Se diga lo que se diga, en el fútbol, como en
tantas cosas, lo que se quiere es ganar y lo demás son ganas o necesidad de
aparentar. Lo de que sea deporte, espectáculo, entretenimiento o lo que a cada
cual se le ocurra está bien, sirve para despistar, pero lo que importa de verdad
es que el equipo propio gane, aunque sea de penalty injusto y con la hora
sobrepasada.
El otro día, por ejemplo, me puse a ver
el partido de Osasuna contra otro equipo en uno de los bares de los que soy
cliente habitual, parroquiano de porque sí, por afición y gusto. Mientras el
partido duró con el empate inicial, la clientela aguantó con esperanza, con el
ánimo en que esta vez igual cambiaban las tornas, pero desde que cayó el primer
gol a favor de los rivales la parroquia fue desfilando poco a poco, unos
hablando, otros despotricando y algunos en silencio, casi al ritmo que marcaban
los tantos que sumaban contra Osasuna.
Al final, quedaron tres o cuatro
sufridores que aparentaban no mostrar ocupación ni preocupación aparente, salvo
matar el tiempo o retrasar el momento de regresar a casa. Al fin y el cabo, el
bar no deja de ser un refugio o un cuarto de estar, dependiendo de la
configuración mental de cada uno.
Por mi parte, me reafirmé en la idea
que ya había observado en ocasiones anteriores de que cuando Osasuna gana es de
Navarra y cuando pierde es de Pamplona, por lo menos en mi pueblo.
Algo parecido sucede con los partidos
políticos o con las ideas de toda la vida, o sea, que duran hasta que se
cambian, quizás por aquello que ya dijo Darwin de que sobreviven no los más
inteligentes sino los que mejor se adaptan. Decididamente, lo de perder no
entra en el genoma humano, y, si entra, entra mal. ¡Qué se le va a hacer!
Creo que en el fondo es la misma razón
por la que hay tantos aficionados del Madrid o del Barça: más allá de que
jueguen mejor es que pierden menos veces. Y es que ganar reconforta, se diga o
no se diga.
Juan Manuel Campo
Vidondo.
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