jueves, 15 de diciembre de 2016

Leyendo Don Quijote

        No hace mucho, en una de estas tardes tontas, decidí volver a leer Don Quijote de la Mancha en una edición prologada por Andrés Trapiello. En ese preámbulo nos avisa con una cita de Nietzsche: Por más que me maltrate la vida, jamás levantaré un falso testimonio contra ella.
        Trapiello fue estudiante de Literatura en la universidad de Valladolid en los setenta franquistas. También yo estudiaba en la misma universidad, en la misma clase, donde el entonces profesor Víctor García de la Concha tuvo a bien concederme un sobresaliente de fin de curso porque le demostré que el Quijote era yo.
        Así que, pasado el tiempo, pensé que no estaría de más ver qué pasaba con la relectura, si seguía siendo don Quijote o había cambiado. Veríamos qué me atraía, qué me chocaba y qué me disgustaba. Cuando don Quijote era yo, tenía toda la vida por delante, pensaba que podía andar cualquier camino. Casi medio siglo después, no sabía muy bien cómo me había tratado la vida y, lo que es más importante, cómo la he tratado yo a ella.
        Desde las primeras páginas, el protagonista es un personaje que no ha asimilado bien las lecturas que ha hecho, un descerebrado que no ha trabajado en su vida, que pretende hacerse famoso a fuerza de aventuras propias de héroes. Se mete donde no le llaman porque lo confunde todo, porque su contacto con la realidad es un hilo tenue, demasiado sutil, propio de paranoicos.
        Las palizas que recibe las tiene bien merecidas. Se cree con el derecho de decirle a quien le parezca lo que tiene que hacer, al estilo de los profetas y predicadores visionarios, de modo que, como lo que pretende está tan fuera de razón, se producen situaciones que mueven a la risa, que, seguramente, es lo que buscaba Cervantes. Sin humor, no hay Quijote que valga. Si lo que pretendía era ridiculizar los libros de caballería, a fe que lo consigue, ya que no puede haber caballero más tonto, más melón y más insensato.
        Por si fuera poco, el hidalgo exige respeto por definición de clase, por posición en el mundo. A su pobre escudero le recuerda que los amos son como los padres, es decir, que la camaradería y la confianza tienen unos límites que no deben ser sobrepasados. Él puede dar una ínsula porque así lo quiere, pero que no se le exija. Lo mismo rige para el salario y todo lo demás. Nada de nada, salvo lo que se quiera otorgar.
        ¿Idealismo y realismo? Don Quijote no cuenta en su haber sino con ideas mal acomodadas, lecturas mal digeridas. Su cabeza no da para cambiar de un sistema injusto a otro más justo. No busca más que la fama, que le reconozcan su valor, su esfuerzo, su individualidad. A los demás que los zurzan, que no se lo merecen. Su ideal es el de los iluminados, el que bien le parece en cada momento. Es egoísta hasta decir basta. Siempre quiere tener razón. El resto es un hatajo de tontos. Sólo a sí mismo se reconoce como justicia y ley, hasta el punto que ni siquiera reconoce la del rey. ¿A quién se le ocurre liberar a los galeotes? En el fondo y en la forma, ¿a quién se le ocurre pensar como al hidalgo manchego?
        Cuando he cerrado el libro, he concluido que no soy él, o sea, que no soy como antes, lo que en definitiva no supone sino un cambio a peor, porque en este mundo que me toca vivir ahora, en este moderno siglo XXI, lo que no faltan son motivos para desfacer entuertos, que los hay por todas partes, y bien gordos.



                             Juan Manuel Campo Vidondo    







jueves, 1 de diciembre de 2016

Agua

        Cada dos por tres aparece en los medios de comunicación enjundiosos artículos a favor y en contra del Canal de Navarra.
        Por un lado, se defiende que el agua es vida, que es riqueza biológica y económica, que el binomio Itoiz-Canal da solución a las necesidades de agua de Navarra, de manera especial a la Ribera, que favorece el equilibrio territorial, propicia el impulso industrial y garantiza la producción agrícola, que es, en definitiva, un bien estratégico.
        Por otro lado, se argumenta que se ha hecho de forma ilegal e injusta, sin información ni participación pública, manipulando las leyes, sin planificación democrática ni estudios de viabilidad económica, medioambiental y social, despilfarrando dinero público para beneficio privado. Se ha dicho que es la mayor barbaridad cometida en nuestro territorio contra el medio ambiente y las personas, que es una falta de decencia decir que sin el agua la Ribera sufrirá una catástrofe.
        Por los pagos por donde me muevo, que son Peralta y sus alrededores, lo que oigo es que las lavadoras, lavavajillas, calentadores, y todo lo que utilice agua de red, tienen cal hasta en los intestinos, igual que las personas humanas. Oigo que nos cuesta una pasta gansa cambiarlos de tanto en tanto, porque se obturan y no funcionan. Lo mismo le pasa a las cisternas del retrete y se dice que, a este paso, no vamos a poder desaguar ni la mierda de nuestros fatigados sistemas digestivos. También se oye que se va a pedir al Centro de Salud que haga una estadística de las enfermedades gastrointestinales y las compare con otras zonas de esta desvertebrada Navarra.
        A mí se me ocurre que, si viene el agua a peso, no nos hará falta impulsarla con electricidad y podremos ahorrar algo, que tal y como van los tiempos no es para tomárselo a risa. Eso si al ministro o consejero correspondiente no se le ocurre ponerle algún impuesto especial, como el que el ministro Soria le colocó al Sol. Todo se andará.



                              Juan Manuel Campo Vidondo





lunes, 7 de noviembre de 2016

Difama, que algo queda

Estoy medianamente harto del discurso político de la derecha. Parece que se han cansado de que los acusen, semana tras semana, de corrupción y ahora pasan al ataque. Y eso que son incansables, porque no dejan de sorprendernos con nuevos casos, si a estas alturas eso es posible.

        Ahora se han empeñado en demostrar que aquí somos todos iguales, que el que no la hace igual es porque no puede, no tiene oportunidad o no es lo bastante listo. Así que en cuanto surge un nuevo Bárcenas, o Gurtel, o Taula, o Acuamed, o Adif, o Correa, o Pujol, o Barberá, o González, o Castedo, o Fabra, o las decenas de otros que me dejo porque mi memoria tiene un límite y no sé ni calcular los millones que suman entre todos, aparece el portavoz de turno para lanzar que si el asistente de Echenique, la investigación de Errejón, los trabajos de Monedero, la trama venezolana, la irregular financiación electoral de IU o el piso de Espinar.

        Da igual que sea verdad o mentira, que suponga veinte euros o veinte millones, que se suspendan las causas o que no. Lo que importa es contrarrestar, igualar, o difamar, que algo queda. Saben que el paisanaje no se va a parar a reflexionar, que está encantado con que todos los políticos sean iguales. Así, se desinteresan de la política y la dejan para el que sabe, o sea, para ellos, para los de siempre, para las profesionales, los expertos en mandar y que se obedezca.

        ¿Qué es eso de advenedizos? Nada de tocar pelo. Cada uno a lo suyo. ¿Maestros en política? ¿Desde cuándo? ¡Habrase visto! Los maestros, a la escuela. ¿Hasta dónde vamos a llegar?


                      Juan Manuel Campo Vidondo






miércoles, 19 de octubre de 2016

Por la libertad se vive en los pueblos

        El bar tenía, y tiene, dos puertas de entrada y salida para los parroquianos. Una da a una calle normal, o sea, de las que la calzada es para el tráfico rodado y la acera para los peatones, con aparcamiento a los dos lados, de modo que la circulación se realiza en un sentido porque no hay sitio para dos. De una esquina hasta la otra, coches y camionetas se pegan a los bordillos y no dejan espacios libres. Aparca el que tiene suerte.
        La otra puerta da a una calle cerrada que termina en una pared de ladrillo que la limita y separa de una huerta enorme que las normas urbanísticas permiten en mitad del pueblo. También de continuo se llena de vehículos aparcados.
        Así pues, los parroquianos ven limitadas sus opciones de aparcamiento, pero lo que se quiere es estacionar cerca, porque no se tiene todo el tiempo del mundo, y para tomarse un vino o echar una partida al mus no se necesita todo el día, de manera que el centro de la calle se usa igualmente como espacio de aparcamiento.
        Es meridiano que haciéndolo así los que ya estaban aparcados no pueden salir en caso de que quieran porque simplemente no tienen por donde salir. Esto que en una ciudad supondría sus problemas, en este caso se soluciona con relaciones de buena vecindad, de ésas que dicen que por la libertad se vive en los pueblos. Así, cualquier día de cualquier mes del año, sin necesidad de fiestas ni acontecimientos especiales, sino tan solo contando con las buenas costumbres de los parroquianos, fieles a sí mismos y a sus rutinas, un forano puede asistir a diálogos de este tipo, dichos en el tono de voz adecuado para que se entere el interesado y el resto de la concurrencia:
-      ¡A ver si me quitas el coche, que me voy a ir ya!
-      ¿No puedes esperar, o qué? ¿No ves que estoy envidando?
-      ¿De quién es esa furgoneta blanca que se va a caer de vieja?
-      ¡O sacas tu tastarro de donde está o te lo paso por encima!
        Que se sea municipal en ejercicio, panadero jubilado o en trance, obrero en activo, lavandero, camionero o funcionario, carnicero o pintor, da lo mismo. No se reconocen clases, ni estatus ni jerarquías. Tampoco se conocen las riñas serias por este lado. Sólo de vez en cuando alguna palabra un poco salida de tono. Poca cosa. Pelillos a la mar. El impuesto de circulación implica el derecho de aparcamiento, ¿o no? Y el derecho de ciudadanía implica la libre expresión, ¿o no?

    
                         Juan Manuel Campo Vidondo 







lunes, 12 de septiembre de 2016

El crucigrama

        Todos los días me lo encontraba hecho, completamente terminado, sin rectificaciones ni errores, ni siquiera un mínimo cambio de masculino a femenino. El crucigrama del periódico aparecía resuelto un día sí y otro también, de manera que me quedaba a dos velas, a buscar otro pasatiempo.
        El autor de semejante desaguisado era un parroquiano sin connotaciones especiales, sin aspecto de dominar el vocabulario que se precisa, pero es sabido que las apariencias engañan y que de donde menos se espera puede saltar la liebre, pero no dejaba de mosquearme semejante demostración de sinonimia.
        De siempre he tenido tendencia a confiar en la gente y en su buena fe, sin embargo aquello era demasiado. Todos los días sumaban muchos días, más de la cuenta, se saltaba las medias estadísticas entre los humanos.
        Escamado, pues, decidí quitarle las soluciones, a ver qué pasaba, a ver si era verdad, a ver si estaba equivocado. No alimentaba mala sangre, tan solo se trataba de una comprobación íntima, únicamente para mí. Sin que nadie me viera, recorté el cuadradito al final de la hoja aprovechando que no había nadie en el bar a esa hora de la mañana. Después de tomarme el café, me marché y dejé que pasaran las horas no sin cierta impaciencia.
        Volví por la noche, poco antes de que cerraran, cogí el periódico ya suficientemente manoseado y lo abrí por la página de pasatiempos. ¡Había casillas en blanco! No me alegré ni tampoco me desilusioné. La verdad era que aquello exigía una segunda ratificación. Nuestro parroquiano podía haber tenido un mal día en el trabajo, dolerle la cabeza, andar despistado por asuntos amorosos, o vaya usted a saber, de modo que se merecía la famosa presunción de inocencia. Además, no había indagado en averiguación del ladrón del solucionarlo, lo que parecía hablar en su favor.
        En consecuencia, dejé pasar unos cuantos días, en los que el crucigrama volvió a aparecer impecablemente resuelto, intachable, inmaculado, y repetí la operación de recorte. Al volver a la noche, he de reconocer que sentía un poco de nerviosismo mientras buscaba la página, que se presentó ante mis ojos clara como la luz del sol.
        ¿Lo había solucionado? ¿Usted qué cree, querido lector?


                              Juan Manuel Campo Vidondo










martes, 23 de agosto de 2016

El jeroglífico

        Me estaba volviendo tarumba. Todo el día dándole vueltas desde el punto de la mañana. No había manera de descifrarlo. Dos miserables letras minúsculas se dibujaban como la clave para desentrañar qué le había pasado a Pedro por no irse de viaje.
        Al mediodía volví al bar e interrogué con la mirada al camarero como para ver si lo había resuelto o al menos me proporcionaba una pista, un indicio, un mínimo resquicio por donde meterle mano. Me la devolvió con más pena que otra cosa, así que, sin palabras, deduje que estábamos como al principio, es decir, anclados, o más bien varados y encallados.
        A la hora de tomar el café seguía en las mismas, sin el más mínimo avance. Durante la siesta se me habían aparecido en duermevela el código Da Vinci, la piedra Rosetta de Champolión, una inscripción escrita en ibero, una asamblea de logia masónica, las tablas de la Ley recién bajadas del monte Sinaí, una película con un niño autista que había entrado sin problemas en el sistema informático ultra secreto del Pentágono, el libro del Pérez Reverte que trataba sobre el meridiano de los jesuitas, el misterio de la Santísima Trinidad y el de los aprobados en septiembre de la ESO, el día que tuve el primer ligue… y otras imágenes que no me acordaba, pero ninguna me había dado luz, ni de candil, ni de gas, ni de nada. A oscuras del todo.
        Derrotado y humillado, abandoné la búsqueda con esa sensación que da la vergüenza propia, el orgullo herido, la ruptura de la autoestima, el complejo de Edipo y toda la teoría freudiana. Así eran el mundo y la vida: unas veces se ganaba y otras se aprendía, o no. Me resigne, pues, que es el sentimiento más común entre los tontos y ciertos creyentes.
        En ésas, apareció un parroquiano que cogió el periódico, encaró el jeroglífico y lo resolvió en un santiamén. Visto y no visto. La solución aparecía clara, evidente, tan sencilla y obvia que aún me sentí más disminuido. Encima me preguntó si creía que estaba bien. No sabía bien si envidiarlo, odiarlo o machacarlo, pero, no sé de dónde me salió, le invité al café que se acababa de tomar, lo que me agradeció con cierta sorpresa. Me preguntó si se debía a algo especial y le contesté algo muy vago e incoherente sobre el talento y los genes que el camarero entendió a la primera. ¡Cruz!



                          Juan Manuel Campo Vidondo










lunes, 8 de agosto de 2016

Por no comprar el periódico

        Nada tiene un servidor contra el uso del periódico en el bar como elemento de información, distracción y entretenimiento. Al contrario, habida cuenta que entra dentro de mis costumbres el tenerlo como un derecho aparejado al pago de tomar un vino a mi salud. Hasta ahí, pues, nada que objetar, pero la extralimitación de tal derecho, es decir, su abuso es algo que me puede, que me enerva.
        Es lo que pasa con esos individuos que lo cogen de la barra como si fuera suyo, como si lo hubieran comprado, se lo llevan a su territorio y se ponen a darle vueltas y más vueltas. Leen los titulares y el resto de las noticias, se detienen en las fotos, llegan hasta la página de la programación de la televisión y se dedican a ver, cadena por cadena, señalando con el dedo, lo que echan por la noche.
        En ocasiones, no contentos con eso y con haber sobrepasado con amplitud los veinte minutos que obligan por cortesía a leer el periódico en voz alta, les da por volver a mojarse el dedo con la lengua y pasar las hojas hacia atrás, imagino que para leer lo que antes no han leído con suficiente detenimiento.
        Todo eso y más se soporta  con estoicismo y hasta con cierta actitud de benevolencia, porque el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Pero es moneda corriente que el uso lleva al abuso, con lo que el umbral de elasticidad se acerca peligrosamente al de ruptura y finalmente pasa lo que tiene que pasar, o sea, que se rompe.
        Esto es lo que ocurrió el otro día, cuando, después de tomarme dos vinos esperando mi turno, el usuario, que llevaba su media hora cumplida, sacó un bolígrafo de su bolsillo y se puso a hacer el crucigrama. Mis manos se crisparon sobre el vaso, que no estalló de auténtica casualidad. Recordé los ejercicios espirituales de mi juventud, al tiempo que me daba ánimos para la paciencia y el supremo control.
        En ésas estaba, cuando con toda la familiaridad del mundo se me dirigió y me preguntó:

-      ¿Historiador griego que termina en doto?

        Sobreponiéndome, sugerí:
-      ¿Herodoto?
-      No puede ser. Le faltan letras – advirtió con una sonrisa.
-      Es que lleva hache al principio – contesté.
-      ¡Ah! Ahora sí.

        Sin darme las gracias, volvió a sentarse con el periódico y reanudó sus tareas. Dudé en tomarme un tercer vino, pero lo deseché por aquello de que el alcohol alimenta la agresividad, y me marché con el firme propósito de comprar todos los días el periódico. El sistema nervioso tiene un precio, me dije. Por poco más de un euro podía resolver el problema.


                      Juan Manuel Campo Vidondo