sábado, 20 de septiembre de 2014

¡Qué bien se está trabajando!

        
          Una tarde de este recién terminado verano, se aliaron el calor y la falta de viento moldeando un día bochornoso, pesado, lordo. Entré en un bar a tomar una cerveza fría, amable y en botellín, que compensara el ambiente. Pocos parroquianos. Dos de ellos, en la barra, hablaban sin gritar, sin prisa, casi como por decir algo:

-      ¡Qué bien se está trabajando! – oí.

        Entendí las palabras, pero no el contenido. No me cuadraba que trabajando se estuviera mejor, así que orienté las antenas por si captaba fragmentos que me compusieran la falta de armonía.
        Apenas un par de minutos después, me quedaba más o menos claro que el sentido no era otro que las bondades del trabajo, no de él en sí mismo (aburrido, monótono, rutinario, a golpe de reloj y encargado, no gratificante…), sino del salario que conllevaba y las virtudes que reportaba. Es decir, vacaciones, casa, préstamos pagables, consumo a gusto en función de su cantidad. Así se podía vivir. El desempleo aparejaba lo contrario, lo que nadie quería.
        La tesis me pareció razonable. Sin embargo, recordé que no hacía tantos años el curro no pasaba de ser, simplemente, un mal necesario. Limitaba tiempo, recortaba voluntades, no dignificaba lo más mínimo. Suponía la parte de vida que uno debía cubrir para hacer con el resto lo que, más o menos, le pedía el cuerpo y la familia, si la tenía.
        También me vinieron a la memoria los años de reivindicaciones laborales, los convenios colectivos, las compensaciones familiares, los recortes horarios y demás mejoras que, vistas desde ahora,   pertenecían a una especie de edad dorada. En el presente, se llevaba el contrato individual, la precariedad, la indefensión, las buenas formas y el dar las gracias.
        Banqueros y cajeros, partidos y empresarios, sindicatos  y gobernantes, parecían confabulados en decir esto es lo que hay, y no hay más. O lo tomas o lo dejas. Invocaban la libertad como si los trabajadores pudieran ser libres, como si estuvieran en condiciones de decidir.
        No hacía falta ser un talento para comprobar que los tiempos habían cambiado. La vía de tren era, una vez más, única. Algunos, los más viejos, rememoraban con nostalgia; otros, ni siquiera imaginaban que esas situaciones de confrontación y diálogo hubieran existido; no faltaban quienes preferían echar la siesta o hacer como que no se enteraban.
        Los currantes seguían siendo necesarios, pero menos. Los empleadores tenían dónde elegir. Siempre se podía echar a reñir a una mitad contra la otra mitad. El que más chiflaba, capador. En este escenario y con semejante decorado, los protagonistas que fichaban eran menos protagonistas. Tenía razón el parroquiano: ¡Qué bien se estaba trabajando! No todos podían decirlo.



                           Juan Manuel Campo Vidondo.

                           20 de septiembre, 2014.





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