lunes, 2 de noviembre de 2015

Otra avería

        Amanecí de buen humor, con ganas de desahogo. Me había concedido unos días de vacaciones a mi salud, no sé si merecidas o no, y me sentía dispuesto a aprovecharlas. Había alquilado a buen precio un apartamento en un pueblo costero, lucía el sol y decidí darme una vuelta por la playa. Antes de salir, en prevención de inconveniencias prostáticas, meé y tiré de la cadena, pero la cisterna no funcionó.
        Lo intenté más de una vez con el mismo resultado, de modo que, teniendo en cuenta mi más que demostrada habilidad manual, que hacía decir a mi madre que menos mal que no me ganaba la vida con las manos,  se imponía una llamada telefónica a un fontanero. Esto, en pueblo ajeno, no conocido, sin referencias, podía acarrear sus riesgos, pero no quedaba otro remedio. Tras la oportuna consulta con las páginas amarillas, tecleé y esperé unos segundos. Expliqué a mi interlocutor lo que ocurría, pronunció tres o cuatro veces ajá y prometió que se presentaría en la dirección que le daba en cuanto arreglase un asunto de poca monta.
        Dos horas más tarde, timbraron al portero automático y, al minuto, apareció en la puerta de entrada a casa un señor que presentaba todas las pintas de la jubilación, con gafas de intelectual y cabeza despejada, camisa a cuadros, chaqueta de punto, pantalón de entretiempo y zapatos deportivos, o sea, poco o nada que ver con el estereotipo que yo tenía formado de un fontanero. Pero me dije que no era plan de andar con exquisiteces, que, al fin y al cabo, los espías tampoco lo parecían y los políticos tenían muchos veres. Saludó con educación, me dio la mano, preguntó por la habitación donde se encontraba el baño  y se metió en ella. Salió diez minutos después explicando no sé qué de flotadores y gomas, con mucha soltura y desparpajo, como si yo lo entendiera, como si fuéramos casi colegas.
        Concluidas sus innecesarias aclaraciones, se interesó por si había algo más que atender, a lo que respondí que no y que cuánto le debía. Sin consultar material auxiliar, me respondió que eran cincuenta euros. Sin reflexiones incómodas, sin pensar en economías sumergidas, dinero negro, doble contabilidad, escaqueo de impuestos, ni nada parecido, saqué un billete de la cartera y se lo entregué. Se me pasó por la cabeza si los honorarios contabilizaban desde la hora de la llamada o sólo correspondían al tiempo del arreglo, pero un sexto sentido me hizo permanecer callado.
         Debo decir que en todo momento se mostró amable, sonriente, educado, casi como de la familia, y hasta me informó de otras averías más serias que se disponía a acometer en cuanto saliera de mi casa.
        Igual que ocurrió con la avería de la caldera, me sentí contento de que todo se hubiera solucionado con rapidez y eficacia. El precio era lo de menos. Ya podía mear y descargar el vientre en condiciones. A mis años, me daba por satisfecho.
                                  


                          Juan Manuel Campo Vidondo
       



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