Rayaba el día. Abrió la puerta y se dirigió
directamente, sin mediar palabra, hacia la barra. El camarero no hizo mención
de preguntarle y le preparó un café con leche, servido en vaso de vidrio,
acompañado de una magdalena. Sentado en una banqueta alta, solo, removió con
una cucharilla el azúcar que acaba de echar al vaso, sin mirar a la
concurrencia.
Con un leve movimiento de cabeza
asentía a los buenos días que daban los clientes que entraban. Se veía
reflejado en el espejo de enfrente con una cara tristona, como que no había
pasado buena noche, que delataba todo un día por delante de trabajo, como ayer
o anteayer.
Un parroquiano pasaba las hojas del
periódico en silencio y, cuando le parecía, leía en voz alta algún titular sin
esperar respuesta. Otro miraba la televisión y meneaba la cabeza al ver nubes
en el mapa del tiempo. Al fondo, una tresena hablaba de lo que habían cenado la
noche de antes.
Despreocupado del ambiente, troceó y
tragó la magdalena, mojándola en el café, con poca prisa, casi con desgana.
Parecía sentirse confundido con la parroquia de voces apagadas, a las que no
prestaba atención y, a lo sumo, miraba con indiferencia. No daba la impresión
de infeliz ni tampoco de feliz. Amoldado a la atmósfera. Cuando apuró el último
sorbo, se metió la mano en el bolsillo, contó unas monedas que dejó sobre la
barra, se levantó y, saludando con los ojos, salió. Al día siguiente, a la
misma hora, volvería a aparecer y se repetiría el ritual. No hacía falta decir
nada. Sobraban comentarios. Muchos años.
Juan Manuel Campo Vidondo
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