¿Se acuerdan, verdad? Tampoco fue
hace tanto tiempo. Eran aquellas personas que se reunían en las plazas más
importantes de las ciudades y hacían asambleas, discutían y hasta llegaban a
conclusiones acerca de todo tipo de problemas públicos.
Parecían personas muy sensibles a las
ofensas, los desprecios, las humillaciones y las faltas de consideración que el
sistema les propinaba. Daban toda la pinta de que su actitud no les permitía
tolerar tales desmanes, que se merecían una respetabilidad y estimación que se
les negaba. Reivindicaban algo así como sin lujo pero sin miseria, es decir,
decente y decoroso.
¿Quién no se acuerda de frases como
éstas?:
- Democracia, me gustas porque estás
como ausente.
- No falta dinero. Sobran ladrones.
- No es una crisis, es una estafa.
- No somos antisistema, el sistema
es anti nosotros.
- Manos arriba, esto es un contrato
¿Ya no se juntan? ¿Han dejado de
hablarse? ¿Se han metido en Podemos,
en partidos de izquierda, en sindicatos, en movimientos ciudadanos, en ONG?
¿Han encontrado trabajo digno? ¿Se han cansado y se han ido a sus casas? ¿Se
los ha tragado la indiferencia?
Igual es que no queda nada. Igual es
que sólo queda lo que quiero creer que queda. Sin embargo, me resisto a dejar
de pensar que los indignados simbolizaban los aires de liberación y lucha por
construir una democracia como práctica plural de control y ejercicio del poder.
Trataban de estructurar las acciones en una sociedad que había convertido a los
ciudadanos en meros consumidores. Creían que el neoliberalismo despolitizaba,
potenciaba al idiota social preocupado sólo de sí mismo y que menosprecia la
participación en lo público, que lo anclaba en la indiferencia ante los
recortes, la privatización y la pérdida de derechos.
Estaban convencidos de que el mercado
se había adueñado de la política, que los problemas de la ciudadanía se
resumían en operaciones de coste-beneficio, que los consumidores eran los
soberanos y exigían ser complacidos.
En consecuencia, si no se rescataba la
política de los mercados, se estaba perdido. Ése era el campo de batalla,
porque la política con mayúsculas era la destinada a solucionar los problemas
cotidianos, apegada a la vida de los pueblos, la que no se regía por el
marketing electoral.
Se trataba, pues, de salvar a la
política y devolverle su identidad de acción social colectiva tendente al bien
común, con los ciudadanos como protagonistas.
Todo lo dicho estaba entonces, y no veo
que haya cambiado gran cosa. El movimiento emocional ahí sigue, bebiendo de las
mismas fuentes. Razón y emoción deberán aliarse para responder una de las
grandes preguntas pendientes: ¿Se está dispuesto a sacrificar el gobierno
democrático por el económico, o al revés?
Miguel Sánchez-Ostiz lo tiene bien
claro en su asco indecible. ¡Va por
usted, maestro!
Juan Manuel Campo
Vidondo
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