En febrero del 2013, la Sexta emitió un programa que mostraba el
sistema educativo finlandés. Una profesora finesa explicaba que el 98% de los
centros educativos eran públicos, los libros y el material, gratuitos, lo mismo
que la comida, con unos 18 alumnos por aula que no necesitaban transporte
escolar porque iban y venían andando. Se enorgullecía de que el sistema escolar
funcionaba como un ascensor social, los maestros se escogían de entre los
mejores expedientes, y no se acometía ninguna reforma sin su visto bueno.
Me chocó mucho que utilizaran semáforos
en los colegios, lo que intenté entender cuando la profesora, que hablaba en perfecto
castellano, aclaró que su misión consistía en medir el ruido en el edificio, de
modo que, al ponerse en rojo, el alumnado bajaba el volumen de voz para que
volviera al ámbar o al verde.
Por contraposición, en España cada
cuatro años, poco más o menos, se cambiaba de sistema, quien sabía hacer hacía
y el que no, enseñaba, la educación privada se concertaba, es decir, se
subvencionaba con dinero público, la comida era de comedor, fiambrera,
bocadillo o ayuno, las reformas las diseñaban expertos que decían que sabían,
25 ó 30 alumnos se agolpaban en cada aula…
Como resumen, Finlandia aparecía en
todas las escalas en cabeza, en tanto que España asomaba por el penúltimo
lugar. Aquello no podía ser y tan fue así que, a los pocos días, apareció en el
periódico que se había diseñado un plan para mejorar la comprensión lectora,
plan en el que los padres se verían obligados a leer en casa con sus hijos.
Aquello no me extrañó lo más mínimo porque a rapidez y a improvisación no nos
ganaba nadie, sobre todo estando en juego el orgullo patrio y la vergüenza
torera.
Mucho menos me sorprendió que, la misma
tarde, unas alumnas se pararan a saludarme ante un puesto ambulante de libros
en el que acababa de comprar seis clásicos encuadernados en tapa dura, por
veinte euros. Todavía con el celofán envolvente, me preguntaron con encantadora
simpatía qué pensaba hacer con ellos.
Me parece recordar que les contesté que
al día siguiente lo explicaría en clase, pero no lo hice. Me arrepentí porque
igual me dio por pensar que no merecía la pena o porque mi cabeza estaba
ocupada pensando en qué tipo de semáforos detectarían tales situaciones. Seguro
que a alguien se le ocurriría algo. Al fin y al cabo, el nuestro era un país de
inventores: el submarino, el autogiro, la siesta…
Tres años después, no he visto que esos
problemas se hayan solucionado y, además, han aparecido otros que están más de
moda, como el PAI y el BAI o la OPE. Capacidad no le falta al nuevo equipo que
intenta marcar las vías del tren educativo. Les deseo suerte y les aconsejo
prudencia.
En mi caso, comencé a trabajar en 1978,
y me tocó lidiar con todas las leyes de turno. Sin embargo, nunca me
preguntaron, nunca pidieron mi opinión, mi parecer de enseñante. Ustedes no
hagan lo mismo y pregunten a los maquinistas dónde hay que poner los semáforos,
cómo hay que tomar las curvas, cuál es la velocidad adecuada… Pregunten, no
pequen de chulicos.
Juan Manuel Campo
Vidondo
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