Hay unos cuantos comportamientos ciudadanos, de los
de andar por casa, que me chocan. Voy a detenerme un poco en los
naturciclistas, en los perros y sus
dueños, y en los niños.
Los naturciclistas dicen
respetar la naturaleza que les rodea y la suya propia. No contaminan con
derivados del petróleo, como tienen a gala otros vehículos, y ejercitan su
propio templo corporal con la actividad física. Se consideran defensores de la economía
sostenible por aquello del poco gasto y se tienen, en definitiva, por modernos,
ya que, además, se enganchan a dietas no sujetas a procesos industriales
perjudiciales para el entorno y para sí mismos.
Sin embargo, he comprobado que tienen problemas
para respetar ciertas señales de circulación, como las de stop o ceda el paso.
Bicicletean por las aceras y por los caminos peatonales a la velocidad que les
permiten sus entrenadas extremidades inferiores, bien en línea recta, en
zigzag, trazando curvas a lo slalom, o delineando geométricas líneas mixtas
para no llevarse por delante a los viandantes que se encuentran a su paso y
entorpecen su discurrir. Así pues, se desplazan como se tercie, en función del
momento o de la adaptación al terreno por el que se mueven.
Gustan también de hacer recorridos en
pequeños grupos, hablando entre ellos animadamente para desarrollar la
respiración aeróbica normal. Como carecen de instrumentos que avisen a los
peatones de su proximidad, éstos deben dotarse de un fino aparato auditivo o,
caso contrario, atenerse a las consecuencias, a los daños colaterales.
Consideran como propio, casi exclusivo, para su uso y disfrute, las calzadas,
aceras, caminos rurales, viales del autobús y cualquier otra vía que les permita
desplazarse con naturalidad, buscando tanto el ocio y recreo como los más
adecuados trayectos laborales.
Para estar a tono, cuidan de su
vestimenta como si hubieran de acudir a una pasarela de moda, y los mimos que
dispensan a sus máquinas transportadoras para sí los quisieran sus respectivas
parejas o su propia madre.
Los circulantes de a pie los miraban
con simpatía, como si fueran sus iguales, pero poco a poco advierto que
comienzan a resultarles incómodos, presuntuosos y hasta maleducados. Parece que
se está produciendo un cierto divorcio entre los puntos de vista de los
confiados y resignados peatones y los émulos de Geminiani. Cada vez más, se
miran con malos ojos y aumenta la desconfianza.
Los transeúntes temen un atropello o un
susto, de modo que empiezan a verse brazos en alto, caras descompuestas, gritos
de mala leche e insultos variados, ante la aparición por sorpresa de un
ciclista que los adelanta por el flanco produciendo un silbido de aire
indicativo de la velocidad del adelantamiento.
A los naturciclistas se les unen los
perros, con correa o sin ella, distanciados de sus dueños. En ocasiones, el
ciudadano tropieza con la correa que no ha visto, se sorprende, se da cuenta de
lo que ha pasado, y tiende a disculparse, si bien, cada vez con más frecuencia,
otras veces la sorpresa se convierte en broncas increpaciones al dueño, en
tanto se mira de reojo al perro por si acaso, que nunca se sabe cómo reaccionan
los animales, ni sus propietarios tampoco.
Cuando el chucho anda suelto, a su aire,
disfrutando de su libertad, la incomodidad viene generada en proporción al
tamaño del can: a mayor corpulencia, mayor agravio, y mayor respeto. El
acompañante siempre informa que el bicho no hace nada, que no muerde, pero el
ciudadano piensa, y hasta lo dice, que eso es mucho presumir, que al que no
muerde es al dueño, pero a él está por ver. En este caso, a mayor edad del
ciudadano, más serio es el posible conflicto.
Para no cansar, a bicicletas y perros,
se alían niños asilvestrados, dejados a su naturaleza por el entorno familiar,
que confía en los elementos educativos del medio ambiente, en los principios
rusonianos, que dan para mucho, y sobre los que volveremos.
En fin, que cuando John Houston filmó
aquella película de La jungla de asfalto
no creo que pensara en las ciudades o pueblos de este siglo XXI. Desfasado. Demodé que se ha quedado. El tiempo no
perdona.
Juan Manuel Campo
Vidondo
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