En este país nuestro las encuestas gustan mucho,
hasta de más, y no pocas conversaciones acaban esgrimiéndolas como supremos
argumentos. Se hacen de todo, en todo tiempo y por cualquier motivo.
Gusta que le pregunten a uno y, luego,
decir a los amigos que le han encuestado, porque, como son anónimas, no se
enteran del protagonismo del amigo, que siente no aparecer con nombre y
apellidos para poder enorgullecerse: Ese
soy yo.
A finales de cada año abundan y
hasta cansan y aburren por exceso, pero me interesó una que trataba sobre la
felicidad, esa situación propia y particular en la que cada cual siente que las
circunstancias de su vida, y el conjunto resultante, son como las desea, o, por
defecto, como la falta de sucesos desagradables, lo que en sí mismo no es poco.
Sin embargo, conforme avanzaba en su lectura, el campo se restringía y
terminaba limitándose a la felicidad en el trabajo, a la económica. Madame
Bovary no pintaba nada. Ana Karenina era rusa y Julieta una adolescente de otro
tiempo. Lo decisivo en la felicidad venía de la mano de meras ecuaciones de
equivalencia entre la riqueza y la felicidad, por un lado, y la pobreza con la infelicidad, por el otro.
Las conclusiones venían a decir que
éramos un país famoso por la simpatía de los nativos y la aparente felicidad
que nos caracterizaba, pero, a tenor de las respuestas, nos encontrábamos ante
un tópico más. El 91% consideraba que ni había tenido ni tenía éxito en su
profesión y el 88% que no disfrutaba con su trabajo. El 67% no había dado con
la felicidad y sólo el 22% se sentía feliz. Para rematar, apenas el 12% creía
que contaba con las herramientas suficientes para ser feliz con sus propios
medios, y el 84% pensaba que la felicidad dependía del entorno y no de ellas.
Sorprendido, me pregunté si la encuesta
sería fiable y, de ser así, a quién había que echarle la culpa. De todo el
paisanaje es sabido que somos un país especialista en otorgar los favores de la
culpa a cualquiera que no sea uno mismo. Aquí no se libra ni el apuntador,
desde el alcalde a la vecina del segundo, pasando por el encargado de sección y
el médico que no acierta, hasta terminar en el maestro armero y el Peñón de
Gibraltar.
¿Quién conoce a alguien que se
autoproclame feliz? A lo mucho, oímos que Vamos
tirando… Aún vivo, que no es poco… Pues ya ves, no me puedo quejar…, para,
a renglón seguido, saltar con: ¿Te has
enterado de Pepito? Sí, chico, cáncer terminal… ¿Sabías que García ha cerrado
el taller? Cuestión de pagos a proveedores… Como te lo digo, la mujer de
Andresito se le ha ido con el butanero…
No seremos felices, puede, pero el
que no se consuela es porque no quiere. Siempre hay quien está peor y, si no,
que les pregunten a los del Congo, por decir algo, ¿verdad?
Mientras tanto, los que mandan, los que
deben ser felices porque son ricos o por lo menos no son pobres, disfrutan con
el espectáculo, que, además, les sale casi gratis.
A todo hay quien gana, ¿verdad?
Juan Manuel
Campo Vidondo
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