sábado, 11 de octubre de 2014

Se habla del tiempo

        Todos los días suena la misma canción. Da igual que sea en el bar, en la tienda, en la carnicería, barriendo la escalera o en el estanco. Es indiferente que estemos en primavera, verano o cualquiera de las otras dos. Tema obligado.
        Se habla del tiempo, del meteorológico. Del que ha hecho, del que se barrunta para hoy, del que va a venir, de los años pasados, del futuro que nos espera. Se alarga en conversaciones que giran alrededor de que antes se pasaba más calor, o no; más frío, o menos; menos nevadas, o más; cuándo llovía, cuánto llovía y dónde llovía. Las canaleras se llenaban de calamocos y las orillas del río se helaban; la pertinaz sequía agostaba hasta los discursos. Cada cual, en virtud de su derecho a opinar, lanza su experiencia al oído del interlocutor, el cual atiende o no, asiente o disiente, mira para otro lado o aguanta a pie quieto.
        Se quiere tener razón o, por lo menos, que te la den, y, si uno dice que ha llovido mucho, el de al lado contestará que tiene que llover más, y el de más allá replicará que agua de cielo no quita riego. Quienes no hablan no es porque no quieran, sino por si acaso. Lo de la razón es un decir: cuenta más, mucho más, la voluntad de imponer. Lo de menos es que uno haya visto la Luna con halo y el Sol demasiado rojo. Lo que importa es que valga, que les valga; no se pide más, ni menos.
        Sin ir más lejos, el martes pasado un parroquiano se arrancó con que está revuelto el día. Tiempo le faltó al colega de café para contrariarlo con que lo justo para octubre. Del extremo de la barra salió un desde luego que nadie supo interpretar. El camarero los escuchaba y ponía cara como que no oía mientras parecía secar un vaso.
        Antes se confiaba en los del campo, sobre todo en los pastores, se les preguntaba por lo menos, lo que no quitaba para que otros se fiaran más de sus rodillas doloridas o de sus caderas renqueantes. Hasta había quien hinchaba las narices para absorber la cantidad de humedad, tal cual un higrómetro de los de ahora. No se hablaba de anticiclones, borrascas, perturbaciones, frentes, crestas, vaguadas o isobaras: no había. Ahora, poco a poco, se van fiando de los meteorólogos, casi a la fuerza, para no aparecer como incultos, pero no dejan de sonreírse con suficiencia cuando se equivocan, sobre todo, los de la tele.
       A todo hijo de vecino bien empadronado le gusta saber del tiempo, no opinar por opinar sino con fundamento, si bien, en el fondo, prefiere creer más que basarse en la ciencia, en esos principios físicos complicados, basados en la observación, en la paciencia, en la transmisión. A uno le parece que se debe un tanto a que no nos abandona la idea de predecir el futuro, ahondar en el destino, algo así como que el oráculo de Delfos sigue presente.
        Vuelven los presagios, las adivinaciones, los augures, las brujas. ¿O es que nunca se habían ido? Al fin y al cabo, de siempre ha sido más fácil creer que investigar y la civilización no ha pasado de ser una isla en medio de lunáticos que trataban de imponer sus creencias y voluntades.
        Mi sobrina, que es como es, tan suya, hace como que eso del tiempo le da igual, que ella tiene que estudiar haga bueno o malo. Pero a mí me parece que lo dice con la boca pequeña. Se le nota que no va por Ciencias.

                         Juan Manuel Campo Vidondo
                         11 de octubre de  2014  

         

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