No hace falta un escenario particular. Cualquier
lugar es válido. Tanto da en la calle como en el bar, en la tienda de la
esquina como en el ambulatorio, o, sin ir más lejos, sin salir de casa.
Ayer, por ejemplo, pasó en una de esas
que llaman grandes superficies. Allí, un tipo alto, delgado, con melena de
cantaor flamenco, achulado, le increpaba no sé qué de una devolución a una
chica, más bien pequeña y regordeta, que ejercía de dependienta. Esta lo miraba
con cara enrojecida y ojos de furia contenida al tiempo que se defendía:
- ¡No me grites! ¡Y tú, tampoco! –
dirigiéndose a una muchacha mofletuda que acompañaba al de la cara aceitunada.
La cosa fue aumentando en intensidad de
volumen, tonos y timbres cada vez más destemplados y agrios, de modo que un
guarda de seguridad se acercó y consiguió, sin levantar la voz, calmar a la
pareja que reclamaba. Así pues, la cuestión no pasó esta vez a mayores.
Es éste un asunto acostumbrado,
frecuente, habitual, incluso diario. Uno se cree con razón y, al considerar que
no se le trata como se merece, levanta la voz, gesticula y se acompaña de
ademanes variados y ostentosos, convencido de que tal proceder dará buenos
resultados o, al menos, se le oirá.
Sin embargo, no suele ser así. Más
bien, al contrario. Viene a resultar como cuando un extranjero no nos entiende
y nos empeñamos en repetirle lo mismo más alto, más despacio y con más gestos.
No funciona por la sencilla razón de que el problema estriba en que no entiende
la idea. También ocurre con los nativos, no es un asunto de nacionalidades.
Además, el grito, modalidad de
comunicación que compartimos con buen número de especies animales, no permite
la articulación y, de paso, contribuye a alterar el sistema nervioso del
interlocutor, que casi siempre se vuelve más agresivo.
El asunto en cuestión lo arregló el
guarda no porque esgrimiese más argumentos, fuera más comprensivo, tratase con
mayor dignidad a los reclamantes, usara de vocabulario adecuado, o estuviera
dotado de empatía natural, sino porque un servidor entiende que iba uniformado
y llevaba una porra, símbolos que el cantaor y su pareja entendieron sin
palabras, a la primera.
Juan Manuel Campo
Vidondo
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