sábado, 6 de diciembre de 2014

¿Qué queda de los indignados?

        ¿Se acuerdan, verdad? Tampoco fue hace tanto tiempo. Eran aquellas personas que se reunían en las plazas más importantes de las ciudades y hacían asambleas, discutían y hasta llegaban a conclusiones acerca de todo tipo de problemas públicos.
        Parecían personas muy sensibles a las ofensas, los desprecios, las humillaciones y las faltas de consideración que el sistema les propinaba. Daban toda la pinta de que su actitud no les permitía tolerar tales desmanes, que se merecían una respetabilidad y estimación que se les negaba. Reivindicaban algo así como sin lujo pero sin miseria, es decir, decente y decoroso.
        ¿Quién no se acuerda de frases como éstas?:
-      Democracia, me gustas porque estás como ausente.
-      No falta dinero. Sobran ladrones.
-      No es una crisis, es una estafa.
-      No somos antisistema, el sistema es anti nosotros.
-      Manos arriba, esto es un contrato
        ¿Ya no se juntan? ¿Han dejado de hablarse? ¿Se han metido en Podemos, en partidos de izquierda, en sindicatos, en movimientos ciudadanos, en ONG? ¿Han encontrado trabajo digno? ¿Se han cansado y se han ido a sus casas? ¿Se los ha tragado la indiferencia?
        Igual es que no queda nada. Igual es que sólo queda lo que quiero creer que queda. Sin embargo, me resisto a dejar de pensar que los indignados simbolizaban los aires de liberación y lucha por construir una democracia como práctica plural de control y ejercicio del poder. Trataban de estructurar las acciones en una sociedad que había convertido a los ciudadanos en meros consumidores. Creían que el neoliberalismo despolitizaba, potenciaba al idiota social preocupado sólo de sí mismo y que menosprecia la participación en lo público, que lo anclaba en la indiferencia ante los recortes, la privatización y la pérdida de derechos.
        Estaban convencidos de que el mercado se había adueñado de la política, que los problemas de la ciudadanía se resumían en operaciones de coste-beneficio, que los consumidores eran los soberanos y exigían ser complacidos.
        En consecuencia, si no se rescataba la política de los mercados, se estaba perdido. Ése era el campo de batalla, porque la política con mayúsculas era la destinada a solucionar los problemas cotidianos, apegada a la vida de los pueblos, la que no se regía por el marketing electoral.
        Se trataba, pues, de salvar a la política y devolverle su identidad de acción social colectiva tendente al bien común, con los ciudadanos como protagonistas.
        Todo lo dicho estaba entonces, y no veo que haya cambiado gran cosa. El movimiento emocional ahí sigue, bebiendo de las mismas fuentes. Razón y emoción deberán aliarse para responder una de las grandes preguntas pendientes: ¿Se está dispuesto a sacrificar el gobierno democrático por el económico, o al revés?
        Miguel Sánchez-Ostiz lo tiene bien claro en su asco indecible. ¡Va por usted, maestro!


                            Juan Manuel Campo Vidondo



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