Faltaban pocos minutos para que cerrase el estanco
y unos cuantos clientes tardíos guardábamos
turno para comprar nuestras dosis. Era sábado, los domingos cierran los
estancos, y la provisión no puede faltar ya que se juega uno la calma y la
armonía personal y familiar.
Un hombre, que sobrepasaba los setenta
años, calvo y membrudo, ataviado con un chaleco reflectante y pinzas en los
bajos del pantalón, entró sin saludar, con cara de alarma y angustia, y se dirigió directamente al mostrador
saltándose la vez a la torera, sin mirar siquiera a quienes esperábamos ser
atendidos. Encaró a la estanquera con ansiedad,
entregándole un móvil que llevaba en la mano y un papel con un número de
teléfono:
- ¡Haga el favor! ¡Llame a María y
dígale que baje a la puerta del hospital, que la espero allí! – le ordenó en un
tono más que nervioso, al tiempo que salía de la expendeduría.
La dependienta se le quedó mirando con
cara de asombro, abrió mucho los ojos y un poco la boca, y, contagiada con las
prisas y los nervios marcó como pudo el número anotado. Mientras, la
concurrencia emitía sus pareceres:
-
¡Qué cara tan dura! – dijo una señora bajita.
-¡Habrase visto desvergüenza! – gritó
un señor muy mayor.
- Oiga, que todos tenemos prisa –
espetó a la muchacha un joven con vaqueros.
El ciclista volvió a entrar con la
misma prisa o más que antes y preguntó:
- ¿Ha llamado? ¿Qué le ha dicho?
La parroquia aún se agitó más si cabe:
- ¡Otra vez el tío éste! – saltó una
señora que llevaba una bolsa de compra.
- ¡La próxima vez venga antes! ¡Que
todos tenemos el mismo derecho! – aulló un tipo con cara de mala sombra.
La chica del mostrador, visiblemente
nerviosa, agitando los brazos, se dirigió al ciclista:
- Dice que ya ha salido para casa.
Que coja usted la bici y vaya hasta allí – le comunicó al tiempo que se
acompañaba de un intento de sonrisa.
Sin mediar más palabras, sin dar las
gracias ni disculparse con la clientela, agarró móvil y papel, salió a la
calle, cogió la bicicleta que tenía apoyada en la fachada, se montó en ella y
se marchó pedaleando a buen ritmo.
El resto de los presentes no criticaron
porque pensarían que se trataba de algo serio, pero, que yo oyera, nadie
preguntó qué ocurría, ninguno dijo esta boca es mía. Nadie se interesó por si
ocurría algo grave. La estanquera tampoco soltó más palabras. Cuando me tocó el
turno, pedí sin levantar la voz, me dio mi paquete de tabaco, pagué y me
marché. Ni respiré.
Juan Manuel Campo
Vidondo
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