martes, 23 de agosto de 2016

El jeroglífico

        Me estaba volviendo tarumba. Todo el día dándole vueltas desde el punto de la mañana. No había manera de descifrarlo. Dos miserables letras minúsculas se dibujaban como la clave para desentrañar qué le había pasado a Pedro por no irse de viaje.
        Al mediodía volví al bar e interrogué con la mirada al camarero como para ver si lo había resuelto o al menos me proporcionaba una pista, un indicio, un mínimo resquicio por donde meterle mano. Me la devolvió con más pena que otra cosa, así que, sin palabras, deduje que estábamos como al principio, es decir, anclados, o más bien varados y encallados.
        A la hora de tomar el café seguía en las mismas, sin el más mínimo avance. Durante la siesta se me habían aparecido en duermevela el código Da Vinci, la piedra Rosetta de Champolión, una inscripción escrita en ibero, una asamblea de logia masónica, las tablas de la Ley recién bajadas del monte Sinaí, una película con un niño autista que había entrado sin problemas en el sistema informático ultra secreto del Pentágono, el libro del Pérez Reverte que trataba sobre el meridiano de los jesuitas, el misterio de la Santísima Trinidad y el de los aprobados en septiembre de la ESO, el día que tuve el primer ligue… y otras imágenes que no me acordaba, pero ninguna me había dado luz, ni de candil, ni de gas, ni de nada. A oscuras del todo.
        Derrotado y humillado, abandoné la búsqueda con esa sensación que da la vergüenza propia, el orgullo herido, la ruptura de la autoestima, el complejo de Edipo y toda la teoría freudiana. Así eran el mundo y la vida: unas veces se ganaba y otras se aprendía, o no. Me resigne, pues, que es el sentimiento más común entre los tontos y ciertos creyentes.
        En ésas, apareció un parroquiano que cogió el periódico, encaró el jeroglífico y lo resolvió en un santiamén. Visto y no visto. La solución aparecía clara, evidente, tan sencilla y obvia que aún me sentí más disminuido. Encima me preguntó si creía que estaba bien. No sabía bien si envidiarlo, odiarlo o machacarlo, pero, no sé de dónde me salió, le invité al café que se acababa de tomar, lo que me agradeció con cierta sorpresa. Me preguntó si se debía a algo especial y le contesté algo muy vago e incoherente sobre el talento y los genes que el camarero entendió a la primera. ¡Cruz!



                          Juan Manuel Campo Vidondo










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