Una tarde de este recién terminado verano, se aliaron el
calor y la falta de viento moldeando un día bochornoso, pesado, lordo. Entré en
un bar a tomar una cerveza fría, amable y en botellín, que compensara el
ambiente. Pocos parroquianos. Dos de ellos, en la barra, hablaban sin gritar,
sin prisa, casi como por decir algo:
- ¡Qué bien se está trabajando! –
oí.
Entendí las
palabras, pero no el contenido. No me cuadraba que trabajando se estuviera
mejor, así que orienté las antenas por si captaba fragmentos que me compusieran
la falta de armonía.
Apenas un
par de minutos después, me quedaba más o menos claro que el sentido no era otro
que las bondades del trabajo, no de él en sí mismo (aburrido, monótono,
rutinario, a golpe de reloj y encargado, no gratificante…), sino del salario
que conllevaba y las virtudes que reportaba. Es decir, vacaciones, casa,
préstamos pagables, consumo a gusto en función de su cantidad. Así se podía
vivir. El desempleo aparejaba lo contrario, lo que nadie quería.
La tesis me
pareció razonable. Sin embargo, recordé que no hacía tantos años el curro no
pasaba de ser, simplemente, un mal necesario. Limitaba tiempo, recortaba
voluntades, no dignificaba lo más mínimo. Suponía la parte de vida que uno
debía cubrir para hacer con el resto lo que, más o menos, le pedía el cuerpo y
la familia, si la tenía.
También me
vinieron a la memoria los años de reivindicaciones laborales, los convenios
colectivos, las compensaciones familiares, los recortes horarios y demás
mejoras que, vistas desde ahora,
pertenecían a una especie de edad dorada. En el presente, se llevaba el
contrato individual, la precariedad, la indefensión, las buenas formas y el dar
las gracias.
Banqueros y
cajeros, partidos y empresarios, sindicatos
y gobernantes, parecían confabulados en decir esto es lo que hay, y no hay más.
O
lo tomas o lo dejas. Invocaban la libertad como si los trabajadores
pudieran ser libres, como si estuvieran en condiciones de decidir.
No hacía
falta ser un talento para comprobar que los tiempos habían cambiado. La vía de
tren era, una vez más, única. Algunos, los más viejos, rememoraban con
nostalgia; otros, ni siquiera imaginaban que esas situaciones de confrontación
y diálogo hubieran existido; no faltaban quienes preferían echar la siesta o
hacer como que no se enteraban.
Los
currantes seguían siendo necesarios, pero menos. Los empleadores tenían dónde
elegir. Siempre se podía echar a reñir a una mitad contra la otra mitad. El que
más chiflaba, capador. En este escenario y con semejante decorado, los
protagonistas que fichaban eran menos protagonistas. Tenía razón el
parroquiano: ¡Qué bien se estaba trabajando! No todos podían decirlo.
Juan Manuel Campo Vidondo.
20 de septiembre, 2014.
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