domingo, 14 de junio de 2015

La jungla de asfalto a lo moderno

        Hay unos cuantos comportamientos ciudadanos, de los de andar por casa, que me chocan. Voy a detenerme un poco en los naturciclistas,  en los perros y sus dueños, y en los niños.
        Los naturciclistas dicen respetar la naturaleza que les rodea y la suya propia. No contaminan con derivados del petróleo, como tienen a gala otros vehículos, y ejercitan su propio templo corporal con la actividad física. Se consideran defensores de la economía sostenible por aquello del poco gasto y se tienen, en definitiva, por modernos, ya que, además, se enganchan a dietas no sujetas a procesos industriales perjudiciales para el entorno y para sí mismos.
        Sin embargo, he comprobado que tienen problemas para respetar ciertas señales de circulación, como las de stop o ceda el paso. Bicicletean por las aceras y por los caminos peatonales a la velocidad que les permiten sus entrenadas extremidades inferiores, bien en línea recta, en zigzag, trazando curvas a lo slalom, o delineando geométricas líneas mixtas para no llevarse por delante a los viandantes que se encuentran a su paso y entorpecen su discurrir. Así pues, se desplazan como se tercie, en función del momento o de la adaptación al terreno por el que se mueven.
        Gustan también de hacer recorridos en pequeños grupos, hablando entre ellos animadamente para desarrollar la respiración aeróbica normal. Como carecen de instrumentos que avisen a los peatones de su proximidad, éstos deben dotarse de un fino aparato auditivo o, caso contrario, atenerse a las consecuencias, a los daños colaterales. Consideran como propio, casi exclusivo, para su uso y disfrute, las calzadas, aceras, caminos rurales, viales del autobús y cualquier otra vía que les permita desplazarse con naturalidad, buscando tanto el ocio y recreo como los más adecuados trayectos laborales.
         Para estar a tono, cuidan de su vestimenta como si hubieran de acudir a una pasarela de moda, y los mimos que dispensan a sus máquinas transportadoras para sí los quisieran sus respectivas parejas o su propia madre.
        Los circulantes de a pie los miraban con simpatía, como si fueran sus iguales, pero poco a poco advierto que comienzan a resultarles incómodos, presuntuosos y hasta maleducados. Parece que se está produciendo un cierto divorcio entre los puntos de vista de los confiados y resignados peatones y los émulos de Geminiani. Cada vez más, se miran con malos ojos y aumenta la desconfianza.
        Los transeúntes temen un atropello o un susto, de modo que empiezan a verse brazos en alto, caras descompuestas, gritos de mala leche e insultos variados, ante la aparición por sorpresa de un ciclista que los adelanta por el flanco produciendo un silbido de aire indicativo de la velocidad del adelantamiento.
        A los naturciclistas se les unen los perros, con correa o sin ella, distanciados de sus dueños. En ocasiones, el ciudadano tropieza con la correa que no ha visto, se sorprende, se da cuenta de lo que ha pasado, y tiende a disculparse, si bien, cada vez con más frecuencia, otras veces la sorpresa se convierte en broncas increpaciones al dueño, en tanto se mira de reojo al perro por si acaso, que nunca se sabe cómo reaccionan los animales, ni sus propietarios tampoco.
        Cuando el chucho anda suelto, a su aire, disfrutando de su libertad, la incomodidad viene generada en proporción al tamaño del can: a mayor corpulencia, mayor agravio, y mayor respeto. El acompañante siempre informa que el bicho no hace nada, que no muerde, pero el ciudadano piensa, y hasta lo dice, que eso es mucho presumir, que al que no muerde es al dueño, pero a él está por ver. En este caso, a mayor edad del ciudadano, más serio es el posible conflicto.
        Para no cansar, a bicicletas y perros, se alían niños asilvestrados, dejados a su naturaleza por el entorno familiar, que confía en los elementos educativos del medio ambiente, en los principios rusonianos, que dan para mucho, y sobre los que volveremos.
        En fin, que cuando John Houston filmó aquella película de La jungla de asfalto no creo que pensara en las ciudades o pueblos de este siglo XXI. Desfasado. Demodé que se ha quedado. El tiempo no perdona.



                        Juan Manuel Campo Vidondo






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