Corría el mes de enero del 2013, con un
pie en la puerta de la jubilación siempre que no cambiaran los designios del
Gobierno. En cualquier momento se le podía cruzar el cable al ministro de turno
y obligarnos a trabajar más tiempo, no fuera a ser que un largo periodo de
merecido descanso nos acostumbrara mal y nos diera por transmitir ese sano
deseo a las generaciones que venían a continuación.
No lo pensaba por las buenas, a lo
gratuito. En treinta años habían cambiado unas cuantas leyes y no había por qué
concluir que ahora sería distinto. Las autoridades educativas siempre velaban
por nuestro bien y el de los alumnos; también por el de los padres.
Había concluido una unidad didáctica,
dedicada a los textos argumentativos, en un más que meritorio intento de que
los alumnos a mi cargo tuvieran en cuenta que pensando podrían solucionar algún
que otro problema. Sabía por experiencia acumulada que aquella tarea no era fácil,
pero que no se dijera.
Una de las actividades consistía en que
el alumnado me convenciera que merecía aprobar en junio y no vernos las caras
en septiembre, con el calor y las fiestas. Aquellos alumnos, de segundo de la
ESO, a falta de argumentos, le echaron muchas palabras, pelotilleo y caradura
en un loable intento de demostrarme que iban a cambiar, se pondrían las pilas,
ni harían el gamberro ni se despistarían más de lo habitual, mejorarían la
caligrafía, la ortografía, la presentación y lo que hiciera falta, estudiarían
más y, en fin, un largo etcétera en función del talento y la vergüenza de cada
cual.
Uno de los alumnos, que andaba en la
cuerda floja, emborronó con más pena que gloria bastantes más líneas que en
ningún ejercicio de su historia escolar, terminando con la demostración
palpable de que para ese ejercicio se había preparado y esforzado como nunca.
Ese párrafo final decía: Fíjate, Juan
Manuel, me he aprendido hasta los pronombres: a, ante, bajo, cabe, con, contra…
¿Qué creen ustedes? ¿Aprobó en junio? ¿Suspendió? ¿Se puso
malito?
¿Habrá cambiado la cosa estos últimos
años? ¿Habrá mejorado el asunto con el PAI y esos meritorios intentos que leo
en los periódicos? ¿Quizás con la derogación de la LOMCE? Quiero creer que sí,
pero un pálpito frío derivado del escepticismo que aportan los años me dice que
no. Parece que los años lo vuelven a uno desconfiado y me pregunto si la culpa
la tendrán las leyes o los tiros vienen por otro lado.
Juan Manuel Campo Vidondo
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