El 8 de febrero de 1975, pocos meses antes de la
muerte del Caudillo, nos cerraron la Universidad de Valladolid. La
justificación se basó en que se le habían tirado huevos al rector por no
atender las peticiones que le hacíamos los estudiantes, y que, desde ahora, ya
no recuerdo.
La mantuvieron cerrada hasta septiembre
de ese año y ni tan siquiera pudimos examinarnos en junio. Al parecer se imponía
dar un escarmiento ejemplar a las protestas y demostrar que el régimen mantenía
incólumes sus principios fundamentales. A falta de otras razones, la calle y el
orden les pertenecían por derecho de fuerza y conquista.
No habían faltado voces que dijeran que
un país podía aguantar cuarenta años de dictadura, pero un solo día de anarquía
era impensable. El mantenimiento del Estado o su destrucción estaban en juego,
por lo menos de aquel Estado. Por razones fortuitas, la suerte le tocó a
Valladolid. Lo mismo hubiera dado cualquiera otra. Lo importante era el ejemplo
y la demostración de fuerza.
Por circunstancias insospechadas en
aquellos momentos, un 8 de febrero, 36 años después, di mis últimas clases a
los grupos de alumnos que ese curso me habían correspondido. Me iba con más
pena que gloria, cansado de fracasos e ideas malogradas, cargado de un
escepticismo y un individualismo que me hubieran sonrojado cuando decidí
dedicarme a la enseñanza, marginando otras opciones que por aquel entonces aún
permanecían abiertas. No me sentía feliz, tampoco amargado, sino más bien con
una vaga conciencia de haber hecho menos de lo que podía.
Por otro lado, tantos años de docencia
habían moldeado mi cabeza hacia un didactismo invariable, incapacitándome de
paso para la originalidad, el destello, el lapsus no explicado. Quizás ahora
podría orientarme con otro norte y marcar otro destino. Necesitaba y quería
cambiar.
Cuando, a las dos y veinticinco, salí
de la última clase, me acordé del romance: Del
día 8 de febrero nos tenemos que acordar que entramos los españoles en la plaza
de Tetuán.
Y ya puestos a tirar de historias
y paralelismos, me sumo al amigo Juan Marsé cuando dice aquello de que en el
franquismo le habían jodido los vencedores y en el postfranquismo los hijos de
los vencedores. Ahora ya va por los nietos.
Juan Manuel Campo Vidondo
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