domingo, 28 de septiembre de 2014

¡Y mi coche en el taller...!

             ¡Y mi coche en el taller…!


        La semana pasada tomé el autobús de línea a Pamplona. Debía hacer unos recados que me había mandado yo solo y que no admitían excusa ni delegación. Mi coche precisaba de urgencias en el taller, de modo que no tenía elección: o autobús o sin recados.
        Como en otras ocasiones a las que me había visto abocado por necesidad, en la parada esperaban jubilados, emigrantes, usuarios de hospital, estudiantes, mujeres que hablaban de compras, disminuidos en general y pobres sin vehículo propio. Lo de siempre, a grandes rasgos. A la vista estaba que lo colectivo no se lleva, que es más de apurados, desvalidos, pelagatos, desposeídos, pobres diablos y pelones.
        Lo cierto es que oigo hablar mucho de la conveniencia de utilizar el transporte público, pero, a la hora de la verdad, se usa más bien poco y como a regañadientes, porque no queda otra. Sus virtudes, tales como precios baratos, inexistencia de problemas de aparcamiento, ausencia de  malos genios contenidos a la hora de echar gasolina o pagar peaje, nada de golpes no queridos o multas inoportunas, viajes relajados, sin nervios, descansando, durmiendo o leyendo, quedan subyugadas por el todopoderoso cuando quiero y como quiero.
        Ya se sabe que en este país, en cuanto rascas un pelín, aparece un ibero indomable. El inconveniente de cumplir los horarios porque, si no, se va y se queda cara de tonto, la incomodidad de un compañero de asiento pesado que hasta le puede oler el aliento, o la eternidad del trayecto en su itinerario turístico foral, son cargas onerosas, poco digeribles, demasiés pal body.
        Estos y otros intentos de reflexión a pequeña escala, de andar por casa, en particular la de la rapidez, o sea, la de perder el menor tiempo posible en el viaje, me llevaron a preguntarme en qué y en cuánto valora el paisanaje su tiempo, y, la verdad sea dicha, no encontré ninguna explicación medianamente razonable.
        Eso sí. Tras la convicción de que el auto era como una segunda piel, me asaltaron otras cuestiones del tipo si se podía vivir sin utilitario propio, qué sería capaz de hacer el paisanaje en caso de no tenerlo, es decir, cómo se las arreglaría, cómo nos las compondríamos. Di vueltas y vueltas y, en resumen, no llegué a ninguna conclusión mínimamente válida, a no ser que mañana sin falta me pasaba por el taller a ver cómo iba el coche.
       


                         Juan Manuel Campo Vidondo
                         29 de septiembre de 2014






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