domingo, 22 de noviembre de 2015

¡Haga el favor!

        Faltaban pocos minutos para que cerrase el estanco y unos cuantos clientes tardíos guardábamos  turno para comprar nuestras dosis. Era sábado, los domingos cierran los estancos, y la provisión no puede faltar ya que se juega uno la calma y la armonía personal y familiar.
        Un hombre, que sobrepasaba los setenta años, calvo y membrudo, ataviado con un chaleco reflectante y pinzas en los bajos del pantalón, entró sin saludar, con cara de alarma y angustia,  y se dirigió directamente al mostrador saltándose la vez a la torera, sin mirar siquiera a quienes esperábamos ser atendidos. Encaró a la estanquera con ansiedad,  entregándole un móvil que llevaba en la mano y un papel con un número de teléfono:
        - ¡Haga el favor! ¡Llame a María y dígale que baje a la puerta del hospital, que la espero allí! – le ordenó en un tono más que nervioso, al tiempo que salía de la expendeduría.
        La dependienta se le quedó mirando con cara de asombro, abrió mucho los ojos y un poco la boca, y, contagiada con las prisas y los nervios marcó como pudo el número anotado. Mientras, la concurrencia emitía sus pareceres:
        - ¡Qué cara tan dura! – dijo una señora bajita.
        -¡Habrase visto desvergüenza! – gritó un señor muy mayor.
        - Oiga, que todos tenemos prisa – espetó a la muchacha un joven con vaqueros.
        El ciclista volvió a entrar con la misma prisa o más que antes y preguntó:
        - ¿Ha llamado? ¿Qué le ha dicho?
        La parroquia aún se agitó más si cabe:
        - ¡Otra vez el tío éste! – saltó una señora que llevaba una bolsa de compra.
        - ¡La próxima vez venga antes! ¡Que todos tenemos el mismo derecho! – aulló un tipo con cara de mala sombra.
        La chica del mostrador, visiblemente nerviosa, agitando los brazos, se dirigió al ciclista:
-      Dice que ya ha salido para casa. Que coja usted la bici y vaya hasta allí – le comunicó al tiempo que se acompañaba de un intento de sonrisa.
        Sin mediar más palabras, sin dar las gracias ni disculparse con la clientela, agarró móvil y papel, salió a la calle, cogió la bicicleta que tenía apoyada en la fachada, se montó en ella y se marchó pedaleando a buen ritmo.
        El resto de los presentes no criticaron porque pensarían que se trataba de algo serio, pero, que yo oyera, nadie preguntó qué ocurría, ninguno dijo esta boca es mía. Nadie se interesó por si ocurría algo grave. La estanquera tampoco soltó más palabras. Cuando me tocó el turno, pedí sin levantar la voz, me dio mi paquete de tabaco, pagué y me marché. Ni respiré.

                           Juan Manuel Campo Vidondo
                      






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