martes, 17 de enero de 2017

Los españoles en la historia

        De cuando en cuando me da por releer los viejos libros que hubo que estudiar en los tiempos universitarios para ver qué queda, de qué me he alimentado, qué provecho puede sacárseles si alguno hay. No sé hasta qué punto obedece esta manía a la nostalgia que da el paso del tiempo, pero el caso es que ahí está y peores costumbres se ven por este mundo. Esta semana le ha tocado el turno a Menéndez Pidal y su ensayo Los españoles en la historia.
        Como a tantos otros, a Pidal le dio por ponerse a pensar qué cosa era ésta de España y los españoles, es decir, si tenia esencia o rasgos que la diferenciaran y definieran, o no era nada, a no ser una mera entelequia, una construcción mental. En esto seguía a Ortega, Unamuno, Azorín, Larra, Jovellanos, Feijoo, Quevedo y otros anteriores que nos llevarían hasta los griegos y romanos por lo menos, a Plinio, Estrabón y Herodoto. Quizás los mismos iberos y vascones se lo preguntaron, pero no quedan rastros. Es posible, sin embargo, que Atapuerca nos proporcione alguna sorpresa en este sentido.
        En pocas palabras, que el ser y existir de los pobladores de esta península ha preocupado a propios y extraños y ha sido constante objeto de manipulación histórica, según conviniera a quien lo contaba. Tampoco es de extrañar porque ahora, en este siglo XXI, tan moderno él, pasa tres cuartos de lo mismo.
        Parece que, salvando Roma, lo que más se ha asemejado a un Estado ha sido el reino visigodo y que la monarquía ovetense mostró un claro propósito por constituirse en heredera, afirmando su derecho a redistribuir por pressura la propiedad de las tierras supuestamente desiertas y sin dueño que, gracias a la retirada musulmana más allá de la cordillera central, iba incorporando a sus dominios. Sin embargo, no parece menos cierto que Portugal, Castilla, Navarra y Aragón ignoraban o rechazaban la continuidad del reino godo. No obstante, pasado el tiempo, todos los reyes de España procedían de una misma dinastía, la de Sancho el Mayor de Navarra.
        Hablando de los moradores, para Menéndez Pidal, la sobriedad es la cualidad básica del carácter español. Se conforma con la doctrina de Séneca, según la cual no es pobre el que tiene poco sino el que ambiciona más, dado que las necesidades naturales son muy reducidas, en tanto que las de la ambición son inagotables. Según Gracián, hasta vencer la dificultad sudan, y conténtanse con el vencer; no saben llevar a cabo la victoria.
        Hace notar que gran parte de la colonización americana y de la historia de España no es sino una serie de muy aventuradas improvisaciones, con protagonistas fuertes sufridores de lo peor, en una especie de apatía que significa conformidad y satisfacción: la pobreza alegre no es pobreza. Pese a todo, no deja de mostrar asombro cuando dice que para descubrir tierras y océanos que forman un hemisferio entero… no necesitaron los españoles más de cinco decenios.
        Le atrae a Pidal la idea de que el hispano tiene una fuerte tendencia a la nivelación de las categorías y clases sociales. Cita a Hernando del Pulgar, para quien el mayor elogio es decir que era hombre esencial, aborrescedor de apariencias e de cirimonias infladas.
        Se detiene en la idea de la fama, sacando a escena a don Juan Manuel: Murió el hombre, mas no su nombre. Muera el hombre y viva el nombre. Este anhelo de una segunda vida, la de la fama honrosa, dominaría al español, y la enlaza con el permanente individualismo, piedra angular del espíritu hispano: El español propende a no sentir la solidaridad social, sino tan solo en cuanto a las ventajas inmediatas. De ahí, bastante indiferencia para el interés general, deficiente comprensión de la colectividad, en contraste con la viva percepción del caso inmediato individual, no sólo el propio, sino igualmente el ajeno. Así pues, sobreestima de la individualidad.
        De este rasgo provendría el común irrespeto a la ley, puesto que la consideración del individuo se antepone a la de la colectividad: Las leyes sólo sirven para darse el gusto de no cumplirlas… Al amigo hasta lo injusto; al enemigo ni lo justo. Por lo mismo, hay una ceguera que no es capaz de percibir el valer de los otros, sino el propio, y que degenera en envidia, aversión hacia las excelencias ajenas promovida por el dolor de la propia inferioridad.
        No le cabe duda de que la actuación más popular que se considere no puede producirse sin la levadura de una minoría. En este sentido, España habría dado modelo de dos tipos especiales, el guerrillero y el conquistador, en el que ambos representan la organización del individualismo frente a un adversario muy superior.
        Pese a lo dicho, reconoce que en la masa, en el común de las gentes, el individualismo ofrece valiosas notas positivas. La más saliente es el vivo sentimiento de la propia dignidad, ennoblecedor de la vida toda, muy perceptible incluso en las clases más desvalidas y en las situaciones más humilladas. Sobre todo la literatura ha dramatizado el impulso definitivo de la dignidad personal atropellada. Otros autores, como Unamuno, han visto en esto un desordenado y enfermizo amor propio, un quisquilloso temor a la opinión pública. En general, ese honor individual es presentado como dignificador de la clase plebeya y rústica, y termina afirmando que la debilidad de España no se debe a la indocilidad del pueblo sino a la incompetencia de las minorías que lo rigen.
        No se cansa de manifestar la fragilidad del espíritu asociativo en España. Los beneficios que la cooperación puede acarrear se sienten más confusamente que las ventajas de la suelta acción individual, aunque ésta ofrezca a la larga menores resultados. La simple convivencia llega a mirarse como un estorbo por las necesarias limitaciones que exige: cada uno quiere obrar a sus anchas, sin tener en cuenta a su vecino.
        Un aspecto que le interesa particularmente es el que toca al unitarismo y regionalismo. Afirma que, por su misma geografía, España es un país de división, pero que los montes no tienen ese poder aislador que se les atribuye ni sirven de límite en Cataluña ni en Portugal. Ni la variedad de razas sobre el suelo peninsular es superior a la de Francia, por ejemplo.
        Ya en el siglo I antes de Cristo, Estrabón notó entre los iberos un orgullo local mayor aún que en los helenos, que les impedía unirse en una confederación. Por otro lado, dentro de la organización administrativa romana, España, aun dividida en varias provincias, fue siempre considerada como  una unidad superior a la división provincial. Sin embargo, el mozárabe que en Toledo, lleno de dolor, redacta una extensa crónica en el año 754 no dice una palabra de Pelayo ni de Alfonso I; quizás ni sabía de ellos o no le importaban.
        No obstante, ninguna de las otras provincias del Imperio romano caídas en poder de los musulmanes reaccionó como España. Los reinos surgidos después reconocen su unidad de empresa hispánica en la reconquista total. Todos los reinos se sentían incluidos dentro de cierta unidad cultural basada en una larga tradición política y religiosa común a la España romana y goda. Con el tiempo, se llegó también a la unidad dinástica, parentesco renovado con alianzas matrimoniales.
        Para Pidal, las causas del localismo no son las diversidades étnicas, psicológicas y lingüísticas, sino justamente su contrario: la uniformidad del carácter, en todas partes individualista, el iberismo de Estrabón poco apto para concebir solidaridad. Según él, la lengua no determinó la formación de los reinos y condados de entonces, no fue tenida en cuenta para nada: todos los reinos eran bilingües.
        Desde esas premisas sostiene que el nacionalista pretende sacudir el peso de la historia y someter su idioma nativo a una acción descastellanizante, queriendo suprimir el natural y universal fenómeno lingüístico de los préstamos entre dos idiomas tangentes, préstamos mutuos, aunque siempre recibiendo más la lengua menos vigorosa. Como consecuencia, todo es abultar artificiosamente los hechos diferenciales y tomar el idioma como instrumento de odios políticos.
        Cita a Donoso Cortés cuando éste decía que el carácter histórico de los españoles es la exageración en todo. Lo mismo hace con Larra: Aquí yace la Inquisición; murió de vejez. Aquí reposa la libertad de pensamiento; murió recién nacida. Aquí yace media España; murió de la otra media. No tiene empacho en afirmar que la enfermedad causante de la decadencia bajo los Austrias fue el orgullo a la judaica, creyéndonos el nuevo pueblo de Dios, lo cual nos divorció de Europa. Y sigue con que la intrusión en los asuntos europeos fue un inconmensurable absurdo, mientras que, si al acabar la Reconquista se hubiera concentrado España en su actividad interna, hubiera llegado a ser una Grecia cristiana, lo mismo que decían Ganivet y Unamuno.
        No puede olvidar lo que sostenía Ortega de que la nación no sufrió una decadencia en la Edad Moderna, sino que carecía de salud desde la invasión de los godos. Era una insuficiencia debida a la ausencia o escasez de minorías directoras y a la indocilidad de la masa para ser dirigida lo que condujo a la invertebración histórica de España.
        Hay más, pero ya vale. Creo que estas ideas pueden servirnos para reflexionar. ¿Sobriedad? ¿Senequismo? ¿Individualismo? ¿Improvisación? No me parece que ninguna de esas características sea natural, sino fruto de la acomodación. No es la tierra quien proporciona carácter, sino las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales.
        Podríamos empezar por preguntarnos por qué en este siglo XXI el español se acomoda y cree que le vale con lo que tiene. No quiere problemas, no lucha a no ser que le aprieten hasta decir basta. ¿Miedo? ¿Qué?


                          Juan Manuel Campo Vidondo

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