El lunes pasado tomé la decisión, la buena, la
definitiva, la que serviría para toda la vida. Sin dudar, convencido de que
podía terminar con mi esclavitud, me embarqué rumbo a Pamplona con otros dos
colegas tan rabiosos como yo por abandonar el tabaco. Lo teníamos claro, los
tres. Íbamos a probar con hipnosis. Otros métodos no nos habían funcionado, así
que, previo pago de 195 euros, lo dejaríamos de una puta vez.
Terminada la sesión, después de fumar
conscientemente el último cigarrillo, salimos con la idea que esta vez sí, que ésta era de verdad de la
buena, contentos de militar ya en las filas de los ex fumadores y, de tan
contentos que estábamos, poco nos faltó para fumarnos un cigarro a nuestra
futura salud.
Ese lunes acabó bien; el martes, un
poco peor pero bien; el miércoles, la ansiedad empezaba a ganar terreno; el
jueves, la cara del estanquero y la imagen del paquete se mezclaban y jugaban
seductoras; el viernes, las órdenes hipnóticas comenzaban a batirse en
retirada.
Mis dos compañeros de viaje me llamaron
por teléfono para comunicarme que habían vuelto y, de paso, preguntarme qué tal
lo llevaba, para alegrarse de que yo también había caído. Pero no. Ahí seguía,
luchando, sin comprar y sin pedir, dando paseos sin consuelo.
Cada noche me dejaba bien a la vista
cinco euros en un cenicero para reforzarme la voluntad. Me dotaba de argumentos
como que tenía un cáncer terminal al que sólo vencería si dejaba de fumar. Me
acordaba de mi hígado recién trasplantado. Apelaba a mi avaricia recordando el
pago de los euros de la hipnosis. Llamaba a mi orgullo para que mis amigos no
me llamaran tonto…
El caso era que cada vez tenía más
ganas de fumar. Pero, una semana después, aún no sé cómo, todavía aguantaba. A
las dos semanas, me mantengo. El estanquero me mira de reojo cuando me ve pasar
delante de la puerta. El caudal del cenicero aumenta. ¿Hasta cuándo?
Juan Manuel Campo
Vidondo
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