Amanecí de buen humor, con ganas de desahogo. Me
había concedido unos días de vacaciones a mi salud, no sé si merecidas o no, y
me sentía dispuesto a aprovecharlas. Había alquilado a buen precio un
apartamento en un pueblo costero, lucía el sol y decidí darme una vuelta por la
playa. Antes de salir, en prevención de inconveniencias prostáticas, meé y tiré
de la cadena, pero la cisterna no funcionó.
Lo intenté más de una vez con el mismo
resultado, de modo que, teniendo en cuenta mi más que demostrada habilidad
manual, que hacía decir a mi madre que menos mal que no me ganaba la vida con
las manos, se imponía una llamada
telefónica a un fontanero. Esto, en pueblo ajeno, no conocido, sin referencias,
podía acarrear sus riesgos, pero no quedaba otro remedio. Tras la oportuna
consulta con las páginas amarillas, tecleé y esperé unos segundos. Expliqué a
mi interlocutor lo que ocurría, pronunció tres o cuatro veces ajá y prometió que se presentaría en la
dirección que le daba en cuanto arreglase un asunto de poca monta.
Dos horas más tarde, timbraron al
portero automático y, al minuto, apareció en la puerta de entrada a casa un
señor que presentaba todas las pintas de la jubilación, con gafas de
intelectual y cabeza despejada, camisa a cuadros, chaqueta de punto, pantalón
de entretiempo y zapatos deportivos, o sea, poco o nada que ver con el
estereotipo que yo tenía formado de un fontanero. Pero me dije que no era plan
de andar con exquisiteces, que, al fin y al cabo, los espías tampoco lo
parecían y los políticos tenían muchos veres. Saludó con educación, me dio la
mano, preguntó por la habitación donde se encontraba el baño y se metió en ella. Salió diez minutos
después explicando no sé qué de flotadores y gomas, con mucha soltura y
desparpajo, como si yo lo entendiera, como si fuéramos casi colegas.
Concluidas sus innecesarias
aclaraciones, se interesó por si había algo más que atender, a lo que respondí
que no y que cuánto le debía. Sin consultar material auxiliar, me respondió que
eran cincuenta euros. Sin reflexiones incómodas, sin pensar en economías
sumergidas, dinero negro, doble contabilidad, escaqueo de impuestos, ni nada
parecido, saqué un billete de la cartera y se lo entregué. Se me pasó por la
cabeza si los honorarios contabilizaban desde la hora de la llamada o sólo
correspondían al tiempo del arreglo, pero un sexto sentido me hizo permanecer
callado.
Debo decir que en todo momento se
mostró amable, sonriente, educado, casi como de la familia, y hasta me informó
de otras averías más serias que se disponía a acometer en cuanto saliera de mi
casa.
Igual que ocurrió con la avería de la
caldera, me sentí contento de que todo se hubiera solucionado con rapidez y
eficacia. El precio era lo de menos. Ya podía mear y descargar el vientre en
condiciones. A mis años, me daba por satisfecho.
Juan Manuel Campo
Vidondo
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