viernes, 9 de enero de 2015

El día después

        ¿Qué se puede pensar, y decir, y escribir el día después? ¿Sirve de algo preguntarse por las razones de semejante infamia? ¿Para qué aventurar consecuencias que están por ver? ¿Consuela plantear posibles remedios? No sé responder. Sólo me atrevo a decir que siento dolor y rabia, mucho dolor y más rabia.
        La fuerza, lo más primitivo e irracional de la especie, ha vuelto a imponerse sobre la razón, la cultura y la civilización. Ha golpeado sin piedad en el corazón de nuestro sistema de convivencia, el que tantos siglos y sufrimientos ha costado construir luchando contra la incultura, la barbarie y la sinrazón. Ha atacado lo más específicamente humano: enfrentarse a la vida con humor, con una sonrisa. Ningún otro animal es capaz de hacerlo.
        Y ha elegido a Francia como escenario, el país de la acogida, de los exiliados, de la libertad. Ha escogido París, la ciudad que destruyó el absolutismo y que dio a una nación los principios básicos para alcanzar la felicidad de sus ciudadanos, no de sus súbditos: la libertad, la igualdad y la fraternidad.
        Lobos solitarios, dicen; guerra santa, proclaman; martirio como meta suprema, defienden; símbolos religiosos intocables, categorizan. No hay que confundir libertad de expresión con provocación, dictan sus jefes, capacitados para decidir sobre la vida y la muerte. Por el contrario, nosotros, pobres y débiles demócratas, infieles a fuerza de racionales, creemos que el único límite a la libertad de expresión es el código penal.
        Tantos siglos de guerras religiosas, de imposiciones sin clemencia de las creencias propias, habían servido de vacuna para fortalecer un organismo que confiaba en sí mismo, sin necesidad de recurrir a lo sobrenatural. ¿Debemos renunciar y volver a esos tiempos?
        La respuesta ha de ser no. No y mil veces no. La democracia no es débil, como piensan sus enemigos, y tiene el derecho y el deber de protegerse contra quienes la atacan, con sus fuerzas, con sus armas propias. Si algo ha generado este sistema de convivencia, ha sido leyes. Usémoslas y sintámonos orgullosos de hacerlo.
        Los momentos de crisis sirven para fortalecer o para hundir. De nosotros depende una u otra salida. Que cada uno crea en lo que quiera, pero que quede claro que a la palabra se le combate con la palabra y que la vida es un bien absoluto. Nada justifica la muerte del otro, del diferente, ni siquiera la creencia de que eso lleva a una vida mejor.
        ¿Homo homini lupus? No. Dura lex, sed lex.



                                  Juan Manuel Campo Vidondo



     

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