¿Qué se puede pensar, y decir, y escribir el día
después? ¿Sirve de algo preguntarse por las razones de semejante infamia? ¿Para
qué aventurar consecuencias que están por ver? ¿Consuela plantear posibles
remedios? No sé responder. Sólo me atrevo a decir que siento dolor y rabia,
mucho dolor y más rabia.
La fuerza, lo más primitivo e
irracional de la especie, ha vuelto a imponerse sobre la razón, la cultura y la
civilización. Ha golpeado sin piedad en el corazón de nuestro sistema de
convivencia, el que tantos siglos y sufrimientos ha costado construir luchando
contra la incultura, la barbarie y la sinrazón. Ha atacado lo más
específicamente humano: enfrentarse a la vida con humor, con una sonrisa.
Ningún otro animal es capaz de hacerlo.
Y ha elegido a Francia como escenario,
el país de la acogida, de los exiliados, de la libertad. Ha escogido París, la
ciudad que destruyó el absolutismo y que dio a una nación los principios
básicos para alcanzar la felicidad de sus ciudadanos, no de sus súbditos: la
libertad, la igualdad y la fraternidad.
Lobos solitarios, dicen; guerra santa,
proclaman; martirio como meta suprema, defienden; símbolos religiosos
intocables, categorizan. No hay que confundir libertad de expresión con
provocación, dictan sus jefes, capacitados para decidir sobre la vida y la
muerte. Por el contrario, nosotros, pobres y débiles demócratas, infieles a
fuerza de racionales, creemos que el único límite a la libertad de expresión es
el código penal.
Tantos siglos de guerras religiosas, de
imposiciones sin clemencia de las creencias propias, habían servido de vacuna
para fortalecer un organismo que confiaba en sí mismo, sin necesidad de
recurrir a lo sobrenatural. ¿Debemos renunciar y volver a esos tiempos?
La respuesta ha de ser no. No y mil
veces no. La democracia no es débil, como piensan sus enemigos, y tiene el derecho
y el deber de protegerse contra quienes la atacan, con sus fuerzas, con sus
armas propias. Si algo ha generado este sistema de convivencia, ha sido leyes.
Usémoslas y sintámonos orgullosos de hacerlo.
Los momentos de crisis sirven para
fortalecer o para hundir. De nosotros depende una u otra salida. Que cada uno
crea en lo que quiera, pero que quede claro que a la palabra se le combate con
la palabra y que la vida es un bien absoluto. Nada justifica la muerte del
otro, del diferente, ni siquiera la creencia de que eso lleva a una vida mejor.
¿Homo homini lupus? No. Dura lex, sed
lex.
Juan Manuel
Campo Vidondo
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