¿A quién voy a contar nada que no sepa ya sobre las
insistentes llamadas telefónicas que nos invaden a todas horas y nos ofrecen
agua, luz, gas, calzoncillos y lo que se tercie? Aburridos que estamos.
Pues bien, ayer mismo, recién
despertado de la siesta y a punto de tomar el café, sonó el teléfono fijo. Dejé
que timbrara las cuatro veces que suelen ser costumbre antes de que llamen al
siguiente, pero seguía sonando, de modo que cuando llegó a la decena pensé que
igual me estaba equivocando, que podía ser un familiar, un amigo, una ex novia,
o qué sé yo, y descolgué.
Una voz femenina, cálida y sensual,
pronunció mi nombre en interrogante con una cadencia seductora, a lo que
respondí aún trascordado que sí, que era yo mismo. A renglón seguido, se puso a
informarme que se trataba de una bodega de vinos, cavas y espirituosos, que me
los ofrecía a precio casi como de favor, por quitárselos de encima, porque eran
para mí.
Yo me dejaba arrastrar por aquella
melodía que me sugería placeres insospechados y a mi alcance, hasta que me di
cuenta que iba por el mismo camino que los del gas, y le solté que se lo
agradecía de verdad, que no dudaba de la calidad, que hasta me gustaría
conocerla y tomarnos unas copitas juntos a nuestra mutua salud, pero que por
desgracia estaba trasplantado de hígado y aquello no era para mí, que ya me
gustaría pero que no, que la médico me iba a poner muy mala cara.
Lo entendió, creo, y se despidió con
delicadeza. Una lástima, pensé.
Juan Manuel Campo
Vidondo
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