Cuando mi madre murió, lo consideré como algo
natural. Llevaba mucho tiempo en la frontera y ya, en más de una ocasión, se
había entrevisto el otro lado. No me pilló de sorpresa.
El médico nos dijo que la muerte
cerebral era irreversible, que lo mejor que podía hacerse era desenchufarla.
Mis hermanos y yo estuvimos de acuerdo y dimos el consentimiento. Al poco, su
lucha terminó. Había vivido y le tocaba morir. Nos dejaba a nosotros como
recuerdo, poco más.
Es posible que no sintiera dolor
especial porque se trataba de una cuestión de tiempo. No cabían sorpresas. El
asunto se limitaba a un poco más o un poco menos.
También con mi padre los médicos nos
pidieron permiso para desconectarlo, si bien creían que podía vivir algunos
años más. Sin embargo, esa misma noche se murió, sin avisar, sin darse cuenta.
Me pilló de improviso, sin estar preparado, a traición. Y lo acusé. Y lloré.
Los dos se habían ido, y los siguientes
seríamos mis hermanos y yo. Nadie se quedaba para vestir santos. Nadie volvía
de la muerte, esa oscuridad eterna precedida de un relámpago de luz que era la
vida. La muerte de los otros tiene sentido, ley de vida.
Sin embargo, cuando se trata de uno
mismo la cuestión no parece tan natural. Me pregunto cómo será la mía.
¿Rabiaré? ¿Me resignaré? ¿Pensaré en Dios? ¿Apostaré como Pascal? ¿Lloraré por
mí? ¿Llorará mi hija? ¿Alguien llorará por mí?
Por muchas vueltas que le doy sigo sin
encontrarle sentido a la idea de haber vivido y, de repente, dejar de vivir. No
me entra, no lo entiendo. ¿Cómo se puede uno morir?
Juan Manuel Campo
Vidondo
No hay comentarios:
Publicar un comentario