para que discutan clientes y camareros…, lo que se le ocurre.
        Compraba y hacía, y hace, la comida para su mujer y para él: alubia verde, puré de calabacín con cuatro quesitos, ensalada de tomate y cebolla, puré de patatas con filetes de lomo pasados por la varilla, sopa de todas la variedades… Lo mismo le da porque le gusta todo, menos los macarrones, que, vaya usted a saber por qué, no puede con ellos. Se priva con los dulces que él mismo se hace, o sea, flanes, natillas, arroz con leche, los caseros de toda la vida. Igual exagera un poco cuando afirma que un flan de litro se lo come en una tirada, aunque yo me lo creo.
        Un día le pregunté si podía escribir un artículo sobre él, si se molestaría. Me contestó que hiciera lo que se me pasara por los cojones. Fue el mismo día en que me arreó en el culo con una garrafa que se disponía a tirar al contenedor. Cuando volvió, le pregunté:
-      Basilio, ¿era de olivas?
-      No. ¿Es que no has visto que era de plástico? – me respondió.
        También se dice que otro día le preguntaron si la carretera iba a Marcilla o a Falces, y contestó que no iba a ningún sitio, que se estaba quieta, que si era tonto o qué.
        Es uno de esos que llaman de la mayoría silenciosa, de los que, en el fondo, hacen lo que les da la gana. Que no le pidan el voto estos días, porque los mandará a dónde yo me sé, aunque lo de las elecciones no le preocupa demasiado con tal de que no le jodan los turrones.
        No sé cuánto le queda, pero si sé que, cuando no lo vea, me acordaré de él.


                        Juan Manuel Campo Vidondo


miércoles, 9 de diciembre de 2015

Educación, velocidad y semáforos

En febrero del 2013, la Sexta emitió un programa que mostraba el sistema educativo finlandés. Una profesora finesa explicaba que el 98% de los centros educativos eran públicos, los libros y el material, gratuitos, lo mismo que la comida, con unos 18 alumnos por aula que no necesitaban transporte escolar porque iban y venían andando. Se enorgullecía de que el sistema escolar funcionaba como un ascensor social, los maestros se escogían de entre los mejores expedientes, y no se acometía ninguna reforma sin su visto bueno.
        Me chocó mucho que utilizaran semáforos en los colegios, lo que intenté entender cuando la profesora, que hablaba en perfecto castellano, aclaró que su misión consistía en medir el ruido en el edificio, de modo que, al ponerse en rojo, el alumnado bajaba el volumen de voz para que volviera al ámbar o al verde.
        Por contraposición, en España cada cuatro años, poco más o menos, se cambiaba de sistema, quien sabía hacer hacía y el que no, enseñaba, la educación privada se concertaba, es decir, se subvencionaba con dinero público, la comida era de comedor, fiambrera, bocadillo o ayuno, las reformas las diseñaban expertos que decían que sabían, 25 ó 30 alumnos se agolpaban en cada aula…
        Como resumen, Finlandia aparecía en todas las escalas en cabeza, en tanto que España asomaba por el penúltimo lugar. Aquello no podía ser y tan fue así que, a los pocos días, apareció en el periódico que se había diseñado un plan para mejorar la comprensión lectora, plan en el que los padres se verían obligados a leer en casa con sus hijos. Aquello no me extrañó lo más mínimo porque a rapidez y a improvisación no nos ganaba nadie, sobre todo estando en juego el orgullo patrio y la vergüenza torera.
        Mucho menos me sorprendió que, la misma tarde, unas alumnas se pararan a saludarme ante un puesto ambulante de libros en el que acababa de comprar seis clásicos encuadernados en tapa dura, por veinte euros. Todavía con el celofán envolvente, me preguntaron con encantadora simpatía qué pensaba hacer con ellos.
        Me parece recordar que les contesté que al día siguiente lo explicaría en clase, pero no lo hice. Me arrepentí porque igual me dio por pensar que no merecía la pena o porque mi cabeza estaba ocupada pensando en qué tipo de semáforos detectarían tales situaciones. Seguro que a alguien se le ocurriría algo. Al fin y al cabo, el nuestro era un país de inventores: el submarino, el autogiro, la siesta…
        Tres años después, no he visto que esos problemas se hayan solucionado y, además, han aparecido otros que están más de moda, como el PAI y el BAI o la OPE. Capacidad no le falta al nuevo equipo que intenta marcar las vías del tren educativo. Les deseo suerte y les aconsejo prudencia.
        En mi caso, comencé a trabajar en 1978, y me tocó lidiar con todas las leyes de turno. Sin embargo, nunca me preguntaron, nunca pidieron mi opinión, mi parecer de enseñante. Ustedes no hagan lo mismo y pregunten a los maquinistas dónde hay que poner los semáforos, cómo hay que tomar las curvas, cuál es la velocidad adecuada… Pregunten, no pequen de chulicos.

                         Juan Manuel Campo Vidondo


viernes, 4 de diciembre de 2015

¡Que me lo expliquen!

       Que no lo entiendo, que me lo expliquen, que yo ya me esfuerzo y es que no, que no alcanzo, que no llego, que a este paso se me va a reforzar el síndrome de tonto, de mucho tonto, que en mi pueblo es más que muy.
        Que me digan bien clarito, si puede ser, por qué no va Rajoy al debate dichoso ese si los otros tres van. Digo yo que los jefes están para los momentos difíciles, para cuando hay que dar la cara en nombre y representación, para las duras y las maduras, que para eso son jefes y, si no, serían otra cosa. Aún me lo explico menos en un partido de derechas, tan acostumbrados como nos tienen a Jefe, Guía, Conductor o Caudillo.
        Pero no. El Jefe va y manda a la Soraya. Que conste que no tengo nada en contra de ella, y hasta me cae simpática después del bailoteo que se pegó ante las cámaras, tan improvisado y tan bien que le salió, pero no es lo mismo, no es la Jefa. ¿O sí?
        Porque, a ver, ¿qué tiene que hacer Rajoy, el Gran Jefe, que sea más importante que acudir a dónde se consiguen votos para ganar? ¿Meditar en la Gran Cascada al estilo de los kiowas? Yo, por mucho que lo pienso, no se me ocurre nada. Y no me parece de recibo eso que han dicho de problemas de agenda o de que son un equipo, o sea, que vale cualquiera según el momento. De eso nada, el Jefe es el Jefe y no hay más que hablar. Casi me hubiera creído más si nos hubieran dicho que le había tocado empadronar pingüinos en el Mediterráneo, a propósito de la cumbre esa del cambio climático.
        Dada mi perplejidad, agradecería una explicación como para que yo la entienda, es decir, a nivel de pueblo, de mayoría silenciosa, de andar por casa. Mi equilibrio mental y mi salud democrática están en juego. En tanto espero la respuesta, que sé que llegará, me quedo con lo de
        Cobarde, gallina,
        Capitán de las sardinas.





                                Juan Manuel Campo Vidondo

lunes, 30 de noviembre de 2015

Las suyas, mayores.

        Dejó el perro atado a un automóvil enfrente de la sucursal bancaria. Tiró el cigarrillo al suelo y entró. Un par de minutos después, apareció el que debía ser dueño del coche y, sin fijarse en el perro tumbado y amarrado a su coche, arrancó. Unos cincuenta metros más adelante, un vecino, con los brazos en alto, casi en medio de la calzada, le llamó la atención para que parase.
        Así lo hizo, arrimándose a la acera. Paró, se bajó, preguntó al vecino qué pasaba y se percató por sí mismo de lo que ocurría. En ese momento, llegó corriendo y vociferando el dueño del perro, que se puso a recriminar de malas formas al conductor y al vecino con frases como que había que tener más cuidado, que también los animales tenían sus derechos y que no se podía andar así por la vida. Llegó a comparar cánidos y humanos con grave menoscabo de nuestra especie, lo que no fue del agrado de los recriminados.
        La cosa no pasó a mayores no porque terminaran por convencerse con persuasivos razonamientos, sino porque, oportunamente, se presentó un municipal y zanjó la cuestión. El dueño indignado se llevó el perro, y conductor y vecino se quedaron hablando entre ellos con muy malas caras, despotricando contra él.
        En cuanto llegué al bar, lo conté a unos parroquianos que mataban el tiempo en la barra. No se extrañaron ni mucho ni poco; bueno, un poco sí, porque no es frecuente que un perro se vea obligado a correr contra su voluntad. Ahora bien, sin apenas dejarme terminar, cada uno se puso a contar la suya: que si un perro se le había enfrentado, que si un municipal le había puesto sin derecho una multa, que si el del banco le había vendido unos bonos convertibles, que si daba pena andar por el pueblo sorteando excrementos… El dueño del bar también contó no sé qué del horario de cierre.
        En cuanto acabé la cerveza, me despedí y me marché. Otro día lo intentaría con otra historia que contara con sus toques de exageración y pequeñas omisiones a la verdad. A la mía le faltaba sangre, quebranto económico. Ni siquiera el perro había sufrido daños. Debía aportar más realismo, detalles más dramáticos, truculencias oportunas, gotas de humor, algo de corrupción, rumores sobre políticos locales…

                         Juan Manuel Campo Vidondo
       






domingo, 22 de noviembre de 2015

¡Haga el favor!

        Faltaban pocos minutos para que cerrase el estanco y unos cuantos clientes tardíos guardábamos  turno para comprar nuestras dosis. Era sábado, los domingos cierran los estancos, y la provisión no puede faltar ya que se juega uno la calma y la armonía personal y familiar.
        Un hombre, que sobrepasaba los setenta años, calvo y membrudo, ataviado con un chaleco reflectante y pinzas en los bajos del pantalón, entró sin saludar, con cara de alarma y angustia,  y se dirigió directamente al mostrador saltándose la vez a la torera, sin mirar siquiera a quienes esperábamos ser atendidos. Encaró a la estanquera con ansiedad,  entregándole un móvil que llevaba en la mano y un papel con un número de teléfono:
        - ¡Haga el favor! ¡Llame a María y dígale que baje a la puerta del hospital, que la espero allí! – le ordenó en un tono más que nervioso, al tiempo que salía de la expendeduría.
        La dependienta se le quedó mirando con cara de asombro, abrió mucho los ojos y un poco la boca, y, contagiada con las prisas y los nervios marcó como pudo el número anotado. Mientras, la concurrencia emitía sus pareceres:
        - ¡Qué cara tan dura! – dijo una señora bajita.
        -¡Habrase visto desvergüenza! – gritó un señor muy mayor.
        - Oiga, que todos tenemos prisa – espetó a la muchacha un joven con vaqueros.
        El ciclista volvió a entrar con la misma prisa o más que antes y preguntó:
        - ¿Ha llamado? ¿Qué le ha dicho?
        La parroquia aún se agitó más si cabe:
        - ¡Otra vez el tío éste! – saltó una señora que llevaba una bolsa de compra.
        - ¡La próxima vez venga antes! ¡Que todos tenemos el mismo derecho! – aulló un tipo con cara de mala sombra.
        La chica del mostrador, visiblemente nerviosa, agitando los brazos, se dirigió al ciclista:
-      Dice que ya ha salido para casa. Que coja usted la bici y vaya hasta allí – le comunicó al tiempo que se acompañaba de un intento de sonrisa.
        Sin mediar más palabras, sin dar las gracias ni disculparse con la clientela, agarró móvil y papel, salió a la calle, cogió la bicicleta que tenía apoyada en la fachada, se montó en ella y se marchó pedaleando a buen ritmo.
        El resto de los presentes no criticaron porque pensarían que se trataba de algo serio, pero, que yo oyera, nadie preguntó qué ocurría, ninguno dijo esta boca es mía. Nadie se interesó por si ocurría algo grave. La estanquera tampoco soltó más palabras. Cuando me tocó el turno, pedí sin levantar la voz, me dio mi paquete de tabaco, pagué y me marché. Ni respiré.

                           Juan Manuel Campo Vidondo
                      






lunes, 2 de noviembre de 2015

Otra avería

        Amanecí de buen humor, con ganas de desahogo. Me había concedido unos días de vacaciones a mi salud, no sé si merecidas o no, y me sentía dispuesto a aprovecharlas. Había alquilado a buen precio un apartamento en un pueblo costero, lucía el sol y decidí darme una vuelta por la playa. Antes de salir, en prevención de inconveniencias prostáticas, meé y tiré de la cadena, pero la cisterna no funcionó.
        Lo intenté más de una vez con el mismo resultado, de modo que, teniendo en cuenta mi más que demostrada habilidad manual, que hacía decir a mi madre que menos mal que no me ganaba la vida con las manos,  se imponía una llamada telefónica a un fontanero. Esto, en pueblo ajeno, no conocido, sin referencias, podía acarrear sus riesgos, pero no quedaba otro remedio. Tras la oportuna consulta con las páginas amarillas, tecleé y esperé unos segundos. Expliqué a mi interlocutor lo que ocurría, pronunció tres o cuatro veces ajá y prometió que se presentaría en la dirección que le daba en cuanto arreglase un asunto de poca monta.
        Dos horas más tarde, timbraron al portero automático y, al minuto, apareció en la puerta de entrada a casa un señor que presentaba todas las pintas de la jubilación, con gafas de intelectual y cabeza despejada, camisa a cuadros, chaqueta de punto, pantalón de entretiempo y zapatos deportivos, o sea, poco o nada que ver con el estereotipo que yo tenía formado de un fontanero. Pero me dije que no era plan de andar con exquisiteces, que, al fin y al cabo, los espías tampoco lo parecían y los políticos tenían muchos veres. Saludó con educación, me dio la mano, preguntó por la habitación donde se encontraba el baño  y se metió en ella. Salió diez minutos después explicando no sé qué de flotadores y gomas, con mucha soltura y desparpajo, como si yo lo entendiera, como si fuéramos casi colegas.
        Concluidas sus innecesarias aclaraciones, se interesó por si había algo más que atender, a lo que respondí que no y que cuánto le debía. Sin consultar material auxiliar, me respondió que eran cincuenta euros. Sin reflexiones incómodas, sin pensar en economías sumergidas, dinero negro, doble contabilidad, escaqueo de impuestos, ni nada parecido, saqué un billete de la cartera y se lo entregué. Se me pasó por la cabeza si los honorarios contabilizaban desde la hora de la llamada o sólo correspondían al tiempo del arreglo, pero un sexto sentido me hizo permanecer callado.
         Debo decir que en todo momento se mostró amable, sonriente, educado, casi como de la familia, y hasta me informó de otras averías más serias que se disponía a acometer en cuanto saliera de mi casa.
        Igual que ocurrió con la avería de la caldera, me sentí contento de que todo se hubiera solucionado con rapidez y eficacia. El precio era lo de menos. Ya podía mear y descargar el vientre en condiciones. A mis años, me daba por satisfecho.
                                  


                          Juan Manuel Campo Vidondo
       



lunes, 26 de octubre de 2015

Desde los sesenta

        El mismo día que cumplía sesenta años di por concluida mi tarea de dar clases en el instituto. Demasiados años haciendo lo mismo. Necesitaba cambiar. De siempre me había gustado la enseñanza, pero lo de ejercer de pastor era otra cosa. Si eso me hubiera gustado, me hubiera comprado un par de rebaños y me hubiera ido a pastorear por Vallacuera y donde se terciase. Pero no era el caso, así que dije adiós sin echar la vista atrás.
        Desde entonces escribo para saber quién soy y por dónde paso, qué me desasosiega y con qué me divierto, para que mis amigos me quieran un poco más, para creer que mi vida no ha sido inútil del todo. En resumen, escribo para orientarme, para no perderme. Me gustaría asumir la responsabilidad de tener ojos donde los demás los han perdido, pero no tengo el talento de Saramago. Una pena. No me queda más remedio que conformarme con mis talentos.
        Tampoco me apetece indagar y revolverme incómodo en los sueños que nunca fueron ni serán jamás. Bien sé que el esfuerzo continuo, voluntad a manta, trabajo tenaz y un mínimo de talento estructuran la base de la educación y de todo lo demás para conseguir unos magros resultados, insatisfactorios, apenas relevantes.
        El alcohol ya lo he abandonado por necesidad. Me falta dejar el tabaco y la vida, pero no puedo hacerlo sin intentar dejar mi mensaje en una botella de náufrago, un mensaje que no sé bien cuál es. Hasta que no conteste a esta pregunta no puedo morirme tranquilo, con la conciencia de haber hecho lo que tenía que hacer.
        En mis tiempos de estudiante no terminé de entender bien aquello de tragicomedia, aplicado a la historia de Calixto y Melibea. No veía la comedia por ningún lado, dominada por la tragedia en todo su amoroso esplendor. Ahora, desde mis sesenta años, sigo entendiendo la tragedia como muerte, como inevitable final, y lo de comedia como asunto ligero, especie de resumen del paso de la vida que culmina en una broma macabra.
        Así que lo de tragicomedia lo aplico a todos los personajes que en el mundo han sido y serán, línea más o menos en el libro de la historia, o sin líneas, como la mayoría de los que por aquí pasamos.
        No me queda tiempo de vida para perderla. Después de tres operaciones aún vivo y no renuncio a nada, pero me preparo, al estilo de Camus, para morir sin rebeldía. Mientras tanto, me dedico a mirar y a escribir lo que veo.
        Y lo que veo no me gusta. Me muevo en una sociedad indiferente, acrítica y apoltronada, a la que la crisis económica, o estafa social, no ha suscitado sino sentimientos primitivos de envidia, convertida en una especie de hábito nacional, complicidad en mirar para otro lado ante lo intolerable, ante la falta de educación, la vulgaridad o la grosería.
        No puedo contraponer sino ideas tales como la honestidad, la coherencia, la lealtad, la franqueza, el trabajo bien hecho, la dignidad, la valentía, la memoria, la compasión o la cultura, que no se estilan en un mundo mediocre, sin estética, sin héroes a los que imitar o que alienten la esperanza.
        No deja de haber quijotes que critican y denuncian, que empujan a que cambiemos nuestra imbécil naturaleza, con escaso éxito ante el sálvese quien pueda y yo el primero. Yo mismo me refugio muchas veces en lo que me viene a mano, en los libros, en los amigos, en lo que caiga.
        En ocasiones, me siento como estigmatizado a que me llamen fascista o, por lo menos, autoritario. Sin embargo, aunque sea contra corriente, hay que reivindicar la autoridad, el orden y la disciplina, que en nada se contradicen con la democracia.
        Pese a todo, lo bueno, o al menos divertido, de vivir como vivimos es que el esperpento resulta inagotable, de modo que el conjunto produce momentos hilarantes y hasta laxantes. De ahí que resulten más eficaces y necesarias las putas que los psiquiatras. Habida cuenta, los derechos y libertades de los demás acaban donde empieza el telediario.
        De hecho, la gente de este país ni sabe ni quiere saber. A la vista está que la de político debe ser una de las escasas profesiones para las que no hace falta tener el Bachillerato. Saben nuestros políticos que nadie pide cuentas y le han cogido el tranquillo a la impunidad. Al fin y al cabo, resulta que este es un país cobarde, que nada exige a los representantes porque nadie se exige a sí mismo. Como decía uno de los personajes de Pérez-Reverte, el Charolito sólo se fiaba de su polla. Era la única que nunca le daría por culo.
        En este contexto, el insulto fluye solo, espontáneo y natural como la vida misma. Los diccionarios de sinónimos están llenos: tarado, tonto, subnormal, anormal, lelo, imbécil, soplagaitas, soplacirios, sopladores de cirio pascual, soplapollas, cerebro en paro o aletargado. El que más me gusta es ¿y tú eres el más rápido de todos los espermatozoides?
        En el mismo sentido, delatar es sólo una práctica más de nuestra humana condición. El chivato señala al enemigo confiando en que otros hagan el trabajo que él no se atreve a hacer, o no puede. En esta especialidad de odio es posible que no nos gane nadie, va incorporada a las etiquetas de la marca España. Algo es algo. Desde Viriato hasta hoy, nunca faltaron delatores y chivatos. Cuando aquí alguien delata no es por civismo, sino por congraciarse con quien manda, o puede mandar. Por miedo y por vileza. Sin olvidar, claro, el ajuste de cuentas, o porque le envidia, o le estorba, o le cae mal. Siempre hay peones de brega dispuestos a dar unos capotazos para ayudar al señorito, siempre y cuando eso no los obligue a salir mucho del burladero.
        La consideración que uno se tiene a sí mismo ha generalizado un tuteo familiar francamente excesivo, como de andar por casa. Para mí, sin embargo, y a riesgo de trasnochado, hablar de usted a la gente supone respeto, educación y delicadeza. El tuteo rebaja y molesta a muchos destinatarios que tratan de usted a la gente mayor y a los desconocidos, a los taxistas, a los camareros, a los dependientes, y a todos los que por su trabajo nos prestan un servicio.
        El paisanaje del tuteo es el mismo que dice que todas las ideas son respetables, lo que, sin lugar a dudas, es mentira, una grave equivocación. Ninguna estupidez es respetable. Lo único respetable es el derecho de cada cual a expresar cualquier barbaridad o gilipollez. Tan respetable como el derecho de los otros a llamarlo gilipollas. No recuerdo quién dijo que si los tontos volaran leeríamos los periódicos a la sombra.
        A más de uno he oído que, en la sociedad actual, la línea más corta entre dos puntos es la estupidez. Opinan que el número de memos por metro cuadrado es superior al de otros países de parecidas latitudes o longitudes. Suponen que lo dará la tierra, o el clima. Un país seco y difícil como éste es natural que tenga tan mala leche.
        No deja de quejarse buena parte del vecindario que la crisis los está jodiendo, pero Pérez-Reverte se ha encargado de recordarnos que, si algo demostramos los españoles en la guerra de la Independencia, es que  para la insurrección éramos unos superdotados, unos guerrilleros con genética propia, pero que a la hora de ponernos de acuerdo y combatir organizados no había quien nos uniera. Y la cosa sigue. Como si el tiempo no hubiera pasado. Que la Historia enseña que se lo cuenten a otros pueblos. O a Juan Marsé, que escribió aquello de que en la postguerra me putearon los padres y en la democracia los hijos. Pero siempre me putearon los mismos. Y es que no necesita demostración que la peña sólo respeta al prójimo cuando no cuesta esfuerzo ni dinero; en lo otro va a lo suyo. La máxima a seguir es que no me toque a mí.
        Siguen mandando los de siempre, claro. Los que no dejaron de hacerlo nunca. Miembros de una religión implacable cuyo cielo es medio punto más en la bolsa, cuyo purgatorio es el índice de cada día, cuyo único infierno es el fracaso. Se creen una casta privilegiada. Una élite. Tiburones de las finanzas, prestigiosos expertos en el dinero de los otros. Tan expertos que terminan por hacerlo suyo. Porque siempre ganan ellos, cuando ganan, y nunca pierden ellos, cuando pierden. El España va bien hay que sustituirlo por En España van bien los de siempre.
        Así pasa cuando nos disfrazamos de turistas y fotografiamos, interese o no, todo lugar donde haya un cartel prohibiendo hacer fotos. Igual que un guía hablando solo, y alrededor, dispersos y sin hacerle caso, los españoles comprando recuerdos, sentados en un bar a la sombra, haciéndose fotos en otros sitios o echando una meadilla detrás de la pirámide. Que a nadie se le ocurra llamarles la atención porque te mandan a empadronar pingüinos al Mediterráneo.    
        Insistiendo en lo dicho, los valores tales como la honradez, el honor o la decencia andan perdidos en una sociedad dislocada por los únicos valores reales: ganar dinero, fanfarronear, exhibirse. Vivimos en una sociedad taladrada por la ordinariez, la manipulación, la estupidez, la desmemoria histórica y el caínismo. Es preciso acometer contra las corruptelas, el dinero negro, el compadreo pícaro y la estafa; contra la injusticia, la hipocresía y el oportunismo, la vulgaridad y los cazurros; contra la mala educación, la chapuza y el desinterés.
        Está visto que los malos siempre ganan la batalla, y el único sistema para no despreciarse a sí mismo como cómplice consiste en estropearles, al menos, la plácida digestión de lo que se están jalando. Si no es así, nos espera el desmantelamiento ruin de la convivencia. No hay dos Españas, sino infinitas, cada una de su padre y de su madre, egoístas, envidiosas, violentas, destilando bilis. Que me salten un ojo es la única ideología cierta, si le saltan los dos a mi vecino. Este es un país de caudillos y no de presidentes. Quien no está conmigo, incluso quien no está con nadie, está contra mí. Y cogida en medio está la pobre y buena gente que sólo quiere trabajar y vivir.
        Ante eso, la voluntad ética se asienta en pocas convicciones: la dignidad personal, el respeto mutuo, la responsabilidad ante las propias tareas, la honradez, la lealtad y la corrección de las formas. Que no es poco. Junto a esto, hay que decir que la verdadera nación es la historia en común y el equilibrio de los derechos y obligaciones de todos y cada uno de los individuos que la componen.
        Recordemos la historia en este país de desmemoriados. Somos tantos como vos, y juntos más que vos… Oh que buen vasallo si oviese buen señor. No nos acostumbremos a confundir Historia con reacción, memoria con derechas, pacifismo con izquierdas, guerra con militarismo, o soldados con fascistas. Es bueno rescatar la memoria, el coraje y la dignidad de quienes lucharon y murieron por la idea de la redención del hombre. Recordemos también que siempre hay gente llena de resabios y lucidez que está dispuesta a ayudar sin pedir nada a cambio.
        El siglo XX empezó con la esperanza de un mundo mejor, con hombres visionarios y valientes que pretendían cambiar la Historia, y terminó con banqueros, políticos, mercaderes y sinvergüenzas jugando al golf sobre los cementerios donde quedaron sepultadas tantas revoluciones fallidas y tantos sueños.




Juan Manuel Campo Vidondo






lunes, 19 de octubre de 2015

La clase obrera

        Más de uno ha dicho que la clase obrera ya no es protagonista de nada, ni sujeto de la historia ni cosa que se le parezca. Ni siquiera es. Ha muerto. Se ha transformado en objeto de consumo. Vale lo que consume, no lo que produce.
        En el pueblo donde vivo, y en casi todos los demás según me dicen, apenas ha habido lo que se llamaba conciencia de clase. Como mucho, casos aislados que se desgañitaban tratando de convencer a sus compañeros de trabajo, a sus camaradas, que ellos eran la fuerza destinada a cambiar el mundo, las relaciones sociales de producción.
        Los patronos sabían y saben del individualismo y la mutua desconfianza del paisanaje y la han alimentado: un poco más de sueldo por aquí, un favor por allá, un puesto de  trabajo para un hijo… Por unas pesetas se ganaban obreros combativos o con talento, que se volvían contra los suyos y se convertían en sus vigilantes. Ante las críticas, contestaban qué hubieran hecho ellos en su lugar, que desde fuera se veía todo muy fácil, y aconsejaban calma, paciencia, que pensaran en sus hijos, qué sería de ellos si los patrones no les dieran trabajo.
        Para la mayoría, para casi todos, la verdad ha sido y es la autoridad, el poder, el mundo como pirámide. Unos mandan a otros porque pueden, y por eso se mueve el mundo, como si fuera una cadena de mandos sin fin en la que se cursan órdenes claras y precisas, donde la sumisión es lo natural y debe asumirse sin complejos. Vale quien sirve, eso es lo que vale. Orden. Que mande uno.
        La clase obrera ha abandonado el principio de que la unión hace la fuerza, ha traspasado su propia línea roja, y el protagonismo se resiente. ¿Dónde están los objetivos? ¿Y el análisis de las contradicciones? ¿Qué gasolina se usa para el motor del cambio?
        Parece que ha caído en el olvido que los derechos de los débiles no se cumplen cuando éstos no ganan la fuerza para hacerlos cumplir. Da la impresión de que la crisis supone un regreso al estado de todos contra todos, en el que resuenan Hobbes y Quevedo: Vive para ti solo, si pudieres; pues solo para ti, si mueres, mueres. ¿Qué garantía se ofrece al trabajador, al simple ciudadano de a pie que vive de su trabajo? ¿No perder lo que aún le queda?
        El siglo pasado comenzó con la toma del palacio de invierno; a poco más de la mitad, casi medio planeta era comunista o filo, la pelota estaba en el alero; acabó con los presagios del rosario de la aurora con el que ha empezado éste en que sobrevivimos.
         La lucha de clases sigue existiendo y la clase obrera la está perdiendo. La crisis que vivimos no es más que el ajuste de una nueva legión de hombres herramienta en busca de propietario que los ponga a producir y consumir.
        Después de toda una vida, es triste preguntarse dónde queda la esperanza.
       
                             Juan Manuel Campo Vidondo  





lunes, 12 de octubre de 2015

Monotonía y singularidad

        Atxaga ha dejado dicho que es tan grande la monotonía de la vida cotidiana que cualquier suceso que nos permita alejarnos de ella resulta grato, da lo mismo un poco de nieve que un beso furtivo o un accidente.
        Pérez-Reverte incide en la idea de que ser el mejor no significa nada, que se puede serlo sin que lleve implícita la obligación de ir por ahí demostrándolo a la gente.
        En otras palabras, que hay que tener ganas de ganar, o, lo que es lo mismo, de sentirse no solo distinto, sino superior, único. Este es un sentimiento que aparece en todo tipo de ambientes, por lo menos desde el triunfo de la mentalidad individual, de la que es su cima y corolario.
        Son muy pocos, contados, quienes son capaces de conseguir algo semejante y convertirse, de paso, en motivo de envidia y, por tanto, de destrucción. La mayoría quedamos en escalones que suponen fracaso, lo que lleva al rencor, la venganza, la destrucción de quien lo ha conseguido, el destronamiento.
        No es cierto que la mediocridad sirva. El individualismo apunta en buena lógica a la singularidad, de modo que quienes son como los demás, punto arriba o abajo, sufren y rabian. Todo mortal necesita su momento de gloria y, si lo alcanza, quiere uno más. La infelicidad es pues, dentro del sistema, lo normal, lo habitual.
        La verdadera existencia es la rutina de lo común y lo cotidiano. Por eso nos machacan una y otra vez para que compremos las cosas que pueden ayudarnos a mostrar nuestra singularidad.
        Se dirigen directamente a todos los que viven entre sombras y silencios, en situación de posguerra permanente, que anhelan salir de su pozo, aunque sea reflejándose en otros, como la madre que canta Serrat en Princesa.
        Rutinariamente conformes pese a todo, siempre podemos agarrarnos a que tenemos un puesto de trabajo, disfrutamos de una pensión o no nos han diagnosticado un cáncer terminal. No faltan quienes están peor que nosotros.



                           Juan Manuel Campo Vidondo




jueves, 24 de septiembre de 2015

Cansados y cansos

        Aunque a primera vista puedan parecer sinónimos, no lo son. Uno alude a lo físico; el otro a lo moral. De quien aquí se habla entraba en la categoría de los cansos.
        Entré en el bar y me dirigí a la barra en busca de prensa, bebida y compañía. El camarero me advirtió con la vista de su presencia, añadiendo que ya llevaba más de dos horas de mesa en mesa, también buscando compañía en quien descargar su vida.
        A tenor de las circunstancias, me salí a fumar con el periódico en la mano. Intento meritorio pero baldío, porque antes de llegar a la tercera página lo tenía enfrente, sonriendo, mirando con cara de enternecer al lucero del alba.
        Empezó con aquello de que ya sabía que no le gustaba meterse en la vida de nadie, lo que era verdad, habida cuenta de que siempre hablaba de sí mismo, de lo que le pasaba, de lo que le habían hecho, de lo que podía haber sido… Y siguió y siguió, sin importarle si le atendía o no. Lo suyo era contar, como si el interlocutor fuera su confesor laico sin derecho a consejo ni absolución.
        Se le aguantaba como se podía, según como era cada cual y dios le daba a entender. El forzado interlocutor, amarrado a su duro banco, argumentaba lo que se le ocurría, esgrimía excusas de todo tipo con escaso éxito, imploraba ayuda visual al resto de la parroquia, que se mantenía al pairo, velas arriadas, con una pierna en posición de salida por si se cansaba del desventurado al que le había tocado la mala suerte. Un día, unos; al siguiente, otros. A quien le caía, al falto de previsión, al lento de reflejos.
        En realidad, no era mala persona, tan solo canso. Y en los cansos había y hay categorías, como en todo. Éste no era ni listo ni tonto. Algo así como mediopensador, es decir, que tampoco es que se diferenciaba mucho de la mayoría, del común. Pensador a su modo y manera, a lo que saliera, sin excesiva reflexión, un tanto a lo joderse, o sea, también como casi todo el personal.
        Su acento, su idiosincrasia, radicaba en el estilo, en la manera de contar y acompañarse con gestos y miradas. Un corte propio, inimitable, que lo convertía en canso a más no poder, depredador de voluntades, dañino.
        Dejaba huella. Soportado una vez, se le temía, se le veía desde lejos, se le presentía, y uno se escapaba si podía, lo que no siempre era el caso, y entonces…

                              Juan Manuel Campo Vidondo
      


       



martes, 22 de septiembre de 2015

Anuncios deportivos

         Pegaba un inaguantable calor de verano, de modo que, en cuanto terminé de hacer cuatro recados, me metí en el bar a tomar una recuperadora cerveza.
        En la barra, se desparramaban los periódicos habituales, o sea, dos regionales y dos deportivos. El resto de la prensa nacional no tenía cabida. Bastantes problemas había ya en la Comunidad Foral como para añadir fuego al calor reinante.
        Con absoluta desgana, más que otra cosa por no hablar con nadie, cogí uno de los deportivos. En la parte inferior derecha de la portada, debajo de un enorme titular con la foto de una vedette futbolística, un anuncio se interesaba por los problemas de erección de los lectores, destacando la eyaculación precoz.
        Ofrecía tratamientos de última tecnología y prometía un cien por cien de confidencialidad. Un número de teléfono reclamaba una llamada urgente, apoyándose en que el sexo era vida. La academia en cuestión, de sugestivo nombre inglés, se calificaba a sí misma como líder mundial en salud sexual masculina.
        El anuncio se completaba con una atractiva señora o señorita, que se cubría con recato y mirada picarona sus desnudos pechos.
        Después de ojearlo con la atención requerida, cogí el periódico y lo enseñé al vecino de barra. Éste lo miró, sonrió, levantó la vista, volvió a sonreír y me preguntó si eso era lo que me pasaba a mí. Al interesarse por la frecuencia, apuré la cerveza y, sin transición, lo enseñé al parroquiano de al lado, el cual me dijo, sin apenas mirarlo, que si estaba ante un problema de tocarle los cojones o de qué. Me resumió el asunto con que él tenía problemas de todo menos de eso.
        En vista que el cariz de la improvisada encuesta se volvía preocupante, decidí no continuar, no fuera a ser que saliera trasquilado. No sería la primera vez.
        Otro día de menos calor lo intentaré con un artículo que acabo de leer sobre el hermafroditismo de los caracoles. ¡Malo será!


                      Juan Manuel Campo Vidondo



















miércoles, 16 de septiembre de 2015

Candidato para alcalde

        Larra se pasmaba de la extraña fatalidad por la que el hombre anhela siempre lo que no tiene. Un deseo innato de amar y ser amado que no le impide que, gozado el bien que desea, ya maldice del amor y sus espinas.
        Articulaba que quien no tiene barba la quiere y, cuando le sale, maldice al barbero y la navaja. Le choca la mujer del prójimo, se esfuerza y la consigue. Desde entonces teme que el marido se entere y reclame reparación. Gana lo que gana de sueldo y, aunque le llega, quiere más porque su sacrosanta libertad no permite ser torpedeada…
        Así le pasa a un conocido mío, al que no le gusta mandar, pero le repatea las tripas que le ordenen, de modo que destripa a su jefe para que lo pongan a él en su lugar. Despotrica contra alguaciles, concejales y dependientes municipales no porque quiera hacer su trabajo, sino porque cree que él dispondría mejor como alcalde. Sin embargo, no tiene intención de presentarse a las elecciones porque estaría en boca de todos y eso indignaría su dignidad.
        Cree con sinceridad que trabajaría a satisfacción tanto festejos como cultura, pasando por medio ambiente y comunes, sin olvidar urbanismo, hacienda y el resto de las áreas municipales. Pero le da pereza. Ha de hacer tantas cosas (trabajo, familia, vermut, partida de cartas…) que no sabría qué dejar, porque en todas es necesario y reclaman su presencia. Un pequeño empujón quizás resolviera su conflicto de ansiedad. Yo se lo daría, pero no me atrevo, no vaya a ser que, después, me eche en cara los sinsabores de la Alcaldía.
        Entretanto, esparce y aventa sus ideas en la plaza, en el bar, en la tienda… donde quiera que haya alguien que tenga a bien escucharle. A lo gratis, sin contraprestaciones, porque le sale, porque es como es.
        En la plaza de toros ejerce de aficionado entendido; ante una calle con el pavimento abierto se convierte en perito de obras públicas; en los conciertos desgrana sus saberes musicales; en cualquier momento y lugar requiere a los municipales comunicando alborotos, infracciones de tráfico y anomalías sobre seguridad ciudadana… De todo habla y opina con sana crítica constructiva, sin ánimo de enojar a los responsables, sólo aportando su punto de vista por si resultara oportuno.
        En ocasiones, no muchas, se enfada porque no le hacen caso, porque los oyentes hacen como que sí, pero es que no. Estas eventuales contrariedades y decepciones por la escasa repercusión de sus atinadas observaciones le hacen su mella, hieren su amor propio y sentido ciudadano, pero se recupera pronto y sigue a lo suyo.
        Así da gusto. Gente con criterio y ganas de hacer pueblo. Con un pequeño arreón, igual en las próximas elecciones nos llevamos una sorpresa.


                     Juan Manuel Campo Vidondo     





jueves, 10 de septiembre de 2015

¿Le hago caso al médico?

        El médico me dijo que hiciera lo que me diera la gana, que ya era mayorcito. En su opinión, debería cuidarme porque el rey de bastos planeaba en silencio, esperando su oportunidad como otras veces.
        Pensé que igual tenía razón, que no siempre iba a contar con la suerte, que, quizás, convenía hacerle caso. Me vino a la cabeza aquello de Hemingway de que un hombre debe saber cuando se acerca el momento de dejar el tabaco, el alcohol, la vida, o los tres, por orden o juntos.
        En el fondo, no podía quejarme. El tiempo me había tratado con cortesía. Había sido mucho más clemente en su devastación conmigo que con la mayoría de quienes conocía, en especial de las mujeres, que, además, se lamentaban de su falta de misericordia. Un amigo me había comentado al respecto que no le daban ninguna pena, que aguantasen como él, que siempre había sido feo y mal considerado por ellas, que ninguna valía más de un billete o una noche en vela. En mi caso, he de reconocer que no me preocupaban más allá de lo razonable. Lo que me ocupaba era seguir vivo el mayor tiempo posible y, claro, en las mejores condiciones.
        Aunque sentía nostalgia de mi juventud, había descubierto que el otoño tranquilizaba, que aún mantenía dudas sobre muchas de las cosas que me rodeaban, y eso me hacía sentirme joven. Odiaba la certeza y la comparaba con un virus maligno que contagiaba de escepticismo y desesperanza. Estaba harto de las alusiones a la experiencia como madre de la ciencia y me parecían meras tapaderas de la ignorancia.
        De algún sitio de mi memoria saqué que el boletín de enganche de la Legión Extranjera se dirigía a los que la existencia había decepcionado, a los que vivían sin horizontes, y les prometía honor y provecho a cambio de convertirse en novios de la muerte.
        Aquello me convenció de lo contrario y cerré el círculo de mi confianza en la ciencia prometiéndome que haría caso al médico. Procuraría vivir en las mejores condiciones todo cuanto me diera mi carga genética, aunque sólo fuera para tocar los cojones a algún mal nacido de los que se especializaban en tocarlos a los demás y vivir a sus costas. Tajo no iba a faltar. Que esperase Hemingway.

                                   

                                Juan Manuel Campo Vidondo







jueves, 3 de septiembre de 2015

Daños colaterales de las vacaciones.

        Iba yo distraído como de costumbre, cavilando menudencias, mirando al suelo sin rumbo fijo, como otras tantas mañanas o tardes, saludando a conocidos si me daba cuenta de su presencia y los distinguía sin gafas, que las circunstancias de la edad imponen limitaciones no queridas.
        En tal situación anímica, recibí una brutal palmada sobre mi hombro y me volví para conocer al autor de tan efusivo saludo, ya que no lo interpreté como agresión pura y simple.
        Resultó ser un amigo de los de toda la vida, que acababa de venir de vacaciones. Me invitó al bar y no pude negarme. En la barra, me contó el viaje de ida, el de vuelta y la estancia entera, sin prisa, con detalle. Mi papel se limitaba a mirarlo y sonreír con movimientos afirmativos de cabeza.
        Pasaba el tiempo y nadie nos interrumpía. Las miradas furtivas al reloj y los intentos de disculpa esgrimiendo obligaciones que cumplir no funcionaban. Seguía su narración sin vacilaciones, incluso con entusiasmos momentáneos. Me hacía guiños de complicidad, alababa un monumento, criticaba una costumbre, elogiaba una comida… En conjunto, me recomendaba el viaje como al amigo que yo era.
        Pidió otra ronda a su cuenta para completar el relato, volviendo sobre lo dicho para enfatizar aspectos que consideraba interesantes o creía que no habían quedado suficientemente claros. Más de una hora después, cuando bien le pareció, argumentó que se alegraba de verme, pero tenía obligaciones y debía marcharse. Ya terminaría en otro momento.
        A esas alturas, ya me daba lo mismo que se fuera como que no. Me había acostumbrado al ambiente, al sonsonete de su voz, al acomodo de mi mano en la barbilla que el nuevo golpe que me encajó para despedirse desajustó.
        Me encaminé hacia casa con el único propósito de que se me despejara la cabeza en compañía de una querida soledad. Me sentaría en el sillón, de esos que dan vueltas sobre su eje, como mi amigo, y, si era preciso, me tomaría un paracetamol.
        No tenía intención de marcharme de vacaciones, porque ya a mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido. Pero decidí que sí me iría, aunque fuera en octubre o noviembre. Y a la vuelta, al que le tocase se iba a enterar de lo que es el poder adquisitivo. Palabra.

                            
                       Juan Manuel Campo Vidondo
       




lunes, 31 de agosto de 2015

Talentos desperdiciados

        Aprovechando que me sobraba tiempo para coger el autobús de vuelta al pueblo, decidí darme un voltio por la oficina del paro, no por nada especial, sino por ver, por curiosidad, por matar el rato.
        Allí había gente de todo tipo y pelaje: hombres y mujeres, viejos y jóvenes, blancos y negros, tostados y aceitunados, amarillos… De pie o sentados, miraban una pantalla en la que aparecían letras y números. Un guarda de seguridad con pintas de intelectual, pelo blanco, largo y abundante, gafas con mirada penetrante, ejercía su autoridad con ánimo atento, dispuesto, resolvedor de dudas y problemas.
        Entre sus facultades se anotaba la de doctorado en etimología y uso del castellano. Una señora le preguntó qué tecla debía pulsar para que la máquina le proporcionara un ticket con número para su consulta.
-      Es para renovar – le dijo.
-      Renovar ¿qué? Una casa, por ejemplo, se renueva. ¿Eso es lo que quiere? – inquirió sin visos de burla.
-      ¡No, no! Lo que quiero es una tarjeta nueva, de alta en el paro – contestó.
-      ¡Ah! Entonces, pulse en Tarjetas – aclaró.
        Así lo hizo y salió por la ranura el ticket correspondiente. La señora sonrió al guarda y éste le devolvió el cumplido.
        Al minuto escaso, una joven le preguntó no sé qué. El segurata le dio todo tipo de explicaciones, pero no se daba la connivencia adecuada, de modo que, modulando el tono y el timbre, le interpeló:
-      Haga el favor de escucharme, señorita. Que no es lo mismo escuchar que oír. ¿Me sigue?
-      Ya le entiendo, pero mi problema es que veo muy mal y no sé cómo pulsar el botón – respondió con cara compungida.
-      ¡Haberlo dicho antes, mujer! Vuelva a decirme qué quería – apoyándole una mano en el hombro.
        Sorprendido y encantado por semejantes muestras de comprensión y amabilidad, al rato yo mismo le pregunté:
-      Usted perdone: ¿hay baño?
-      Sí. Baño hay – me contestó beatífico.
-      Es para mear – puntualicé.
-      ¡Ah! Ahora le entiendo. Vaya al fondo, a la izquierda. Es la puerta donde pone Archivo – indicándome la dirección con el dedo.
        Mientras cumplía mis necesidades fisiológicas, pensé que así daba gusto. Llegaba uno a confiar en la humanidad. Una pena esto de tanto talento desperdiciado.


                             Juan Manuel Campo Vidondo