martes, 2 de febrero de 2016

Del día 8 de febrero

        El 8 de febrero de 1975, pocos meses antes de la muerte del Caudillo, nos cerraron la Universidad de Valladolid. La justificación se basó en que se le habían tirado huevos al rector por no atender las peticiones que le hacíamos los estudiantes, y que, desde ahora, ya no recuerdo.
        La mantuvieron cerrada hasta septiembre de ese año y ni tan siquiera pudimos examinarnos en junio. Al parecer se imponía dar un escarmiento ejemplar a las protestas y demostrar que el régimen mantenía incólumes sus principios fundamentales. A falta de otras razones, la calle y el orden les pertenecían por derecho de fuerza y conquista.
        No habían faltado voces que dijeran que un país podía aguantar cuarenta años de dictadura, pero un solo día de anarquía era impensable. El mantenimiento del Estado o su destrucción estaban en juego, por lo menos de aquel Estado. Por razones fortuitas, la suerte le tocó a Valladolid. Lo mismo hubiera dado cualquiera otra. Lo importante era el ejemplo y la demostración de fuerza.
        Por circunstancias insospechadas en aquellos momentos, un 8 de febrero, 36 años después, di mis últimas clases a los grupos de alumnos que ese curso me habían correspondido. Me iba con más pena que gloria, cansado de fracasos e ideas malogradas, cargado de un escepticismo y un individualismo que me hubieran sonrojado cuando decidí dedicarme a la enseñanza, marginando otras opciones que por aquel entonces aún permanecían abiertas. No me sentía feliz, tampoco amargado, sino más bien con una vaga conciencia de haber hecho menos de lo que podía.
        Por otro lado, tantos años de docencia habían moldeado mi cabeza hacia un didactismo invariable, incapacitándome de paso para la originalidad, el destello, el lapsus no explicado. Quizás ahora podría orientarme con otro norte y marcar otro destino. Necesitaba y quería cambiar.
        Cuando, a las dos y veinticinco, salí de la última clase, me acordé del romance: Del día 8 de febrero nos tenemos que acordar que entramos los españoles en la plaza de Tetuán.
        Y ya puestos a tirar de historias y paralelismos, me sumo al amigo Juan Marsé cuando dice aquello de que en el franquismo le habían jodido los vencedores y en el postfranquismo los hijos de los vencedores. Ahora ya va por los nietos.

                      

                         Juan Manuel Campo Vidondo





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