Atxaga ha dejado dicho que es tan grande la
monotonía de la vida cotidiana que cualquier suceso que nos permita alejarnos
de ella resulta grato, da lo mismo un poco de nieve que un beso furtivo o un
accidente.
Pérez-Reverte incide en la idea de que
ser el mejor no significa nada, que se puede serlo sin que lleve implícita la
obligación de ir por ahí demostrándolo a la gente.
En otras palabras, que hay que tener
ganas de ganar, o, lo que es lo mismo, de sentirse no solo distinto, sino
superior, único. Este es un sentimiento que aparece en todo tipo de ambientes,
por lo menos desde el triunfo de la mentalidad individual, de la que es su cima
y corolario.
Son muy pocos, contados, quienes son
capaces de conseguir algo semejante y convertirse, de paso, en motivo de
envidia y, por tanto, de destrucción. La mayoría quedamos en escalones que
suponen fracaso, lo que lleva al rencor, la venganza, la destrucción de quien
lo ha conseguido, el destronamiento.
No es cierto que la mediocridad sirva.
El individualismo apunta en buena lógica a la singularidad, de modo que quienes
son como los demás, punto arriba o abajo, sufren y rabian. Todo mortal necesita
su momento de gloria y, si lo alcanza, quiere uno más. La infelicidad es pues,
dentro del sistema, lo normal, lo habitual.
La verdadera existencia es la rutina de
lo común y lo cotidiano. Por eso nos machacan una y otra vez para que compremos
las cosas que pueden ayudarnos a mostrar nuestra singularidad.
Se dirigen directamente a todos los que
viven entre sombras y silencios, en situación de posguerra permanente, que
anhelan salir de su pozo, aunque sea reflejándose en otros, como la madre que
canta Serrat en Princesa.
Rutinariamente conformes pese a
todo, siempre podemos agarrarnos a que tenemos un puesto de trabajo,
disfrutamos de una pensión o no nos han diagnosticado un cáncer terminal. No
faltan quienes están peor que nosotros.
Juan Manuel Campo
Vidondo
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