jueves, 14 de mayo de 2015

Pasa la vida

        Antes les hubieran llamado viejos, sin más, y ya valía. Ahora, les dicen jubilados, pensionistas, tercera edad, ancianos y algunos otros eufemismos con ganas que pretenden disimular lo que hay. Ellos no saben qué es peor porque no pueden comparar, y quienes los llaman así tampoco. Desconocen si es bueno o malo. Por un lado, han llegado; por el otro, se preguntan cómo han llegado. ¡Cómo se pasa la vida! ¡Cómo se viene la muerte! ¡Tan callando!
        De jóvenes las noches eran largas y el futuro prometedor, sugerente, seductor, atractivo y abierto. Pasados los sesenta, unos cuantos de aquellos compañeros, viejos amigos, se les han muerto, y no aciertan qué hacer con el tiempo que les queda. Un futuro incierto, problemático, amenazador. ¡Cuán presto se va el placer! ¡Cómo, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor!
        Han llegado y otros se han quedado. Casi todos piensan que es para mejor, pero no pocos se cuestionan qué es el paisaje sin el paisanaje, y más de uno resuelve que no es nada, que no existe.
        Pero hay que vivir, es ley de vida. Y pasean, o lo intentan, para despistarse un rato, para olvidar ingratitudes, para no pensar qué hacer, para matar el tiempo mientras quede, para descansar de la mujer, de la que muchos están hartos pero hace compañía y la comida. Toman el sol para sentir el calor, para comprobar que aún viven, como el día que se va pasando. Por la noche no pasean. La noche es muerte, y volver a matar el tiempo y el hambre, y descansar si se puede.
        Muchas veces se parecen a los mendigos y a los parados, que no tienen otra cosa que hacer que deambular por las calles para ocupar el tiempo y la cabeza. ¿Qué futuro ven después de desayunar? Salen a la calle si hace bueno y hablan con otros como ellos de fútbol, del tiempo atmosférico, de los programas de televisión, de la familia, de los malos tiempos que corren, del hambre de la posguerra, de su juventud, de los que se han quedado… Hablan de lo que sea con tal de no quedarse callados. Lo peor es el silencio, que lleva a uno mismo, que huele a soledad, a vacío y a miedo.
        No les quedan ni los placeres ni los dulzores de los que habla el poeta. Se les han perdido en el olvido, lo mismo que el recuerdo, que es más inventado que recordado.
        Huyen de preguntarse si han vivido la vida que querían vivir, atisban que los han conducido, intuyen que apenas han elegido con libertad, que no han sido dueños de sus destinos. No quieren interrogarse sobre qué se arrepentirían porque da miedo. Seguro que han traicionado y han sido traicionados, que los han engañado, engañado a otros y a sí mismos. Aunque se esforzaran, no sabrían definirse.
        Quizás, podrían alardear de algún motivo de orgullo, de haber plantado alguna pica en Flandes. Pero lo más probable es que nada destaque, que casi todo sea gris, irrelevante. Quizás, mejor no haber vivido y regalado el tiempo a otro. Cada uno se alimenta de sí mismo: de lo que recuerda, de lo que le queda, de lo que ha comido, de lo que va a cenar. Más de uno intenta pensar qué ha hecho con su vida, en qué han invertido el tiempo, si los recordará alguien y cuánto tiempo. Quizás si…
        Pese a todo, siguen viviendo. La vida se defiende a sí misma por encima de la conciencia. La idea de suicidio es demasiado valiente o estúpida, porque ¿qué se gana? Como sea, aunque sea a rastras, disminuido o humillado, se vive o se vegeta, se pasa el tiempo hasta que la carga genética se agota. Hasta aquí se ha llegado. Esto no da para más. Quizás, sea más conveniente pensar que al final de la jornada el que se salva, sabe y el que no, no sabe nada.



                          Juan Manuel Campo Vidondo
       





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