sábado, 15 de noviembre de 2014

¿Por qué no hay estallido social?

        Aún no acabo de explicarme a satisfacción cómo de esta crisis no ha surgido un estallido social en condiciones. Se cuentan por millones los desahuciados y los recortados, los empobrecidos y los  indignados, los  desarraigados y  desempleados. Sin embargo, semejantes focos de descontentos apenas han protagonizado algún que otro acoso a ciertos políticos y unas cuantas manifestaciones gordas. Poco más.
        Voy a lanzar unas cuantas hipótesis, más que otra cosa para que se me diga que son una bobada y que mejor me dedique a cazar gamusinos. No van en orden jerárquico, sino a vuelapluma, a lo descriptivo, a lo que le parece que ha visto, y no olvide el lector que quien escribe usa gafas porque no ve.
        Los de siempre enarbolan como bandera que a los  pobres se les da el pie y se toman la mano, o al revés que lo mismo da, pero se les pega fuerte y humillan, como en los toros. No pierden de vista que la historia les enseña que, desde que el mundo es mundo, los pueblos se han gobernado así, con el palo. Y que de esto es de lo que no han querido enterarse los demócratas. Así que lo de ahora es para que se vayan enterando de lo que vale un peine y que de bien nacido es ser agradecido.
        Ellos no creen en el pueblo ni en sus virtudes, sino en los hombres que saben mandar y obedecer, sobre todo en los primeros. Asisten con naturalidad al espectáculo de la voluntad impotente del llamado pueblo, que, quizás, es capaz de lanzarse a luchar en campo abierto, pero sin disciplina y sin jefes, cada uno para su sí, es decir, que está condenado al fracaso. Ven el teatro gratis y en palco, cada día más protegidos, más seguros de sí mismos.
        Saben que sobra egoísmo, desconfianza y todos los pecados capitales, que nunca se hará realidad eso de Todos, tenemos que ir todos. Saben que tienen miedo de perder lo que aún disfrutan y que aún pueden sufrir más, se les puede atornillar alguna vuelta por encima. No desconocen que, más allá de disciplinas, el pueblo es fiel a su sentimiento anarquista e individualista, y que no hay jefes capaces de realizar milagros: que no es lo mismo odio que coraje o tesón, que con el corazón no basta, que cada cual es muy dueño de sí mismo y otro como él no tiene por qué darle órdenes, porque para eso ya está él.
        Todo les demuestra que, mientras no pase de bares, poco hay que temer, que como guerrilleros no tenemos precio pero como ejército somos un desastre. En tanto siga dominando la idea de ¿Quién eres tú para mandarme? pueden dormir en paz y soñar con un mundo mejor.
        Al principio, al paisanaje, le pudo parecer la crisis una más, pasajera como las anteriores, y permitió pensar que en peores se había estado y tal como había venido se iría. Sin embargo, cuando los síntomas se agudizaron, nadie pudo llamarse a engaño o a no saber, y comenzaron a actuar el egoísmo, el miedo, la desconfianza y toda su parentela. Malo sería que antes no les tocara a otros.
        Al fin y al cabo, la ciudadanía tenía casa y coche, se alimentaba para mantener la salud y el tipo, se vestía a temporadas, los hijos estudiaban si querían o podían, si enfermaban los curaban a lo gratis, de cuando en cuando tomaban vacaciones… ¿Qué más necesidades debían cubrir?
        Cuando empezaron los recortes y todo lo demás, se hizo por sectores y cada uno lo vio cuando le tocó, intentó salvar lo suyo y se olvidó del resto:
-      Esos que se jodan, que ganan más que nosotros.
-      ¿Qué es eso de solidaridad, compañero? ¿Para qué sirve? ¿Se come?
-      Tú, calla, que vives como Dios.

        ¿No se dieron cuenta que solidaridad y unión eran la única línea roja que no se podía sobrepasar?
       
        No deja de ser verdad que en este país no existen localizaciones industriales importantes, sino bien separadas geográficamente, y que el porcentaje de obreros apenas representa un 15% del total. Cabe preguntarse que sector era el destinado a capitanear la resistencia. Cada uno lo ha intentado tímidamente cuando llamaba a su puerta, y no puede olvidarse que somos una península y unas islas que se dedican a los bares, a las tiendas, a los hoteles y a los talleres. Por si no fuera bastante, cada autonomía ha barrido para casa y hasta los sindicatos han planteado líneas diferentes y hasta opuestas. Tampoco el ritmo de las reformas se ha producido a la vez: primero, esto; luego, aquello; después, lo de más allá. Hoy le tocaba a la Sanidad, mañana a la Educación, pasado a las indemnizaciones por despidos, al otro al IVA cultural….
        No puede echarse en saco roto la política informativa del Gobierno, que ha hecho lo suyo distribuyendo palo y zanahoria. Un día recortes y reestructuraciones; a la semana, brotes verdes; a la siguiente, el FMI que advierte, y así. Para un televidente habitual no es fácil separar el polvo del grano, la paja de la esencia. No queda más remedio que descubrirse ante la sabia desinformación del Poder. Hay que estar al loro de la fibra ajena para meter trolas y combinarlas con gotas de verdad. Son como los médicos: saben que lo que cura es la dosis. Y también lo que mata.
        Quienes han podido han jugado a la disgregación y han ganado. De momento, quedan la resignación y un poco de mala hostia. Una vez más, ha renacido la España invertebrada, alimentada en una mentalidad burguesa sin espíritu emprendedor.
        En el fondo y en la forma, a lo que se aspira es a volver a la situación de antes. El obrero, el trabajador, se ha vuelto conservador, temeroso de perder lo que le vayan dejando. Se conforma con que no se rompa el mundo que conocía y que tampoco es que fuera tan malo. Peor, mucho peor, vivieron sus padres, y de cuenta de los jóvenes es que vivan mejor.
        Visto así, ¿de dónde surgirán las nuevas contradicciones?, ¿en qué resquicios del sistema se están engranando?, ¿son las contradicciones la esencia de la dinámica, del cambio?


                              Juan Manuel Campo Vidondo
                        







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