jueves, 28 de abril de 2016

Utopía

        Cansado, aburrido, y algo más que hastiado, de ver, oír y leer lo que pasaba en este mundo que me rodeaba, cayó en mis manos como por casualidad aquel librito que se titulaba Utopía, obra que ya había leído en su momento, pero que, como tantas otras, ya no recordaba.
        Me sonaba a un país en el que los hombres vivían felices y, apoyado en esa manía que tenemos los humanos de irnos a otro sitio cuando no nos gusta el que estamos, me puse a leerlo a ver si me enseñaba alguna vereda que mejorara el pesimismo social en el que me desenvolvía, o, al menos, me consolara por unos días, reconfortado con ideas de redención social.
        La cosa pintaba bien porque en aquella isla los nativos se llevaban bien, se sentían contentos, no apetecían más que lo necesario, sólo hacían guerras justas, confiaban en el vecino, buscaban la vida placentera sin perjuicio del prójimo, trabajaban seis horas al día, disfrutaban con la belleza, la salud y las satisfacciones de los sentidos, despreciaban la vanidad, las riquezas y la nobleza heredada… Lo que más me gustó es que tenían pocas leyes y, además, sencillas, para que todo el mundo las entendiera.
        Lo malo fue cuando llegó a las conclusiones. Venía a decir que todo se lo había inventado y que lo que el autor veía por todas partes era la conspiración de los ricos, que hacían sus negocios so pretexto y en nombre de la república. Que imaginaban e inventaban todos los artificios posibles para retener los bienes adquiridos y conseguir al menor precio posible las obras y trabajos de los pobres. Que todas las maquinaciones las promulgaban como ley los ricos en nombre de la sociedad y, por lo tanto, también en el de los pobres.
        Terminaba con que la soberbia no medía su prosperidad por el bienestar personal, sino por la desgracia ajena. Que no podía convertirse en diosa si no quedaran miserables a quienes dominar e insultar, cuya miseria realzara su felicidad.
        Descorazonado, recordé que Tomás Moro había escrito el librito hacía medio milenio y que, mala suerte, había terminado sus días decapitado por no dar su brazo a torcer ante el rey. En conjunto, lo que escribió se parecía mucho a los discursos del actual gobierno de la nación, así que la cosa no tenía pinta de haber cambiado demasiado en quinientos años.
        Me vino a la memoria que Sabina cantaba que ya no quedaban islas para naufragar, que en todos los sitios cocían habas, y concluí que no quedaba más remedio que enfrentarse con lo de aquí, que menos viajes.



                                Juan Manuel Campo Vidondo   





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