Todos los días suena la misma canción. Da igual que sea en
el bar, en la tienda, en la carnicería, barriendo la escalera o en el estanco.
Es indiferente que estemos en primavera, verano o cualquiera de las otras dos.
Tema obligado.
Se habla del
tiempo, del meteorológico. Del que ha hecho, del que se barrunta para hoy, del
que va a venir, de los años pasados, del futuro que nos espera. Se alarga en
conversaciones que giran alrededor de que antes se pasaba más calor, o no; más
frío, o menos; menos nevadas, o más; cuándo llovía, cuánto llovía y dónde
llovía. Las canaleras se llenaban de calamocos y las orillas del río se
helaban; la pertinaz sequía agostaba hasta los discursos. Cada cual, en virtud
de su derecho a opinar, lanza su experiencia al oído del interlocutor, el cual
atiende o no, asiente o disiente, mira para otro lado o aguanta a pie quieto.
Se quiere
tener razón o, por lo menos, que te la den, y, si uno dice que ha llovido
mucho, el de al lado contestará que tiene que llover más, y el de más allá
replicará que agua de cielo no quita riego. Quienes no hablan no es porque no
quieran, sino por si acaso. Lo de la razón es un decir: cuenta más, mucho más,
la voluntad de imponer. Lo de menos es que uno haya visto la Luna con halo y el
Sol demasiado rojo. Lo que importa es que valga, que les valga; no se pide más,
ni menos.
Sin ir más
lejos, el martes pasado un parroquiano se arrancó con que está revuelto el día. Tiempo le faltó al colega de café para
contrariarlo con que lo justo para
octubre. Del extremo de la barra salió un desde luego que nadie supo interpretar. El camarero los escuchaba y
ponía cara como que no oía mientras parecía secar un vaso.
Antes se
confiaba en los del campo, sobre todo en los pastores, se les preguntaba por lo
menos, lo que no quitaba para que otros se fiaran más de sus rodillas doloridas
o de sus caderas renqueantes. Hasta había quien hinchaba las narices para
absorber la cantidad de humedad, tal cual un higrómetro de los de ahora. No se
hablaba de anticiclones, borrascas, perturbaciones, frentes, crestas, vaguadas
o isobaras: no había. Ahora, poco a poco, se van fiando de los meteorólogos,
casi a la fuerza, para no aparecer como incultos, pero no dejan de sonreírse
con suficiencia cuando se equivocan, sobre todo, los de la tele.
A todo hijo
de vecino bien empadronado le gusta saber del tiempo, no opinar por opinar sino
con fundamento, si bien, en el fondo, prefiere creer más que basarse en la ciencia,
en esos principios físicos complicados, basados en la observación, en la
paciencia, en la transmisión. A uno le parece que se debe un tanto a que no nos
abandona la idea de predecir el futuro, ahondar en el destino, algo así como
que el oráculo de Delfos sigue presente.
Vuelven los
presagios, las adivinaciones, los augures, las brujas. ¿O es que nunca se
habían ido? Al fin y al cabo, de siempre ha sido más fácil creer que investigar
y la civilización no ha pasado de ser una isla en medio de lunáticos que
trataban de imponer sus creencias y voluntades.
Mi sobrina,
que es como es, tan suya, hace como que eso del tiempo le da igual, que ella
tiene que estudiar haga bueno o malo. Pero a mí me parece que lo dice con la
boca pequeña. Se le nota que no va por Ciencias.
Juan Manuel Campo Vidondo
11 de octubre de 2014
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